Capítulo3

Ya casi había oscurecido en San Marco, y el inmenso edificio aparecía salpicado de luces vacilantes que conferían un pálido brillo a los antiguos mosaicos. El viejo Beppo, el anciano preceptor eunuco de Tonio, sostenía en la mano una única vela y miraba con ansiedad a Guido Maffeo, el joven maestro de Nápoles.

Tonio se quedó solo en el ala izquierda del coro. Acaban de cantar y en la iglesia seguía suspendido el eco nítido de su última nota, nada podía acallarla.

Alessandro permanecía en silencio, con las manos cruzadas tras la espalda, mirando las dos pequeñas figuras de abajo: Beppo y Guido Maffeo. Fue el primero en observar que los rasgos de Maffeo se distorsionaban. Beppo no se había dado cuenta y al primer estallido gutural del italiano del sur, Beppo quedó visiblemente sorprendido.

– ¡De una de las más grandes familias venecianas! -Guido repetía las últimas palabras de Beppo. Se inclinó ligeramente hacia delante para mirar al viejo eunuco a los ojos-. ¡Me ha traído aquí para escuchar a un patricio veneciano!

– Pero, signore, es la voz más hermosa de Venecia…

– ¡Un patricio veneciano!

– Pero signore…

– Signore -Alessandro se aventuró a intervenir con voz serena-, Beppo tal vez no ha comprendido que en realidad está buscando estudiantes para el conservatorio.

Alessandro había captado aquel malentendido casi desde el principio.

– Pero, signore… -Beppo seguía sin entender-. Yo… yo sólo quería que escuchase esa voz para su propio deleite.

– Para mi propio deleite podía haberme quedado en Nápoles -gruñó Guido.

Alessandro se volvió hacia Beppo, y haciendo caso omiso de aquel sureño iracundo, habló en dialecto veneciano.

– Beppo, el maestro busca niños castrati.

Beppo parecía desolado.

Tonio había bajado del coro y su leve figura ataviada de negro apareció tras el eco de sus pasos en la penumbra. Había cantado sin acompañamiento, su voz había llenado la iglesia con facilidad y había producido un efecto casi místico sobre Guido.

El chico estaba tan cerca de la pubertad que la voz había perdido su inocencia y largos años de estudio habían contribuido, era obvio, a su precisión. Pero a la vez era una voz natural que cantaba perfectas notas agudas sin esfuerzo alguno. Aunque era la voz soprano de un chico que aún no había hecho el cambio, en ella anidaban sentimientos de hombre. La audición había revelado otras cualidades que Guido, airado y exhausto, se negó a definir con más detalle.

Miró al chico que era casi de su misma altura y comprobó que, tal como había imaginado cuando oyó la voz procedente del coro, se trataba del noble vagabundo que recorría las calles por la noche, el chico de ojos negros y piel blanca con un rostro cincelado en el mármol más puro. Su esbeltez y elegancia recordaban a un oscuro Botticelli. Cuando se inclinó ante sus maestros, sin reparar en el hecho de que eran sus subordinados, no hizo en absoluto gala de aquella insolencia innata que Guido atribuía a los aristócratas. Si bien era cierto que la clase patricia veneciana estaba más allá de cualquier comparación. Su cortesía natural hacia quienes los rodeaban la hacía distinta a todas las que Guido había conocido. Tal vez la particularidad de que en aquella ciudad todo el mundo se trasladase a pie influía de algún modo.

No lo sabía a ciencia cierta. Tampoco le importaba. Estaba furioso.

Notó, sin embargo, que el rostro del chico, pese a toda su amabilidad, permanecía distante. Se alejaba de aquella reunión con humildes pero displicentes disculpas.

La puerta se abrió a un destello de sol cegador cuando salió de la iglesia dejando al confundido grupo a sus espaldas.

– Le suplico que me perdone, signore -dijo Alessandro-. Beppo no pretendía hacerle perder tiempo.

