Tonio apenas pronunció una palabra hasta que llegaron a Bolonia, la grande y bulliciosa capital del norte.
Si sentía malestar, lo disimuló, y cuando Guido lo instó a que fuera a un médico, ya que siempre había peligro de infección, se opuso con resolución.
Su rostro parecía haberse transformado de forma indeleble. Se había alargado y las líneas de los labios mostraban una dureza antes inexistente. Los ojos conservaban aquel brillo febril aunque los mantenía muy abiertos y aparentemente ciegos al estallido primaveral de la campiña italiana.
Tampoco parecían ver las fuentes, los palacios, ni el bullicio en las calles de aquella gran ciudad.
Pero después de insistir en la adquisición de una espada con piedras incrustradas, un puñal y dos pistolas con el mango de nácar a pesar de su precio exorbitante, Tonio también se compró un traje nuevo y una capa a juego. Luego le pidió a Guido, con cortesía (hasta entonces se había mostrado respetuoso en todo aunque no dócil ni obediente), que le buscara un abogado especializado en asuntos relacionados con músicos.
Aquello, en Bolonia, no representaba ningún problema. Sus cafés rebosaban de músicos y cantantes de toda Europa, llegados expresamente para entrar en contacto con agentes y empresarios que pudieran buscarles trabajo para la siguiente temporada. Después de indagar un poco, enseguida localizaron el despacho de un competente abogado.
Tonio empezó a dictar una carta al Tribunal Supremo de Venecia.
Había realizado aquel sacrificio por su voz, declaró, y era imperativo que en Venecia nadie fuera acusado por aquella decisión suya.
Después de exonerar a sus antiguos profesores y a cuantos habían fomentado en él el amor por la música, prosiguió exculpando a Guido Maffeo y a todas las personas vinculadas al conservatorio de San Angelo, que no conocían su decisión antes de ser consumada.
Pero su mayor preocupación era evitar que de aquello se derivase alguna responsabilidad hacia su hermano Carlo.
«Como este hombre es ahora el único heredero de nuestro fallecido padre que puede casarse, es imprescindible que sea absuelto de toda responsabilidad por mis acciones, a fin de que pueda cumplir con sus obligaciones hacia su futura esposa e hijos», alegó Tonio.
Entonces firmó la carta. El abogado, que no había pestañeado ante su extraño contenido, firmó como testigo, al igual que Guido.
Se mandó una copia a una mujer llamada Catrina Lisani, con la solicitud de que todas las pertenencias de Tonio fuesen enviadas de inmediato a Nápoles. Había una última petición, ¿podrían pagar de inmediato una pequeña dote a Bettina Sanfredo, camarera del café de su padre en la plaza San Marco, para que pueda casarse dignamente?
Después, Tonio se retiró al monasterio donde se hospedaban y se dejó caer en la cama, exhausto.
En los días siguientes, Guido se despertaba a menudo por la noche y se encontraba a Tonio en el otro extremo de la habitación, completamente vestido, esperando el amanecer. A veces, antes de medianoche, se revolvía en sueños y hasta gritaba, luego se despertaba y su rostro aparecía tan inexpresivo e insondable como siempre.
Resultaba imposible saber el alcance del dolor que albergaba en su interior, aunque a veces a Guido le parecía ver ese dolor emanando de su cuerpo inmóvil mientras se apoyaba apático en el rincón del carruaje traqueteante. En ocasiones Guido sentía deseos de hablar, pero lo invadía la misma desesperación que había sentido aquella noche en Ferrara. Le humillaba que aquel muchacho lo hubiera oído llorar y le hubiese preguntado de una manera tan directa si aquellas lágrimas habían sido derramadas por él, y olvidaba que no le había dado a Tonio ninguna respuesta.
En Florencia, cuando por fin fueron a buscar a los dos chicos que Guido había dejado aguardando allí para conducirlos a Nápoles, Tonio se mostró visiblemente molesto por su presencia en el carruaje. Le resultaba imposible dejar de mirarlos.
