Hacia primeros de diciembre, Roma estaba obsesionada con la nueva ópera.
La condesa Lamberti iba a llegar de un momento a otro y, por primera vez en su vida, el gran cardenal Calvino había alquilado un palco para toda la temporada. Muchos nobles apoyaban a Guido y a Tonio, pero los abbati comenzaban a dejarse oír.
Todo el mundo sabía que eran los abbati quienes emitirían el juicio crucial la noche del estreno.
Eran ellos quienes decidían si algo era un plagio con sonoros silbidos, eran ellos quienes hacían salir avergonzados del escenario a los ineptos e indignos.
Cuando los abbati condenaban una obra, las grandes familias que ocupaban la primera y la segunda hilera de palcos no podían salvar una representación por más que lo intentaran, y éstos ya habían empezado a proclamar a voces su devoción por Bettichino. Bettichino era el cantante de la temporada; en aquellos momentos el cantante había depurado su estilo hasta llegar a la perfección, Bettichino había estado espléndido el año anterior en Boloña, era una maravilla ya antes de haber actuado en los estados germanos.
Si mencionaban a Tonio, era para mofarse de aquel advenedizo de Venecia que afirmaba ser patricio e insistía en utilizar su nombre de nacimiento. ¿Quién iba a creer aquella patraña? Cuando se ponían ante los focos, todos los castrati se inventaban un augusto linaje y contaban historias estúpidas para explicar por qué habían tenido que realizarse la operación.
Así pues, el linaje del que Bettichino decía proceder no dejaba de ser absurdo. ¿Descendiente de una dama alemana y un mercader italiano, y que conservaba la voz debido al desdichado ataque de un ganso cuando era niño?
A Guido, que escribía día y noche, sólo le llegaban fragmentos de aquellas conversaciones. Únicamente salía para atender sus asuntos en la villa de la condesa, había ido cancelando todas las visitas a las casas de los dilettanti a medida que se acercaba el día cumbre.
Sin embargo Tonio mandó a Paolo a la calle para que se enterara de cuanto se decía.
Paolo, encantado de verse libre de sus maestros, visitó a la signora Bianchi, que trabajaba con ahínco en los trajes de Tonio, y luego se acercó a los hombres que trabajaban entre bambalinas. Permaneció el mayor tiempo posible en los atestados cafés, fingiendo que buscaba a alguien.
Cuando por fin regresó, tenía el rostro congestionado y los ojos rebosantes de lágrimas.
Tonio no lo vio llegar.
Estaba absorto en una carta de Catrina Lisani en la que le comunicaba que muchos venecianos ya habían emprendido el viaje hacia la Ciudad Eterna sólo para verlo en el escenario. «Irán los curiosos -había escrito-, y también los que te recuerdan con gran amor.»
Aquello le produjo una ligera aunque no por ello menos desagradable conmoción. Vivía aterrorizado ante el inminente estreno. A veces ese terror era delicioso y vigorizante, otras lo vivía como un suplicio. Y en aquellos instantes, al saber que sus paisanos irían a verlo como si se tratara de un espectáculo de carnaval, lo invadió una sensación de frialdad que el calor del fuego no lograba aliviar.
Solía pensar en sí mismo como en un ser arrancado de cuajo del mundo veneciano, y ante cuya ausencia la gente había reaccionado apiñándose con indiferencia para ocupar el espacio que había dejado.
Enterarse de que allí la gente hablaba de la ópera, que comentaban todos sus pormenores le produjo una extraña e indefinible sensación.
Claro que hablaban porque el esposo de Catrina, el viejo senador Lisani, en una ocasión había intentado que se revocara el decreto de proscripción contra Tonio. El gobierno se había limitado a confirmar su primera decisión: Tonio no podría entrar nunca más en el Véneto sin que sobre él pesara la pena de muerte.
No obstante fue la última parte de la carta de Catrina Lisani la que le desgarró el corazón.
Su madre había suplicado ir a Roma. Desde el mismo momento en que supo de su contrato en el Teatro Argentina, había pedido hacer el viaje sola. Inflexible, Carlo se había negado, y aquella decisión había hecho enfermar a Marianna, que había sido confinada en sus aposentos.
«Hay algo de verdad en su enfermedad -había escrito Catrina-, pero quiero que entiendas que se trata de una enfermedad del alma. Pese a todas las debilidades de tu hermano, se ha mostrado muy atento con ella, y ésta es la primera desavenencia auténtica entre marido y mujer.»
