El Pasticcio de Pascua fue un éxito. Tonio colaboró en las revisiones del libreto, echó una mano con el vestuario, y trabajó entre bastidores en todos los ensayos hasta el agotamiento.
Habría un lleno absoluto y era la primera vez que Guido iba a tocar allí. Tonio le había comprado una peluca nueva para la ocasión y una elegante chaqueta de brocado color burdeos.
Guido había reescrito la canción para él. Era un aria cantabile traspasada de una exquisita ternura y perfecta para el talento cada vez mayor de su alumno.
Cuando Tonio salió al escenario, deseó fervientemente que la ya conocida sensación de vulnerabilidad se transmutara en regocijo, en una embriagadora conciencia de la confusa belleza que le rodeaba, las caras expectantes por doquier y la obvia e indudable potencia de su propia voz.
Respiró hondo y con calma antes de empezar, sintió la tristeza del aria y entonces se lanzó de lleno con la esperanza de conmover al público hasta las lágrimas.
Pero cuando vio que lo había conseguido, que los espectadores que tenía delante estaban llorando, se quedó tan asombrado que casi se le olvidó abandonar el escenario.
La joven de rubios cabellos también estaba allí, tal como Tonio había sospechado. La vio paralizada, con la mirada fija en él. El triunfo casi superaba todas las expectativas de Tonio.
Pero ésa era la noche de Guido, el debut de Guido ante un público de sofisticados napolitanos, y cuando Tonio lo vio saludar, desechó de su mente todo lo demás.
Aquella noche, más tarde, en casa de la condesa Lamberti, se encontró con la muchacha rubia de nuevo.
El palacio estaba atestado de gente. La Cuaresma había terminado y todo el mundo quería bailar, beber, y como la velada en el conservatorio había sido un éxito, todos los músicos eran bien recibidos en la fiesta. Tonio, vagando de acá para allá con el vaso en la mano, descubrió a la chica que entraba por una puerta. Iba del brazo de un caballero muy anciano de tez oscura, pero cuando sus miradas se cruzaron, ella lo saludó levemente con un gesto. Luego se fue a bailar.
Nadie se dio cuenta, por supuesto. Nadie lo hubiera considerado importante, pero a Tonio la cabeza le empezó a dar vueltas. Se alejó de ella lo más deprisa que pudo preguntándose incluso críticamente y con repentino mal humor por qué estaba ella allí. A fin de cuentas era tan joven… Seguro que no estaba casada, y casi todas las chicas italianas de su edad estaban encerradas en conventos. Era raro que asistieran a un baile.
Su futura esposa, Francesca Lisani, había permanecido tanto tiempo enclaustrada que cuando le anunciaron que se casaría con ella, ni siquiera recordaba su cara. Pero estaba tan hermosa la tarde que por fin se vieron en el convento… aunque fuera a través de una reja… ¿Por qué se había sorprendido tanto?, pensó en esos instantes. Al fin y al cabo era hija de Catrina.
¿Para qué pensar en todo eso? Le resultaba irreal, o mejor dicho, a ratos le parecía irreal y a ratos intensamente real. En cualquier caso, la única verdad abrumadoramente objetiva era que cada vez que hacía una pausa, alguien lo felicitaba por su actuación.
Elegantes caballeros a los que no conocía, con el bastón en una mano y un delicado pañuelo de encaje en la otra, le hacían reverencias, le aseguraban que había estado magnífico, que tenían grandes esperanzas puestas en él. ¡Grandes esperanzas! Las damas le sonreían, y bajaban momentáneamente aquellos espléndidos abanicos pintados, dándole a entender que si lo deseaba, podía sentarse con ellas.
¿Y Guido? ¿Dónde estaba Guido? Guido estaba rodeado de gente, y se reía, cogido del brazo de la condesa Lamberti.
Tonio se detuvo, bebió con torpeza un buen trago de vino blanco y continuó su paseo. Llegaban más invitados y por la puerta principal se coló una corriente de aire fresco.
Apoyó el hombro contra el marco esculpido en madera de un gran espejo, y de pronto advirtió que había sido durante su último día en Venecia cuando vio a su futura esposa. ¡Oh, ese día habían ocurrido tantas cosas!, se había acostado con Catrina, había cantado en San Marco.
Aquellos recuerdos eran una agonía. ¿Cuánto tiempo llevaba en Nápoles? ¡Casi un año!
Cuando vio que Guido lo llamaba con una seña, se acercó a él.
– ¿Has visto a ese hombrecillo de ahí, el ruso? Es el conde Sherzinski -susurró Guido-. Es un aficionado con mucho talento. He compuesto una sonata para él. Tal vez la interprete después.
– Eso es estupendo -dijo Tonio-, pero ¿por qué no la tocas tú mismo?