En Siena, sin embargo, les compró zapatos y capas nuevas a los dos y en la mesa ordenó que les sirvieran dulces. Eran dos chicos tímidos y obedientes, de nueve y diez años, que no se atrevían a hablar o a moverse a menos que les dieran permiso para hacerlo. No obstante, Paolo, el más joven de los dos, era de carácter alegre, y de vez en cuando no podía reprimir una amplia sonrisa que obligaba a Tonio a desviar la mirada. En una ocasión, Guido despertó de una breve cabezada y descubrió que el chico se había acurrucado junto a Tonio. Estaba lloviendo y los relámpagos rasgaban el cielo sobre las suaves colinas de color verde intenso. Cada vez que resonaba un trueno, el chico se le acercaba más hasta que, al final, Tonio, sin mirarlo, acabó abrazándolo. Sobre los ojos de Tonio cayó un velo y cuando sus dedos agarraron la pierna del niño para sujetarlo con más fuerza, pareció presa de una súbita emoción incontrolable. Cerró los ojos mientras echaba la cabeza hacia un lado como si tuviera el cuello roto. El carruaje siguió dando sacudidas bajo la cálida lluvia primaveral camino de la Ciudad Eterna.
Si bien el sombrío esplendor de Roma no hacía mella en Tonio, al llegar al Porto del Popolo había desviado su obsesiva atención de los muchachos y la había fijado en Guido. Sus ojos, entretanto, no habían perdido ni un ápice de su malicia silenciosa. Implacables, se clavaban en Guido, sin perder detalle de sus andares, su manera de sentarse y el escaso vello oscuro que le poblaba las manos. En las habitaciones que compartían por la noche, Tonio observaba con descaro cómo Guido se desnudaba, estudiaba sus largos y aparentemente fuertes brazos, su pecho poderoso, sus anchas espaldas.
Guido soportaba todo aquello con resignación.
Sin embargo, empezó a afectarle aunque no sabía a ciencia cierta por qué. En realidad, su cuerpo significaba muy poco para él. Había actuado en el teatro del conservatorio desde pequeño vistiéndose, pintándose y disfrazándose de maneras tan distintas que sus propias peculiaridades le resultaban carentes de interés. Era consciente, por ejemplo, de que su gran envergadura lo haría muy atractivo para los papeles masculinos y que sus inmensos ojos, profusamente pintados, cobraban un aspecto sobrenatural.
Pero su desnudez, sus posibles defectos y las miradas escrutadoras le eran indiferentes.
Sin embargo, el descaro cruel de aquel chico comenzaba a irritarlo. Una noche, ya no pudo aguantar más, dejó la cuchara en el plato y le devolvió la mirada.
Los ojos de Tonio seguían tan hostiles e inamovibles que, por un momento, Guido pensó: «Este chico se ha vuelto loco.» Luego advirtió que la concentración de Tonio era tan absoluta que ni siquiera se había dado cuenta de que Guido también lo observaba. Era como si Guido fuera un ser inanimado. Cuando los ojos de Tonio se movían, ¿lo hacían por voluntad propia para posarse en su cuello o en la servilleta que llevaba atada? Guido no tenía ni idea. Tonio le miraba las manos y luego volvía a los ojos, parecía admirar una pintura.
La indiferencia de Tonio era tan completa, tan evidente, que Guido sintió un arrebato de ira. Guido tenía un genio terrible, el peor del conservatorio, cualquiera de sus alumnos podía atestiguarlo. En aquellos momentos, por primera vez, iba a sacarlo con el chico, enardecido por el cúmulo de mil pequeños resentimientos.
Al fin y al cabo, había hecho el papel de lacayo cumpliendo las órdenes de aquel niño.
Su odio inveterado contra todos los aristócratas empezó a aflorar; de pronto advirtió que lo estaba confundiendo todo y que Tonio había dejado la servilleta sobre la mesa y se había levantado.
Aquella noche, una vez más, habían reservado las habitaciones más lujosas que podía ofrecer la ciudad, en esta ocasión un famoso monasterio que alquilaba estancias amplias y exquisitamente amuebladas a los caballeros que podían permitírselo.
Tonio había abandonado el comedor privado donde los chicos seguían rebañando los platos y se había refugiado en un reducido jardín de altos muros.
Guido se quedó sentado pensando un buen rato y continuaba haciéndolo cuando llevó a los niños a la cama y los vio debajo de las mantas.