Apartó la carta.
Paolo lo esperaba y advirtió que lo necesitaba. Algo lo había aterrorizado y apenas podía articular las palabras.
¡Su madre había querido ir a verlo! Jamás hubiera esperado semejante decisión. La fina membrana que separaba aquellas dos vidas parecía haberse roto de repente, como si de su madre emanara una suave, misteriosa y embriagadora sensación que lo invadía. En todos aquellos años, nunca había tenido una conciencia tan lúcida y completa de su presencia, el perfume de su pelo, hasta la textura de sus cabellos. Podía sentirla detrás de él, llorando enfurecida, pugnando por abrazarlo.
Aquellos sentimientos eran tan violentos e insólitos que se encontró de pie antes de darse cuenta de haberse levantado y empezó a pasear frenético por la habitación.
– ¡Tonio! -Paolo le tiraba de la manga-. ¡No sabes lo que dicen en los cafés! ¡Es terrible, Tonio!
– Calla, ahora no -le susurró. Pero mientras hablaba, la membrana empezó a cicatrizar y lo separó de ella, dejando todo aquel amor y desdicha fuera del alcance de Tonio, en esa otra vida a la que ya no pertenecía. ¿Y si se hubiese tratado de un cantante mediocre que llevase mucho tiempo separado de ella? ¿Qué hubiera significado saber que su madre quería estar a su lado?
«Eres un estúpido -se dijo-. No han hecho más que extender las manos hacia ti y tú les abres el corazón.»
Se irguió con dignidad, se giró, tomó a Paolo por los hombros y le alzó la barbilla.
– ¿Qué ocurre? Cuéntamelo. No puede ser tan terrible.
– Tonio, no sabes lo que andan diciendo. Según ellos, Bettichino es el mejor cantante de Europa. Dicen que es indignante que aparezcas en el mismo escenario.
– Siempre andan diciendo cosas como ésas, Paolo -le aseguró Tonio con dulzura, en un intento por tranquilizarlo. Sacó el pañuelo y le enjugó las lágrimas.
– No, Tonio, pero es que dicen que tú eres un don nadie que vienes del arroyo. No creen que pertenezcas a una noble familia veneciana. Dicen que te han contratado por tu físico. A Farinelli, cuando comenzó, le llamaban Il Ragazzo. Y dicen que tú serás La Ragazzina. Y si La Ragazzina no sabe cantar, te darán una dote para que te recluyan en el convento y nadie tenga que volver a escuchar tu voz.
Tonio se echó a reír muy a su pesar.
– Paolo, todo eso son tonterías -dijo.
– Tendrías que oírlos, Tonio.
– Todo eso sólo significa que el día del estreno el teatro estará lleno hasta los topes -lo tranquilizó Tonio, apartándole el cabello de los ojos.
– No, no, Tonio, no te escucharán. La signara Bianchi tiene miedo. Gritarán, berrearán y patearán, no te darán ni la más mínima oportunidad.
– Procuraremos que no sea así -musitó Tonio, aunque deseó que Paolo no lo hubiera visto palidecer. Estaba seguro de que la sangre había abandonado su rostro.
– ¿Qué vamos a hacer, Tonio? La signora Bianchi dice que cuando se ponen así incluso pueden conseguir que se cierre el teatro. La culpa es de la signora Grimaldi; ella fue quien empezó. Llegó a Roma y dijo que tú cantabas mejor que Farinelli. Y eso fue lo que les hizo decir todo eso de Farinelli.
– ¿La signora Grimaldi? -preguntó Tonio en un hilo de voz-. ¿Quién es la signora Grimaldi?
– Ya sabes, Tonio, está loca por ti. En Nápoles se sentaba siempre en primera fila y ahora ha calentado los ánimos. Anoche, en casa del embajador inglés, aseguró que eras el mejor cantante desde Farinelli, y que había oído a Farinelli en Londres. Y ya sabes cómo son los romanos. Están indignados y todo el mundo la crítica.
– Calla un momento, Paolo. ¿Quién es? ¿Cómo es?
– Oh, es esa chica rubia, Tonio, la viuda del primo de la condesa. Ahora es rica y se dedica a la pintura y…
El rostro de Tonio sufrió tal alteración que Paolo guardó silencio unos instantes.