– No. -Guido sacudió la cabeza-. Es demasiado pronto. Acaban de descubrir que soy algo más que… -Pero se tragó las palabras y Tonio le apretó la mano con disimulo.
Habían llegado más músicos del conservatorio. Guido se alejaba y Pietro, el rubio castrato milanés, se acercó a Tonio.
– Esta noche has estado maravilloso -le dijo-. Cada vez que cantas aprendemos algo nuevo de ti.
Tonio vio a lo lejos a Benedetto, el nuevo discípulo que había interpretado el papel que en principio estaba reservado para él. Benedetto pasó junto a ellos sin mirarlos.
– Ha sido su noche -comentó Tonio con aire resignado-, y la de Guido, por descontado.
Había ayudado a Benedetto con su vestuario, le había puesto la peluca de rizos y las cintas en el cabello. Qué desdeñoso se había mostrado éste con los que estaban a su alrededor, y a Tonio lo había tratado como a un criado. Estaba muy orgulloso de sus largas y perfectas uñas ovaladas, todas ellas con su pálida media luna en la base. Debía de habérselas pulido al quedarse a solas, pues en el escenario brillaban como si se las hubiera esmaltado. Sin embargo, había en su talante algo encallecido, famélico, y los encajes y las joyas falsas no llegaban a transformarlo, aunque él los llevaba sin el menor reparo. ¿Qué pensaría, se preguntaba Tonio, si supiera que he renunciado a ese papel por no ponerme esa ropa?
– Ha estado bien, siempre estará bien -dijo Pietro dedicando a Benedetto una mirada de fría aprobación.
Condujo a Tonio a la sala de billar.
– Quiero hablar contigo, Tonio -le dijo. Desde donde estaban se veía la sala de baile y la larga hilera de los que danzaban el minuet, aunque la música llegaba allí baja y distorsionada. En determinados momentos, cuando el murmullo de las conversaciones se intensificaba, aquellos hombres y mujeres de espléndidos atuendos parecían bailar sin música.
– Es sobre Giovanni, Tonio. Ya sabes que el maestro quiere que se quede un año más, porque piensa que no está lo bastante preparado para el escenario, pero a Giovanni le han ofrecido un puesto en un coro de Roma y quiere aceptarlo. Si se tratara de la capilla papal, el maestro diría que sí, pero como no lo es, ha arrugado la nariz… ¿Tú que crees, Tonio?
– No lo sé -respondió éste, pero sí lo sabía. Giovanni nunca había tenido talento suficiente para el escenario, lo supo la primera vez que lo escuchó.
La chica del cabello dorado apareció, enmarcada en una arcada distante. ¿Llevaba el mismo vestido violeta? ¿El mismo que había llevado hacía casi un año? Su cintura parecía tan estrecha que Tonio hubiera podido abarcarla fácilmente con las manos. La redondez de sus pechos se adivinaba perfecta y radiante, y la piel de éstos tan delicada como la de sus mejillas. Sus cejas, inexplicablemente, no eran rubias, sino oscuras, a juego con el azul de sus ojos, y eso era lo que le daba un aspecto tan serio. Tonio distinguía con toda claridad su expresión, el ceño algo fruncido y el mohín algo disgustado de su labio inferior.
– Pero, Tonio, Giovanni quiere ir a Roma, eso es lo peor de todo. A Giovanni el escenario nunca le ha gustado, ni le gustará. Lo que siempre ha soñado es cantar en la iglesia. De niño ya fantaseaba con la idea de…
– ¿Y qué quieres que yo haga? -preguntó Tonio con una sonrisa.
– Puedes darnos tu opinión, Tonio -respondió Pietro-. ¿Crees que Giovanni llegará a triunfar algún día en la Ópera?
– Lo que debes hacer es preguntarle a Guido.
– Pero, Tonio, no lo comprendes. El maestro Guido nunca podría contradecir al maestro di capella, y Giovanni desea con toda su alma ir a Roma. Tiene diecinueve años, lleva aquí tiempo suficiente, es la mejor oferta que jamás haya recibido.
Entre ellos se hizo un breve silencio. La chica se volvió, hizo una reverencia, tomó la mano de su compañero de baile y siguió a la hilera de bailarines, con la falda ondulándose a su alrededor. De repente, Pietro se echó a reír y le dio a Tonio un leve codazo en las costillas.
– Así que ésa es la que te gusta, ¿eh? -le susurró.
– No, no, en absoluto. -Tonio se ruborizó. Tenía que controlar su enojo-. Ni siquiera sé quién es. Sólo la estaba admirando.
Fingió indiferencia hasta donde le fue posible. Llamó a un camarero, cogió un vaso de vino blanco y lo levantó hacia la luz como si el reflejo del cristal bañado por el líquido lo fascinara.
– Adúlala, y tal vez te haga un retrato -dijo Pietro-. Si la dejaras, te pintaría desnudo.
