A partir del momento en que se decidió que Guido se dedicaría al mundo de la escena, en el brillante teatro de la ópera, noche tras noche, el trabajo fue abrumador. Allí observaba, cantaba en el coro si lo había, y se marchaba embriagado por los aplausos y el aroma de perfumes y polvos.
Durante aquella temporada y la siguiente, las composiciones que él había escrito fueron rechazadas, dejadas de lado en beneficio de interminables ejercicios.
No obstante, esos años estuvieron colmados de una intensidad tan espléndida que ni siquiera el despertar de la pasión consiguió desviar a Guido de su trayectoria.
Y hacía tiempo que Guido había aceptado que no podría sentir pasión alguna.
En realidad, el celibato lo atraía. Creía en los sermones que le predicaban. Como era eunuco, no le dejarían casarse, ya que el matrimonio era para engendrar hijos y el papa nunca había concedido una dispensa a un castrato. Así pues, viviría como un sacerdote, llevaría la única vida de virtud y gracia que le estaba permitida.
Como veía que los eunucos eran los sumos sacerdotes de la música, aceptaba esa vida de buen grado.
Si alguna vez sopesaba durante un instante el sacrificio que implicaba aquel sacerdocio, lo hacía con la muda esperanza de que jamás comprendería su alcance real.
«¿Qué significa todo eso para mí?», se preguntaba con poca convicción. Tenía una voluntad indestructible y cantar era lo único que le importaba.
Pero una noche en que había vuelto tarde del teatro, tuvo un extraño sueño en el cual se veía acariciando a una mujer que había vislumbrado en el escenario. Se trataba de una cantante menuda y regordeta. Lo que vio en el sueño fueron sus hombros desnudos, la curva de sus brazos y el punto en el que su gracioso cuello se alzaba por encima de la sinuosa plenitud. Se despertó sudando, desdichado.
En los meses siguientes, ese sueño se repetía otras dos veces. Se encontró besando a esa mujer, doblándole el brazo y besando el suave pliegue. Y una noche, al despertar, le pareció oír ruidos a su alrededor en el oscuro dormitorio, susurros, pasos. Luego, el sonido de una risa aguda y reiterativa.
Hundió la cabeza en la almohada. Una serie de imágenes desfilaron por su mente: ¿eran eunucos voluptuosos o mujeres?
Después de eso, en la capilla, no podía apartar los ojos de los pies de Gino, que estaba a su lado. El corte del cuero en el alto empeine del pie de su compañero hacía que a Guido se le formara un extraño nudo en la garganta. Contempló los músculos que se tensaban bajo las ajustadas medias de Gino. La curva de la pantorrilla le parecía hermosa, provocativa. Deseó acariciarla y, contrariado, vio que el chico se levantaba para ir a comulgar.
Una tarde de finales de verano apenas podía cantar, distraído como estaba admirando la chaqueta negra de corte ajustado que llevaba un maestro que se encontraba ante él.
Ese maestro estaba casado, tenía mujer e hijos. Iba todos los días al conservatorio a enseñar poesía y dicción, disciplinas que cualquier cantante debía dominar a fondo. «¿Por qué -se preguntó Guido- observo su chaqueta de este modo?»
Cada vez que el joven se volvía, Guido miraba la prenda que ceñía su espalda, el ajustado talle y el leve acampanado que formaba a la altura de las caderas, y también sintió deseo de tocarla. Cada línea de la prenda le hacía experimentar algo semejante a un intangible y mudo sobresalto.
Cerró los ojos y cuando los abrió de nuevo le pareció que el profesor le sonreía. El hombre se había sentado y, balanceándose en la silla, hizo un repentino movimiento con la mano para disponer más cómodamente el peso que tenía entre las piernas. Cuando miró a Guido, su expresión resplandecía de inocencia. ¿O no era así?
A la hora de la merienda sus miradas se encontraron de nuevo. Y también durante la cena, unas horas más tarde.