– ¡Tonio! -Paolo le tiraba de la mano-. Antes de que ella llegara ya murmuraban, pero ahora están imposibles. La signora Bianchi dice que una turba como ésa puede hacer cerrar el teatro.
– Así que ha venido a Roma… -susurró Tonio.
– Sí, está en Roma. Preferiría que estuviera en Londres -afirmó Paolo-. Y ahora mismo está con el maestro Guido.
– ¿Qué quieres decir con eso de que está con Guido? -Tonio miró fijamente a Paolo.
– Están en la villa de la condesa. -Paolo se encogió de hombros-. Ella acaba de llegar. ¿Qué vamos a hacer, Tonio?
– Deja de decir estupideces -murmuró Tonio-. No es culpa suya. Toda la ciudad está excitada con la ópera, no pasa nada más. Si no dijeran esas cosas…
Tonio se volvió de repente y cogió el abrigo. Se arregló el encaje de la pechera y se dirigió al armario en busca de su espada.
– ¿Adónde vas, Tonio? -preguntó Paolo-. ¿Adónde vas?
– Mira, Paolo -dijo Tonio confiado-, Bettichino nunca les dejará cerrar el teatro. No creo que quiera quedarse sin trabajo.
Cuando llegó a la villa de la condesa, al sur de Roma, faltaba poco para el atardecer.
La mansión estaba rodeada de jardines con setos de hoja perenne recortados en forma de pájaros, leones y ciervos. El césped se extendía verde e inmaculado bajo el sol poniente, y el agua de las fuentes correteaba por doquier en rectángulos de hierba segada, en medio de senderos, bajo columnatas de pequeños árboles de tronco perfecto.
Tonio vagó por la sala de música recién empapelada y distinguió la silueta del clavicémbalo bajo una niveo lienzo blanco.
Se quedó inmóvil unos instantes, mirando el suelo; ya estaba a punto de salir de aquella estancia tan rápida y resueltamente como había entrado en ella cuando llegó un viejo portero, arrastrando los pies y con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
– La condesa todavía no ha llegado, signore -anunció el viejo con un sonido sibilante que surgía de sus secos labios-. Pero la esperamos en cualquier momento, en cualquier momento.
Tonio estaba a punto de murmurar algo acerca de Guido cuando vio un inmenso lienzo en la pared opuesta. El colorido le resultaba conocido, al igual que las diminutas figuras: unas ninfas que bailaban en círculo, sus escasas ropas transparentes que parecían suaves al tacto.
Sin darse cuenta se encontró acercándose a la tela. A sus espaldas oyó las palabras del viejo criado:
– Ah, la joven signora. Sí, ella sí está, signore.
Tonio se volvió.
– Regresará en cualquier momento. Esta tarde ha ido a la Piazza di Spagna con el maestro Guido.
– ¿A qué lugar de la Piazza di Spagna? -preguntó.
En el arrugado rostro del viejo apareció una sonrisa. Se balanceó de nuevo sobre las puntas de los pies sin soltarse las manos de detrás de la espalda.
– Al estudio de la joven signora. Es pintora, una gran pintora. -En su tono se adivinaba una ligera burla, pero tan leve e impersonal que podía estar dirigida al mundo entero.
– Tiene un estudio allí… -Era más una afirmación que una pregunta. Tonio contempló el círculo de ninfas de la pared.
– Ah, mire, signore, pero si acaba de llegar con el maestro Guido -dijo el viejo y por primera vez movió la mano derecha para señalar hacia la puerta.
Avanzaban por el sendero del jardín. Ella apoyaba la mano en el brazo de Guido y llevaba una carpeta, gruesa y pesada, aunque no tan grande como la que Guido portaba en la mano derecha. Llevaba un vestido de lino estampado que brillaba bajo la fina capa de lana y se había bajado la capucha de forma que la brisa jugaba con sus cabellos. Hablaba con Guido. Reía, y Guido, con la mirada baja, mientras la conducía por el camino, sonreía y asentía.
Tonio advirtió que se trataban con cierta familiaridad. Se conocían. Charlaban con gran animación, como si existiera una gran confianza entre ellos.
Cuando llegaron a la sala, Tonio apenas podía respirar.
– ¿Puedo dar crédito a mis ojos? -preguntó Guido con ironía-. Pero si es el joven Tonio Treschi, el famoso y misterioso Tonio Treschi, que pronto asombrará a toda Roma.