– ¿Qué estás diciendo? -inquirió Tonio, airado.
– Pinta hombres desnudos. -Pietro rió. Parecía disfrutar de lo lindo con aquellas bromas-. Claro está que son ángeles y santos, pero no llevan mucha ropa. Si no me crees, ve a visitar la capilla de la condesa. Todos los murales del altar son obra suya.
– ¡Pero si es muy joven!
– ¡Sí, lo es! -convino Pietro con una amplia sonrisa.
– ¿Y cómo se llama?
– No lo sé, pregúntaselo a la condesa. Son algo parientes. Yo en tu lugar me fijaría en una dama más madura. Las chicas como ésa sólo traen problemas…
– Bueno, la verdad es que me da exactamente igual -dijo Tonio con brusquedad.
Una pintora de murales. La idea lo turbó, lo cautivó, le otorgaba un carácter nuevo y sensual, y de repente su aire negligente se le antojó mucho más seductor. Se la veía concentrada en algo ajeno a su belleza y al escudo que ésta le brindaba. ¡Era tan hermosa! ¿Había sido Rosalba, la pintora veneciana, tan hermosa? Y si era así, ¿por qué pintaba? Pensar en ello era una estupidez. ¿Qué más le daba a él si era la mejor pintora de toda Italia? Sin embargo, la idea de verla con un pincel en la mano lo llenaba de una deliciosa excitación.
El rostro de Pietro le pareció de pronto muy vulnerable y Tonio lo miró como si lo viera por primera vez. Empezaba a comprender sus palabras. Para Giovanni, aquella cuestión era crucial. Podía determinar el curso de su vida, y Pietro se había dirigido a él en busca de ayuda. Tonio estaba asombrado, aunque no era la primera vez que otros le pedían consejo.
– Tonio, si hablas con él, hará lo que tú le digas -dijo Pietro-. Yo creo que debería ir a Roma, pero a mí no me escuchará. Si sigue intentando triunfar en la Ópera fracasará y se sentirá humillado.
– De acuerdo, Pietro -asintió Tonio-. Hablaré con él.
La muchacha rubia había desaparecido. El baile había terminado. No la veía por ninguna parte. De pronto la distinguió a lo lejos, mientras ella se dirigía hacia la puerta, todavía del brazo de aquel caballero anciano. Se va, pensó, y lo transportó un agudo pesar al verla partir. No se trataba del mismo vestido violeta, por supuesto, sino de otro del mismo color, compuesto por amplias faldas, recogidas con manojos de pequeñas flores. Debía de gustarle ese color…
¿Y Giovanni? ¿Qué iba a decirle a Giovanni? Le haría expresar la respuesta por sí mismo y luego lo instaría a seguir sus propias convicciones.
La responsabilidad que había asumido empezaba a preocuparle, pero sobre todo experimentaba un hondo sentimiento de cariño hacia todos los chicos que a menudo se dirigían a él dispensándole un trato casi de líder. Le parecía estar muy cerca de ellos, y no sólo de los castrati. No hacía mucho, el estudiante compositor Morello le había dado una copia de su reciente Stabat Mater con una nota que decía: «Tal vez algún día lo cantes.» Y hacía poco, Guido le había permitido por segunda vez encargarse de la instrucción de los chicos más pequeños, y la experiencia le había encantado, sobre todo al comprobar lo mucho que le respetaban.
Bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, algo relacionado con la capilla, la capilla de la condesa, ¿dónde estaba? El vino se le había subido a la cabeza, y la propia condesa parecía haberse esfumado. Claro que cualquiera de los criados sabría decirle dónde se encontraba la capilla. Guido también lo sabría. ¿Y dónde estaba Guido? Intuyó que no debía hacerle esa pregunta a Guido.
– Estoy como una cuba -susurró. Y al ver su reflejo en un cristal, exclamó-: ¡El hijo de tu madre!
Le pareció encontrarse en un salón vacío y sintió la necesidad de tumbarse, pero cuando otro sirviente se le acercó con el inevitable vino blanco, se lo bebió. Luego le tocó el brazo y le preguntó:
– La capilla, ¿dónde está? ¿Está abierta para los invitados?
Lo siguiente que recordaba era que seguía al hombre por las amplias escaleras centrales de la casa y por un largo pasillo hasta una puerta de doble hoja. La intriga le agitó el pulso. Vio que el criado alzaba la vela hasta los candelabros de la pared y luego se quedó solo en la capilla.
Era hermosa, ricamente adornada y realzada por prodigiosos detalles. Siguiendo la tradición napolitana había oro por todos lados, arcos labrados y columnas estriadas que ribeteaban los techos y ventanas con relucientes arabescos. Las estatuas de tamaño natural llevaban túnicas auténticas de terciopelo y satén. Y el mantel del altar estaba incrustado con piedras preciosas.