– ¡Oh, no. No, no, no… nonono! -murmuró Beppo con toda la gama de tonos posible en una frase normal.

– Y ese joven arrogante, ¿quién es? -preguntó Guido-. Ese hijo de patricio con la laringe de un dios al que ni siquiera le importa saber si su voz ha causado una buena impresión.

Aquello fue demasiado para Beppo, y Alessandro tomó la iniciativa de pedirle que se marchara. Ser brusco iba en contra del carácter de Alessandro, pero se le había agotado la paciencia. Lo cierto era que albergaba un odio profundo, secreto e irrefrenable contra aquellos que salían del conservatorio de Nápoles en busca de niños castrati. Los años pasados en aquella remota ciudad meridional estudiando habían sido tan crueles e implacables que destruyeron sus recuerdos anteriores. Alessandro tenía veinte años cuando encontró a uno de sus hermanos en la piazza San Marco, y no reconoció al hombre que le dijo: «Mira, el pequeño crucifijo que llevabas cuando niño. Tómalo, nuestra madre te lo envía.» Recordaba el crucifijo pero no a su madre.

– Si me permite, maestro -dijo. Cogió la vela de Beppo y se inclinó para observar aquel rostro oscuro y malhumorado-, el chico es perfectamente consciente de que su voz hechiza a todo el que la escucha, pero es demasiado educado como para decirlo. Comprenda, por favor, que hoy ha venido aquí como una cortesía hacia su profesor.

Sin embargo, aquel patán no sólo era un grosero sino que ni siquiera entendía la más mínima sutileza. No prestaba atención a lo que decía Alessandro, se frotaba las sienes con ambas manos como si sufriese una jaqueca. Sus ojos tenían la malicia de una alimaña pero eran demasiado grandes para ser los de un animal.

En ese momento, estando cerca de él, con la vela en la mano, Alessandro comprendió que estaba frente a un castrato inusualmente fornido. Estudió su rostro terso. No, nunca había tenido barba. Era otro eunuco.

Casi se le escapó una carcajada. Lo había creído un hombre completo con la navaja metida en el cinturón y lo invadió una extraña mezcla de sentimientos. Se conmovió ligeramente, no porque Guido le inspirara piedad, sino porque era miembro de una gran fraternidad en la cual la prístina voz de Tonio era más apreciada que en cualquier otra.

– Si me lo permite, señor, puedo recomendarle otros chicos. Hay un eunuco en San Giorgio…

– Ya lo he escuchado -susurró Guido más para sí mismo que para Alessandro-. ¿Hay alguna posibilidad de que este chico…? Quiero decir, ¿qué significa su talento para él? -Pero antes de mirar a Alessandro ya sabía que aquello era del todo ridículo.

Alessandro ni siquiera se molestó en responder.

Entre ambos se impuso un breve silencio. Guido, vuelto de espaldas, había dado unos pasos en el irregular suelo de piedra. La llama de la vela tembló en la mano de Alessandro. A aquella débil luz le pareció oír con más nitidez el suspiro que se le escapó al maestro.

De aquel hombre emanaba un sentimiento cercano a la tristeza. Semejante a la tristeza. Aquel eunuco emanaba una violencia que Alessandro rara vez había conocido. Lo asaltó un instantáneo pero avasallador recuerdo y se vio de nuevo ante la crueldad y el sacrificio que había soportado en Nápoles y sintió que, a pesar de sí mismo, respetaba a Guido Maffeo.

– ¿Le dará las gracias a su amigo patricio de mi parte? -murmuró Guido, derrotado.

Caminaron hacia la puerta.

Pero con una mano puesta en ella, Alessandro hizo una pausa.

– Dígame -preguntó en tono confidencial-. ¿Qué piensa realmente de él?

Lo lamentó de inmediato. Aquel hombre sombrío e insignificante era capaz de cualquier cosa.

