En el reino de Nápoles y Sicilia, Guido no encontró alumnos que merecieran ser llevados al conservatorio. De vez en cuando le presentaban a algún muchacho prometedor, pero no tenía valor para decirles a los padres que él recomendaría la castración.
En cuanto a los chicos ya castrados, no encontró ninguno a quien valiese la pena preparar.
Continuó su búsqueda en los estados papales, en la mismísima Roma y después más al norte, en la Toscana.
Pasaba las noches en posadas ruidosas, los días en carruajes de alquiler, a veces cenaba con los gorrones de alguna familia noble, guardaba sus pocas pertenencias en una raída maleta de cuero, y llevaba la daga sujeta a la mano derecha bajo la chaqueta para defenderse de los bandidos que por todas partes asaltaban a los viajeros.
Visitó las iglesias de las poblaciones pequeñas. Escuchaba ópera siempre que se le presentaba la ocasión, tanto en las ciudades como en los pueblos.
Cuando se marchó de Florencia, dejó a dos muchachos de cierto talento en un monasterio donde se alojarían, hasta que él volviera para llevárselos a Nápoles. No eran una maravilla, pero sí mejores que los que había escuchado hasta entonces, y no quería volver de vacío.
En Bolonia, frecuentó los cafés, conoció a los grandes representantes teatrales, pasó horas con los cantantes que allí se reunían en busca de un contrato para la temporada. Esperaba oír hablar de algún andrajoso muchacho dotado de una gran voz que tal vez soñara con los escenarios, que quizá deseara tener la oportunidad de estudiar en los grandes conservatorios de Nápoles.
De vez en cuando aparecían viejos amigos que lo invitaban a una copa, antiguos condiscípulos que le contaban sus hazañas con orgullo y cierto sentimiento de superioridad.
Pero todo resultó en vano.
Y llegó la primavera y mientras el aire se volvía más cálido y dulce e inmensas hojas verdes brotaban en las ramas de los álamos, Guido se dirigió hacia el norte, hacia el lugar que encerraba el misterio más profundo de toda Italia: la antigua y gran república de Venecia.