Tonio lo miró con expresión estúpida sin pronunciar palabra. La risa suave de la joven llenó el aire.
– Signore Treschi. -Ella le hizo una pequeña y apresurada reverencia y con un encantador y ligero acento dijo-: ¡Cuánto me alegro de encontrarlo aquí!
Desprendía una gran vitalidad, con sus ojos brillantes y luminosos, y el vestido floreado de alguna manera se añadía a esa impresión de ligereza y movimiento que la rodeaba, aun cuando se limitase a estar inmóvil.
– Tengo que mostrarte una cosa, Tonio -decía Guido. Había cogido la gran carpeta y la había dejado sobre la funda del clavicémbalo-. Christina lo ha terminado esta tarde.
– Oh, no, pero si no está terminado -protestó ella.
Guido sacaba un gran dibujo hecho a pastel.
– ¿Christina? -dijo Tonio. Su propia voz le sonó áspera y algo ahogada. No podía apartar los ojos de ella. Tenía un aspecto radiante. Tenía las mejillas arreboladas y aunque su sonrisa titubeó unos instantes, enseguida la recuperó.
– Tienes que perdonarme -intervino Guido-. Christina, creía que Tonio y usted ya se conocían.
– Oh, sí, claro que sí, ¿verdad, señor Treschi? -se apresuró a decir ella, al tiempo que le tendía la mano.
Él la miró, consciente de que los dedos de ella estaban prisioneros entre los suyos y de la suavidad de aquella carne. Era una mano de muñeca, tan diminuta… Resultaba imposible imaginar que aquella mano pudiese hacer algo tan grande, pero advirtió con un sobresalto que se había quedado inmóvil como una estatua y que tanto ella como Guido lo miraban fijamente. Se inclinó de inmediato para besarle la mano.
Sin embargo, Tonio no quería rozarla con los labios. Y ella debió de darse cuenta porque la alzó un poco y recibió el beso.
Tonio la miró a los ojos. De repente, le pareció vulnerable hasta lo indecible. Lo miraba como si se encontraran a gran distancia y ella dispusiera de todo el tiempo del mundo.
– Mira esto, Tonio -dijo Guido en tono desenfadado, pretendiendo no haber notado nada. Le mostraba el retrato a pastel que ella le había hecho.
Se trataba de un excelente estudio. En él, Guido estaba vivo, había captado a la perfección su aire triste, incluso el brillo amenazador de los ojos. La artista no había pasado por alto su nariz aplastada o la exuberancia de su boca, y sin embargo había plasmado su esencia, que transformaba el conjunto.
– Dime qué te parece, Tonio -insistió Guido.
– Tal vez podría posar para mí, signore Treschi -se apresuró a añadir ella-. Me gustaría pintarlo. En realidad, ya lo he hecho -confesó casi avergonzada, con un leve rubor-, pero sólo de memoria. No sabe cuánto me gustaría hacerle un retrato de verdad…
– Acepta la oferta -dijo Guido sin darle importancia, con el codo apoyado en el clavicémbalo-. Dentro de un mes, Christina será la retratista más famosa de Roma. Si no lo haces ahora, tendrás que concertar una cita y esperar a que te toque el turno, como a cualquier mortal.
– Oh, no, usted nunca tendrá que guardar turno. -Ella rió casi con alborozo, y su cuerpo cobró un súbito movimiento, empezando por sus rubios rizos, finos y ligeros en el aire que corría invisible por la sala-. Tal vez podría venir usted mañana -añadió con énfasis-. Tengo muchas ganas de empezar.
Sus ojos eran de un azul profundo, casi violetas, y hermosos hasta donde la imaginación pudiera alcanzar. Nunca en su vida había visto unos ojos como aquéllos.
– Puede venir al mediodía -seguía diciendo con un levísimo temblor en la voz-. Soy inglesa y no duermo la siesta, aunque si lo prefiere, puede visitarme algo más tarde. Me gustaría pintarlo antes de que se haga demasiado famoso y todo el mundo desee hacerle un retrato. Sería un honor para mí.
– Oh, con cuánta modestia se expresan estos niños con talento -se burló Guido-. Tonio, la joven signora está hablando contigo.
– ¿Va a quedarse a vivir en Roma? -le preguntó Tonio con un hilo de voz. Las palabras sonaron tan débiles que a buen seguro ella pensaría que estaba enfermo.
