Capítulo12

Lloraba. Lloraba como un niño pequeño y no le importaba. No podía aceptar lo que estaba ocurriendo. Guido lo había engañado, lo había herido a propósito. Y si al principio Tonio le había lanzado furiosas acusaciones, éstas eran producto del pánico, del intento desesperado por mantener lejos de sí el dolor que le causaba aquel descubrimiento.

Guido le hablaba en su habitual tono frío, sin inflexiones, sin concesiones. ¿Qué esperaba? ¿Excusas, mentiras, tal vez? Guido le recordaba que ya se lo había advertido, que ya le había avisado. Y que aquello estaba al margen del amor que existía entre ellos.

– Pero me has engañado -susurró Tonio. Sin embargo, era incapaz de controlar sus pensamientos, no podía seguir acusándolo con cierta coherencia.

– ¿Que te he engañado? ¿Es que crees que no te amo? ¡Tú eres mi vida, Tonio!

No aducía excusas alguna ni expresaba remordimiento. Ningún reconocimiento de culpa, nada, excepto aquella frialdad y una voz grave que repetía las mismas palabras una y otra vez.

– Pero ¿ha sido sólo esta noche o ha habido otras noches? Sí, claro que ha habido otras noches.

Guido no contestaba. Se quedó en silencio, con los brazos cruzados, los ojos clavados en Tonio, ajeno al daño que había infligido.

– ¿Desde cuándo? ¿Cómo empezó? -gritaba Tonio-. ¿Cuánto hace que yo no te basto? ¡Dímelo!

– ¿Que tú no me bastas? Pero si lo eres todo para mí -contestó Guido en voz baja.

– No vas a dejarla, ¿verdad?…

Guido no respondió.

Era inútil hablar. Tonio sabía que las respuestas no variarían, y el miedo a que el abismo pudiera abrirse bajo sus pies y que volviera aquel sufrimiento que le reabría viejas heridas lo dejaba sin sentido. El dolor se le hacía insoportable. Sacudía todas las fibras de su ser. Era como si el pequeño mundo que había construido para sí se tambaleara y amenazase con derrumbarse. ¿Qué más le daba haber conocido un sufrimiento peor? Aquello pertenecía al pasado; lo real, lo que importaba era aquel instante.

Quiso ponerse en pie, marcharse. No quería ver a Guido nunca más, ni a la condesa, ni a nadie, y sin embargo sabía que eso era impensable.

– Yo te amaba… -musitó-. Para mí no había nadie más, nunca ha habido nadie más.

– Y ahora me amas y para mí no hay nadie más que tú -dijo Guido-. Ya lo sabes.

– No digas nada, déjalo. Cuanto más hables, peor. Se ha terminado.

Pero en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, vio que Guido se acercaba a él.

Justo cuando creía que no podría contener su deseo de pegarle, se encontró volviéndose hacia él. Hundido en su sufrimiento no podía resistirse a Guido. Era como si pudiese protegerlo incluso de su propia crueldad.

– Tú eres mi vida -susurró Guido de nuevo.

Sus palabras sonaban atormentadas y anhelantes, y Tonio se entregó a él.

Los besos de Guido eran lentos e intensos. Parecía que la pasión se desbordaba en oleadas nítidas que transportaban a Tonio para debilitarse tan sólo un instante antes de henchirse de nuevo.

Una vez que hubieron terminado y permanecieron tumbados juntos, entrelazados, Tonio le susurró al oído:

– Enséñame a comprenderte. ¿Cómo puedes herirme y no sentir arrepentimiento alguno? Yo no te hubiera hecho daño por nada del mundo, te lo juro.

Le pareció que Guido sonreía en la oscuridad, no era una sonrisa desagradable, sino más bien triste y el suspiro que dejó escapar pareció amortiguado por el peso de algún viejo conocimiento.

En su abrazo había desesperación, y atrajo a Tonio más cerca aún, y lo retuvo allí como si temiera que alguien fuera a quitárselo.

– Con el tiempo lo entenderás -dijo-. Y ahora niño hermoso, muéstrame tu dulce generosidad.