Mientras salía a la noche, seguía sin comprender su enojo. Sólo sabía que se sentía agraviado por aquel chico, por su mirada indiferente, por su eterno silencio. Intentó apelar al inevitable sufrimiento del muchacho, a su angustia incontenible, pero no podía. Hasta ese momento se había prohibido recordar aquello porque resultaba demasiado doloroso.
Cada vez que su mente lo obligaba a preguntarse qué le estaba sucediendo al muchacho, cuáles eran sus pensamientos, cómo se sentía, una obstinada voz en su interior repetía en un tono burlón de superioridad: «Pero si tú has sido siempre un eunuco, no puedes saberlo.»
Fuera cual fuese la razón, salió al jardín dominado por la rabia. A la luz de la luna vio una inmensa estatua recostada sobre un estanque en forma de concha, y la delgada y erguida figura de Tonio Treschi ante ella.
En Roma abundaban las estatuas de ese tipo, estatuas cuyas dimensiones son tres o cuatro veces las de un hombre. Se encuentran en cada rincón, en cada grieta de la ciudad, ante paredes, sobre puertas, dominando una infinita variedad de fuentes. Aunque en un gran palazzo o una iglesia su presencia no resultaría extraña, la sensación que provocan en un lugar pequeño puede ser desasosegante, sobre todo si uno se las tropieza de manera inesperada. Porque entonces se impone el sentimiento de lo grotesco. Las estatuas resultan gigantescas en esos espacios reducidos y sin embargo parecen tan humanas a la vez que de un momento a otro podrían empezar a respirar y extender sus inmensas manos para aplastar a los que se hallan a su alrededor.
Los detalles de las estatuas impresionan por sí solos. Los músculos que se mueven bajo el mármol, las venas en las manos, las hendiduras de las uñas de los pies, pero el conjunto se revela pavoroso.
Guido notó aquella desagradable sensación cuando salió del claustro en busca de Tonio.
Un dios se recostaba contra la pared, su enorme rostro barbudo colgaba hacia delante y, a través de sus dedos, abiertos al cielo, corría agua, que goteaba en la superficie del estanque iluminada por la luna.
Tonio Treschi contemplaba el torso desnudo y las anchas caderas que se fundían en un trozo de tela dejando al descubierto una pierna de poderosos músculos sobre la que descansaba todo el peso del gigante.
Guido desvió la mirada de aquel dios monstruoso, vio la luz de la luna fragmentada en las diminutas ondas del agua. Entonces, por el rabillo del ojo, se percató de que el chico se había vuelto hacia él. Sintió aquellos ojos ávidos e implacables moverse sobre su figura.
– ¿Por qué me miras? -le preguntó Guido de pronto, y sin poder evitarlo lo agarró por el hombro.
Percibió el asombro del muchacho. La luz de la luna reveló que su rostro se contraía, la boca no le obedecía, se movía con torpeza, en silencio, como si intentase hablar.
Los contornos duros y brillantes de su rostro juvenil se disolvieron en la impotencia, compungidos. De haber podido, hubiera pronunciado una negativa. Comenzaba, se detenía, desistía, sacudía la cabeza.
Guido también se sentía impotente. Extendió la mano con la intención de tocar al muchacho, pero la dejó suspendida en el aire y vio horrorizado que el cuerpo del muchacho se desmoronaba.
El chico agachó la cabeza. Levantó las manos y se miró las palmas abiertas. Las alargó como si quisiera coger algo en el aire o pretendiera tan sólo contemplarse los brazos. Sí, se miraba los brazos; de repente su garganta emitió un sonido, un gemido ahogado.
Se volvió hacia Guido, jadeó como una fiera que luchara por hablar, con los ojos cada vez más abiertos y desesperados.
De pronto Guido lo comprendió todo.
El chico aún jadeaba, todavía mantenía levantadas las manos, las miraba y de repente se golpeaba el pecho con ellas, y aquel gemido sofocado se convirtió en un grito gutural cada vez más poderoso.
Guido lo tomó entre sus brazos y sujetó aquel cuerpo rígido con todas sus fuerzas hasta que sintió que se aflojaba y enmudecía.
Tonio, que había permanecido inmóvil mientras lo conducía a la cama en silencio, había susurrado una palabra: «monstruo».