– Sí -respondió-. Aquí hay tanto que estudiar, tanto que pintar… -Entonces su expresión sufrió uno de aquellos espectaculares cambios, y con inusitada sencillez añadió-: Aunque tal vez sea mejor hacerlo cuando termine la temporada de ópera. Lo seguiré, señor Treschi. Seré una de esas mujeres enloquecidas que siguen a un cantante por todo el continente. -Sus ojos se ensancharon, pero su expresión era sería-. Si me encuentro demasiado lejos del sonido de su voz, tal vez no pueda pintar.
Tonio se ruborizó intensamente y, sorprendido, oyó reír a Guido.
¡Era tan joven! No entendía en absoluto las implicaciones de sus palabras. ¡No debería estar allí sola, sin la condesa!
Y tuvo que contemplarla, admirar sus exquisitos y blancos pechos aprisionados casi con crueldad bajo el rígido escote de encaje…
La sangre le ardía en el rostro.
– Eso sería maravilloso -intervino Guido-. Usted vendrá a todas partes adonde vayamos, aparecerán retratos de la gran Christina Grimaldi y todo el mundo hablará de ellos. Muy pronto nos llamarían para cantar ante públicos ignorantes pero deseosos de quedar inmortalizados al óleo o al pastel.
Ella rió, con las mejillas encendidas, inclinando la cabeza hacia un lado. Su blanco cuello estaba ligeramente húmedo, y unas pequeñas gotas de sudor se aferraban a los pómulos. Su voz denotaba una ligera tensión.
– La condesa vendrá con nosotros -prosiguió Guido con fingido aburrimiento-, viajaremos todos juntos.
– Perfecto -susurró ella; sin embargo se la veía algo decepcionada.
Tonio advirtió que la observaba como si hubiera perdido la cabeza. Apartó la mirada, intentó encauzar sus pensamientos. Incluso la frase más sencilla le suponía un esfuerzo. ¿Qué podía decir? Aquella charla no era adecuada para ella. Era una conversación descarada, propia de cavalieri serventi y mujeres adúlteras, pero en esa muchacha había pureza y buen juicio. Se había quedado viuda hacía poco y era como una mariposa luchando por salir de la crisálida.
En su fragilidad parecía inaccesible, exquisita y exótica. Tonio alzó los ojos para posarlos en ella de nuevo, para no dejar de mirarla. Y sin observar a Guido, percibió un ligero cambio en la actitud de éste.
– Hablando en serio, señor Treschi -prosiguió ella con el mismo tono informal-, he alquilado un estudio en la Piazza di Spagna y voy a vivir allí. Guido fue muy amable posando para mí; de ese modo pude estudiar la luz y tomar la decisión de arrendarlo.
– Sí, tuvimos que cambiar de sitio cada cinco minutos -dijo Guido fingiendo molestia-, y colgar docenas de retratos en las paredes. No obstante, en realidad, es un hermoso estudio. Y puedo ir a pie hasta allí desde el palazzo y ver pintar a Christina cuando esté cansado y de mal humor.
– Oh, claro, eso es lo que debe hacer -dijo ella con evidente agrado-. Puede venir siempre que quiera, y usted también, señor Treschi.
– Querida mía, no quisiera molestarla -dijo Guido-, pero si las doncellas tienen que trasladarse allí y hay que llevar los baúles, sería mejor que nos marchásemos ya. Si no, se nos hará de noche.
– Sí, sí, tiene razón -dijo ella-. Pero ¿vendrá usted mañana, señor Treschi?
Tonio se quedó callado unos instantes. Entonces se oyó pronunciar un leve sonido muy parecido a la palabra «sí», pero enseguida rectificó.
– No, no puedo. Lo siento, signora, pero tengo que practicar. Falta menos de un mes para el estreno.
– Comprendo -dijo ella en voz baja. Y tras brindarle de nuevo una radiante sonrisa, se disculpó y abandonó la habitación.
Tonio se volvió de inmediato hacia la puerta y llegó al sendero del jardín antes de que Guido lo cogiera por el brazo.
– Si no comprendiera tus motivos diría que te has mostrado excesivamente brusco -le espetó Guido con severidad.
– ¿Y cuáles son mis motivos? -le preguntó Tonio con los dientes apretados.
Guido parecía al borde de un acceso de ira, pero entonces frunció los labios y contrajo los ojos, como si contuviera una sonrisa.
– ¿Es que no lo sabes?