A Tonio se le cerraban los ojos. No quería reconocerlo, pero incluso mientras se deslizaba de mala gana hacia sus sueños, tenía la certeza de que faltaba una gran pieza de aquel rompecabezas del que él sólo conocía su tamaño. Había miedos que lo inquietaban, miedos que no podía expresar con palabras; sólo sabía que en aquel momento Guido lo amaba y él amaba a Guido, y que si insistía en la pieza que faltaba, el dolor volvería a abatirlo.


Lo aceptó. Se sentía indefenso pero lo aceptó. En los siguientes días comprendió que aquella decisión había sido la más sensata, porque Guido le pertenecía más de lo que nunca le había pertenecido hasta entonces.

Sin embargo, Tonio había aprendido otra amarga lección: no era Guido quien lo mantenía alejado de la muchacha rubia. El recuerdo de su sentimiento de culpa aquella noche en la capilla por algo tan insignificante como mirar sus cuadros se le antojaba ridículo al comprender que podía abordarla sin tener que darle a Guido ninguna explicación. Sin embargo, no se decidía a hacerlo, y cada vez que ella se cruzaba en su camino se quedaba callado y lo invadía la tristeza.

En los meses que siguieron, el amor que sentía por Guido lo llenaría y lo serenaría. Había ocasiones en las que incluso el conocimiento de la relación que Guido mantenía con la condesa lo excitaba. Y de Guido recibía ternura y sumisión en mayor medida, tal vez porque éste recibía por fin el tan anhelado reconocimiento de su labor como compositor.


Cuando volvieron los meses de verano, acompañados de los inevitables festivales y procesiones, y las ocasionales excursiones al campo con Paolo, quedó claro que el prestigio de Guido había aumentado. El joven maestro se había convertido en un músico muy solicitado.

Le asignaban sólo los estudiantes más avanzados, mientras que los principiantes aprendían con otros maestros. Tonio era su mejor alumno y Paolo sorprendía a cuantos lo oían. Con estas credenciales, acudían muchos más cantantes de talento de los que podía aceptar.

Tenía bajo su mando el control absoluto del teatro de la escuela, y aunque no establecía diferencias en su trato despiadado, eso lo hacía más atractivo a los ojos de Tonio. Con la elegante ropa que Tonio le había regalado, el joven maestro tenía un aspecto impresionante.

Con la autoridad adquirida, sin embargo, el rostro de Guido se suavizó un tanto, cada vez se enfadaba menos. Su aire despreocupado provocaba en Tonio un secreto e irresistible placer al mero contacto de su mano.

El maestro Cavalla había recomendado a Guido que no presionara demasiado a Tonio. No obstante, el teatro brindaba a Guido la oportunidad de trabajar más a fondo con Tonio.

Bajo los focos podía examinar mejor las virtudes y defectos de Tonio. Aunque se mostraba implacable con los ejercicios y había escrito para él distintas arias, Guido decidió que era en el aria cantabile, el aria de la tristeza y la ternura donde Tonio se distinguía. Benedetto tenía una gran habilidad vocal, era capaz de hacer acrobacias con las notas altas para pasar acto seguido a la gama del contralto con asombrosa facilidad. El público se quedaba boquiabierto pero no se conmovía, algo que Tonio sí conseguía siempre que cantaba.


Mientras tanto, el monarca Borbón Carlos III, que llevaba dos años reinando en Nápoles, decidió levantar su teatro San Carlos. En cuestión de meses estuvo terminado y el viejo San Bartolommeo fue derribado.

Aunque todo el mundo se maravilló de la velocidad con que había sido construido, en la noche de la inauguración lo que provocó más exclamaciones de admiración fue su interior.

El San Bartolommeo había sido un viejo teatro rectangular. Éste tenía forma de herradura con seis hileras de palcos. Pero lo más asombroso no era tanto su impresionante magnitud como su prodigiosa iluminación. Cada palco tenía un espejo en la parte delantera y una vela a cada lado. Cuando las velas se encendían, los espejos amplificaban mil veces las diminutas llamas en todas direcciones. Era un espectáculo maravilloso, sólo comparable al talento de la prima donna Anna Peruzzi, y su rival, la contralto Vittoria Tesi, famosa por su destreza en los papeles masculinos. La ópera, Achule en Sciro, estaba sacada del último libreto de Metastasio, la música era de Domenico Sarri, compositor favorito de los napolitanos desde hacía muchos años.