Cuando la oscuridad cayó, lenta y lánguidamente, sobre las montañas, y las ventanas de cristal ocre se volvieron de un negro mate, Guido se encontró recorriendo un largo pasillo que discurría ante habitaciones desde hacía mucho tiempo desocupadas.
Cuando llegó ante la puerta del maestro, vislumbró la tenue figura del joven por el rabillo del ojo. Una luz plateada procedente de una ventana abierta iluminó las manos enlazadas del hombre, su rodilla.
– ¡Guido! -susurró éste desde la penumbra.
Aquello era como un sueño. No obstante, le parecía más incitador y desatinado que cualquiera de los sueños que había tenido: el áspero roce de los tacones de Guido en el suelo de piedra, el golpe apagado de una puerta que se cerraba a su espalda.
Al otro lado de la ventana, unas luces centellearon en las colinas, perdidas entre las formas cambiantes de los árboles.
El joven se levantó y cerró los postigos.
Durante un momento, Guido no vio nada; su respiración era ronca y vibrante. Luego vio de nuevo aquellas manos luminosas en las que se concentraba todo lo que quedaba de luz mientras desabrochaban la bragueta de los pantalones.
Así que el pecado secreto que él había imaginado era conocido y compartido.
Avanzó como si su cuerpo no le obedeciera. Se dejó caer de rodillas y sintió la lisa piel sin vello del abdomen del maestro antes de atraer de inmediato hacia su boca el misterio de todo aquello, aquel órgano más largo y grueso que el suyo.
No necesitó instrucciones. Notó cómo se hinchaba mientras lo acariciaba con la lengua y los dientes. Su cuerpo se estaba convirtiendo en su boca, mientras sus dedos apretaban la carne de las nalgas del maestro, impulsándolo hacia delante. Los gemidos de Guido era rítmicos, desesperados, se elevaban por encima de los pausados suspiros de su compañero.
– Oh, despacio -le susurró el maestro-, despacio. -Pero, adelantando bruscamente las caderas, presionó contra Guido todas las esencias de su cuerpo, el vello húmedo y rizado, la carne salada y almizcleña. Al sentir la cima de su yerma e inexperta pasión, Guido profirió un gutural aullido.
Pero en ese momento, mientras se asía, debilitado y tembloroso por la conmoción, a las caderas del maestro, el semen del hombre lo inundó. Llenó su boca, que Guido abrió con una sed irresistible al tiempo que su amargura y su delicioso sabor amenazaban con asfixiarlo.
Inclinó la cabeza, se desplomó hacia delante. Y en ese instante advirtió que si no se lo tragaba de inmediato, le repugnaría.
No estaba preparado para que aquello terminara de una manera tan brusca.
Y entonces la náusea que lo invadió, le obligó a apartarse al tiempo que se debatía por mantener los labios sellados y no expulsar el líquido.
– Ven -susurró el maestro, intentando coger a Guido por los hombros. Pero Guido yacía en el suelo. Se había arrastrado hasta el clavicémbalo y se metió debajo, con la frente apoyada en la fría piedra, y ese frío le alivió.
Sabía que el maestro se había arrodillado junto a él y volvió el rostro hacia el otro lado.
– Guido -le dijo el hombre con dulzura-. Guido -repitió como si le riñera. ¿Cuándo había oído antes ese mismo tono seductor?
Y al oír su propio gemido, la angustia que contenía le sorprendió.
– No, Guido, no… -El maestro se había agachado a su lado-. Escúchame, jovencito -le instó con paciencia.
Guido se tapó los oídos con las manos.
– Escúchame -insistió el hombre, pasándole la mano por la nuca-. Tú haces que se arrodillen ante ti -le susurró.
Y cuando reinó el silencio, el maestro rió. Era una risa suave, tranquila, sin ánimo de burla.
– Aprenderás -le dijo poniéndose en pie-. Aprenderás cuando en tus oídos suenen todos esos «bravos», cuando te lancen flores y alabanzas.