Sin embargo, para su sorpresa, Guido no contestó. Se quedó mirando la llama vacilante y su rostro cobró una expresión apacible y filosófica. De nuevo Alessandro sintió las emociones del otro, unas emociones desconcertantes y abrumadoras.

Luego Guido sonrió a Alessandro con aire melancólico.

– Lo que pienso es que preferiría no haberlo escuchado.

Alessandro también sonrió.

Eran músicos, eran eunucos, se comprendían.


Cuando Alessandro llegó al palazzo estaba lloviendo. Esperaba que Tonio lo estuviera aguardando fuera de la iglesia, pero no lo encontró. Y al entrar en la biblioteca contigua al gran salón, vio que Beppo seguía trastornado. Estaba contando aquel episodio humillante a Angelo, que escuchaba como si se tratara de un ultraje al apellido Treschi.

– Todo es culpa de Tonio -resolvió Angelo-. Tendría que acabar con esas salidas nocturnas. ¿Has hablado con la signora? Si tú no lo haces, lo haré yo.

– Tonio no tiene nada que ver -replicó Beppo-. ¿Cómo iba yo a saber que buscaba castrati? Me habló de voces…, voces ejemplares. Me pidió que le dijera dónde podía encontrar… Oh, todo esto es terrible, terrible.

– Pero ya ha pasado -intervino Alessandro con voz tranquila.

Oyó que se cerraban las puertas principales del palazzo. Para entonces ya reconocía a la perfección los pasos de Tonio.

– Tonio debería estar ahora aquí, en esta biblioteca, estudiando -afirmó Angelo con vehemencia.

– ¿Cómo iba a saber yo lo que iba a ocurrir? Me pidió que le dijera dónde podía encontrar voces hermosas. Yo le respondí: «Signore, ha venido a una ciudad pródiga en voces hermosas, pero si lo que quiere… si lo que quiere…»

– ¿Vas a hablar con la signora? -preguntó Angelo, mirando fijamente a Alessandro.

– Tonio ha estado magnífico, Angelo, ya sabes que…

– ¿Vas a hablar con la signora? -Angelo asestó un puñetazo en la mesa.

– ¿Hablar con la signora? ¿De qué?

Angelo se levantó. Había sido Carlo quien pronunciara esas palabras al entrar en la habitación.

Con un rápido gesto Alessandro le pidió discreción. No miró a Carlo. No pensaba conceder a aquel hombre ni un ápice de autoridad sobre su hermano menor, y en voz baja explicó:

– Tonio estaba conmigo en la piazza cuando debía haberse quedado aquí, estudiando. Es culpa mía, excelencia, perdonadme. Procuraré que no vuelva a ocurrir.

Tal como esperaba, el amo de la casa se mostró indiferente.

– Pero ¿qué era todo eso de lo que estabais hablando? -preguntó, interesándose de repente de forma casi obstinada.

– Oh, un terrible error, un estúpido error -respondió Beppo-, y ahora ese hombre está enfadado conmigo. Me ha insultado, y fue tan grosero con el joven maestro…

Aquello fue demasiado para Alessandro. Alzó las manos excusándose, mientras Beppo refería todo lo ocurrido, incluido el nombre del himno que Tonio había cantado en la iglesia y lo exquisita que había sido su interpretación.

Carlo soltó una breve carcajada y se dirigió hacia las escaleras.

Entonces se detuvo de pronto. Tenía la mano en la barandilla de mármol. No se movió. Parecía aquejado de un agudo y repentino pinchazo en el costado que le obligaba a permanecer inmóvil para evitar que el dolor se agudizara. Luego, volvió la cabeza muy despacio y fijó la vista en el viejo castrato. El disgustado Angelo estaba ya leyendo un libro que tenía abierto entre los codos. El viejo eunuco sacudía la cabeza.

Carlo dio unos pasos en dirección a la puerta.

– ¿Te importaría contármelo de nuevo? -le pidió en voz baja.

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