Pietro Righini, uno de los mejores decoradores de la época, había sido contratado para diseñar el escenario de aquella gran producción.

Guido y Tonio ocuparon sus asientos en la primera fila de la platea, en enormes butacas con reposabrazos que con un abono podrían reservarse para toda la temporada operística. De ese modo, nadie podía ocupar el asiento del abonado. No importaba lo tarde que éste llegara, siempre lo encontraba libre. Además, entre una fila y otra había tanto espacio que una persona podía caminar hasta su butaca sin molestar a sus vecinos de asiento.

Todo el mundo sabía que al monarca no le interesaba la ópera, y hacían bromas asegurando que había construido un teatro tan grande para poder sentarse lo más lejos posible del escenario.


Los ojos de Europa estaban puestos en Nápoles más que nunca. Sus cantantes, sus compositores, sus músicos habían superado con creces a los de Venecia. Y hacía tiempo que habían eclipsado por completo a los de Roma.


Roma seguía siendo, sin embargo, el lugar obligado de debut para un castrato, al menos en opinión de Guido. Tal vez Roma ya no fuera cuna de cantantes ni compositores, pero seguía siendo el centro. Guido se lo recordaba a Tonio constantemente.

Los progresos de Tonio asombraban a propios y extraños. A pesar de haber interpretado cuatro arias en la ópera de otoño del conservatorio y salir con Guido por las noches, seguía comiendo junto a los otros estudiantes, pasaba el recreo de la tarde con ellos y se ocupaba de todas las tareas menores que le asignaban entre bastidores.


Poco después de sus segundas Navidades en Nápoles, Tonio tuvo un enfrentamiento con uno de sus compañeros de esgrima. El altercado resultó tan peligroso como su pugna con Lorenzo el año anterior.

Ocurrió un día en que Tonio estaba especialmente aturdido y se manejaba con una pereza y una indiferencia inusuales hacia todo lo que veía y oía.

Aquella mañana, una de las cartas de Catrina Lisani le había informado de que su madre había dado a luz un hermoso niño. El pequeño había nacido hacía cinco meses, llevaba en el mundo casi medio año.

Tonio fue presa de un progresivo desfallecimiento, y se encontró perdido en una inaudible plegaria. Que tengas los miembros ágiles y el ingenio brillante, casi susurraba. Que recibas todas las bendiciones de Dios y los hombres. De haber estado presente en tu bautizo, yo mismo habría besado tu tierna frente.

Una imagen recorrió su mente, una imagen surgida de sí misma, ya que vio su figura, alta y delgada, esa araña en que se había convertido, avanzando por aquellas habitaciones húmedas y enmohecidas. Vio un brazo interminable que se extendía para mecer la cuna del pequeño. Y descubrió a su madre llorando sola.

¿Por qué lloraba? Sus pensamientos se ordenaron poco a poco y comprendió que Marianna lloraba porque él había acuchillado a su marido. Carlo estaba muerto. Y su madre estaba otra vez de luto, y todas aquellas velas que su imaginación había pintado radiantes se habían apagado. De las mechas se elevaban pequeñas estelas de humo. De un extremo a otro de aquellos pasillos, el hedor del canal flotaba denso y palpable como la niebla invernal.

– Ah -dijo por fin en voz alta, doblando el pergamino-. ¿Qué querías? ¿Un poco más de tiempo?

Había algo más: ¡la carta de Catrina decía que Marianna ya estaba embarazada de nuevo!

Así, al llegar al salón de esgrima, cuando cruzaba la puerta, había empujado sin querer a un joven toscano de Siena. Un descuido, eso era todo.

Pero mientras se preparaba para el primer asalto, no pudo evitar oír un gruñido a sus espaldas. Alzó los ojos y experimentó aquella extraña sensación de desorientación que sintiera en la piazza San Marco la primera vez que había oído hablar de Carlo. Se quedó inmóvil, durante un instante de agonía le pareció caer en un sueño y se aferró a la visión del suelo barnizado que tenía delante, las altas ventanas, la habitación profunda y vacía. Las palabras lo atravesaron.