Recorrió el pasillo en silencio. Y en silencio se arrodilló en el cojín de terciopelo del comulgatorio y juntó las manos en actitud de rezar.
A la tenue luz vio los murales que vibraban sobre él, y le resultaba increíble que ella hubiese pintado aquellas inmensas y espléndidas imágenes: la Virgen María subiendo a los cielos, ángeles de alas arqueadas, santos de cabellos grises.
Robustas, poderosas, aquellas figuras parecían a punto de cobrar vida, y mientras las contemplaba sintió una oleada de amor por ella y se la imaginó a su lado, enfrascados ambos en una apasionada conversación en la que, por fin, escuchaba su voz. Oh, si un día pudiera pasar cerca de ella en la pista de baile y oírla hablar con su acompañante… En lo alto, el cabello oscuro de la Virgen le caía en ondas hasta los hombros, su rostro era un óvalo perfecto con los párpados entornados. ¿De veras era ella la autora? Resultaba difícil de creer que aquella exquisita imagen hubiera sido creada por el ser humano. Cerró los ojos.
Apoyó la frente en la mano derecha. Un cúmulo se sensaciones lo invadía. Se sentía desgraciado y obligado a darle a Guido una explicación de por qué había ido a aquel lugar.
– Sólo te amo a ti -susurró.
Aturdido por el vino, mareado, caminó con torpeza desde el altar hasta las puertas. De no haber encontrado un sofá en un saloncito del piso de arriba, se hubiese desplomado.
Se tumbó y cerró los ojos, y entonces oyó a su madre decir con toda claridad: «Tenía que haberme escapado a la Ópera», y se durmió.
Cuando se despertó todo estaba en silencio. Sin duda la fiesta ya había terminado. Se levantó con rapidez y se dirigió a lo alto de la escalera. Guido estaría furioso con él. Debía de haber vuelto solo a casa.
Únicamente quedaban unos pocos invitados esparcidos por las inmensas habitaciones y, en el piso de abajo, los criados recogían en silencio las servilletas y los vasos en bandejas de plata. El aire olía a tabaco, y un clavicembalista solitario, un aficionado, tocaba una animada cancioncilla.
Todavía había allí tres de los violinistas, hablando entre sí, y cuando Tonio reconoció a Francesco entre ellos, bajó las escaleras a toda prisa.
– ¿Has visto a Guido? -preguntó-. ¿Ha vuelto a casa?
Francesco estaba muy cansado, aquella noche había tenido que tocar en dos sitios distintos, y al principio hizo ademán de no comprender lo que le decía.
– Se va a poner furioso conmigo, Francesco. Me he dormido. Me habrá estado buscando -explicó Tonio, y entonces Francesco sonrió.
– No se enfadará -le susurró en un extraño tono confidencial. Guardó el violin en su funda, cerró la tapa y se puso en pie dispuesto a marcharse, pero al ver el rostro inexpresivo de Tonio, sonrió de nuevo y miró significativamente hacia lo alto de la escalera.
Tonio se inclinó hacia delante como si intentara oír las palabras que el violinista no había pronunciado. Francesco repitió el gesto con los ojos.
– Está con la condesa -dijo por fin-. Espéralo.
Durante un instante interminable, Tonio se limitó a mirar a Francesco. Observó cómo recogía su partitura, cómo se despedía de los demás y se marchaba.
Al quedarse sólo en uno de los extremos de aquella inmensa sala vacía, las palabras de Francesco cobraron pleno significado para él y se encaminó hacia las escaleras.
Intentó convencerse de que no era cierto, de que aquella afirmación carecía de fundamento. Tal vez lo había comprendido mal.
Francesco, claro está, ignoraba que Guido y él eran amantes, no lo sabía nadie.
Cuando llegó al final del largo y oscuro pasillo del piso de arriba, estaba temblando.
Se apoyó contra la pared. El aturdimiento anterior volvió a embargarle y de repente deseó hallarse lejos, muy lejos de allí. No obstante, se quedó inmóvil.
No tuvo que esperar demasiado.
En el otro extremo del pasillo, se abrió una puerta y en la luz que inundó la alfombra de flores, aparecieron Guido y la condesa. El cuerpo pequeño y rollizo de ésta seguía enfundado en un primoroso vestido de baile, pero llevaba el cabello suelto. Guido se volvió hacia ella con ternura para darle un beso de despedida.
Sus siluetas se fundieron en la oscuridad. Luego ella se fue y se llevó la luz. Guido caminó hacia las escaleras.
Tonio contempló todo aquello con mudo estupor. Ni siquiera cuando vio la inconfundible figura de Guido acercándose, fue capaz de emitir sonido alguno.
Cuando sus miradas se cruzaron y vio la expresión en el rostro de Guido, no le cupo la menor duda.