– ¿Un eunuco? No sabía que a los capones les estuviera permitido llevar espada.

Previsible y vulgar, y Tonio vio capones, esas aves emasculadas y desplumadas listas para comer, colgando del gancho del carnicero. Vio los espejos del salón de esgrima y reflejados en ellos a los jóvenes con pantalones negros y camisa blanca.

Advirtió que en la estancia se había hecho el silencio. Se volvió lentamente.

El toscano lo miraba. Sin embargo, sus facciones no causaban impresión, y hasta él llegaban susurros, ecos de susurros que procedían de todos los que estaban en el salón, pertenecientes a aquella gran hermandad de joven virilidad con los que había competido, luchado y a los que había vencido. Se quedó muy quieto, con los párpados entornados, a la espera de que los susurros adquirieran categoría de palabras que él pudiera entender.

Vagamente advirtió que el toscano tenía miedo. Los otros se removían incómodos y Tonio notó que una inconfundible corriente de cautela recorría la habitación. Veía los rostros inexpresivos, casi hoscos, de aquellos italianos del sur, casi percibía el olor de la transpiración.

Captó el miedo del toscano que crecía hasta convertirse en pánico, y con él un orgullo desesperado y aniquilador.

– ¡Yo no cruzo armas con capones! -gritó el chico con voz algo estridente, e incluso aquellos perspicaces italianos del sur se sobresaltaron.

A Tonio lo asaltó un extraño pensamiento. Advirtió la estupidez de aquel muchacho: prefería morir antes que quedar en entredicho ante la pequeña concurrencia. Tonio no albergaba ninguna duda de que podía matarlo. Entre todos sus compañeros, él era el más hábil en el arte de la espada. Mientras cobraba conciencia de su propia estatura, de la ira metálica que se iba apoderando de él, la insensatez de aquel acto se le presentó en toda su dimensión. Él no quería matar a aquel chico. No quería que muriera. Pero un hombre, sí, un hombre debía matarlo, un hombre hubiera encontrado aquel insulto insoportable.

Aquella certeza lo desconcertó y conmovió. El chico le estaba brindando una magnífica oportunidad… Sintió pena por él. Sin embargo, si dejaba crecer en él aquella duda, lo debilitaría.

Se vio a sí mismo desde fuera, contrayendo los ojos al tiempo que los fijaba en su rival y levantaba despacio la espada.

El toscano sacó el estoque con un agudo silbido y arremetió contra Tonio. Tenía la boca torcida por la crispación y el miedo, y Tonio esquivó el golpe e hizo un corte al muchacho en la garganta.

Éste dejó caer el arma y, resollando, se llevó las manos a la herida.

En este instante toda la sala se llenó de silenciosa agitación. Un grupo de jóvenes rodeó a Tonio y lo instó a que retrocediera, mientras otros se agrupaban en torno al toscano. Vio la sangre que manchaba la camisa del chico. El maestro de esgrima insistía en que fijaran un lugar y una fecha para el duelo fuera de la escuela.


Durante todo el camino de regreso al conservatorio, Tonio revivió retazos de aquellos confusos momentos, de los jóvenes que lo rodeaban, del contacto espontáneo y amistoso de sus manos.


Antes de medianoche, se presentó ante él un noble siciliano para comunicarle que el chico había recogido sus pertenencias y había huido. Le contaba aquello con expresión desdeñosa en su rostro aceitunado. Luego, desconcertado por la austeridad que presidía la decoración de la sala donde lo habían recibido, le pidió a Tonio que algún día fuera a cazar con él. Él y sus amigos iban con frecuencia a las montañas. Se sentirían muy halagados de contar con su compañía. Tonio le dio las gracias por la invitación, sin decir en ningún momento que la aceptaba.


Pocos días después, Guido y Tonio viajaron a las montañas del sur.

El tiempo era apacible, y juntos buscaron una de esas pequeñas poblaciones colgadas de los acantilados que se cernían sobre el mar, sobre unas aguas tan límpidas, azules y quietas que eran el espejo perfecto del cielo.

Tomaron una sencilla cena en una plazoleta y luego llamaron a una banda de rústicos cantantes, andrajosos pero alegres, que les cantaron unas bárbaras e ingeniosas melodías que ningún músico profesional se hubiese atrevido a componer.

Pasaron la noche en una posada, en un lecho de paja, bajo la ventana abierta al cielo.

A la mañana siguiente Tonio salió temprano, para pasear por lugares en los que crecía abundante hierba, salpicada por doquier con las primeras flores silvestres de la primavera, en el antiguo emplazamiento de un templo griego.

Sobre la hierba se hallaban esparcidas grandes ruedas de mármol estriado, pero aún se alzaban cuatro columnas contra el cielo, y cuando las nubes se desplazaron tras ellas, los pilares parecieron flotar ingrávidos, impulsados por un espectral movimiento propio.

Tonio encontró el suelo sagrado. Caminó por sus piedras quebradas hasta recorrerlo por completo y luego se tumbó en la fresca hierba que crecía por doquier, entre las grietas y ranuras. Contempló de lleno la luz cegadora y se preguntó si alguna vez en su vida había conocido una serenidad tan intensa como la que había experimentado el año anterior.

Dondequiera que fijase la vista, el mundo parecía vibrar con una fragancia y una belleza inmaculadas. No albergaba para él ningún misterio terrible, había desaparecido aquella incesante y agotadora tensión.

Se sentía serenado por el amor, por el amor hacia Guido, hacia Paolo, amor hacia todos los que eran sus leales amigos bajo el mismo techo, aquellos muchachos con quienes compartía trabajo, ocio, estudios, ensayos y representaciones, los únicos hermanos que conocía.

Sin embargo, la oscuridad seguía ahí.

Siempre ahí, a la espera sólo de la siguiente carta de Catrina, del insulto de aquel temerario y torpe toscano, pero durante todo ese tiempo le había resultado muy fácil evitarla.

Le parecía imposible haber confiado en que su odio y amargura lo mantendrían vivo hasta que los hijos de Carlo poblaran este mundo, lo que le permitiría volver para saldar sus cuentas.

¿En qué se había equivocado?

Algo fallaba en él, algo que le había hecho olvidar el daño infligido, los privilegios arrebatados. Se había sumergido con asombrosa facilidad en aquella rutina que constituía su vida en Nápoles y que en esos momentos se le antojaba mucho más real que su existencia anterior en Venecia.

Había vacilado ante el muchacho toscano. ¿Era por simple debilidad, o se trataba de un motivo superior y más valioso que pugnaba por revelársele?

De repente sintió la angustiosa certidumbre de que el mundo nunca le permitiría saberlo.

Le parecía del todo irreal haber vivido alguna vez en Venecia, haber visto la niebla apoderarse de aquellos inmóviles canales plomizos, o los muros que se alzaban tan juntos que amenazaban con tragarse hasta las mismísimas estrellas.

Cúpulas de plata, arcos redondeados, mosaicos que resplandecían incluso bajo la lluvia, ¿qué lugar era ése?

Cerró los ojos e intentó recordar a su madre. Intentó oír su voz, verla danzar al son de la música sobre el suelo polvoriento. ¿No recordaba una ocasión en que, al verla asomada a la ventana, se había agarrado a ella llorando? Ella cantaba una canción de la calle. ¿Pensaba acaso en Istanbul?

Extendió la mano hacia su madre. Ella se volvió para pegarle. Se sintió caer.

¿Había ocurrido de veras algo parecido?


Un instante después se hallaba de pie sobre la hierba. El terreno se desplegaba en todas direcciones. A lo lejos distinguió la silueta oscura de Guido.

Caminaba entre una gran extensión de flores diminutas que sembraban aquel vasto y hermoso lugar con hebras de nubes blancas.

La figura parecía inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un lado, como si escuchara el sonido de los pájaros lejanos o el eco del silencio.


– Carlo -susurró-. ¡Carlo! -repitió, como si no pudiera marcharse de aquel lugar sin materializar a su padre. Cerró los ojos al tibio sol, a los campos infinitos, y se imaginaba en aquella ciudad que tan bien conocía, al acecho, felino, mortal, hasta que en algún rincón oscuro e inesperado se encontraba con él y en su rostro se combinaban el sobresalto y el horror.

Oh, Dios mío, ¿qué daría yo por poder vivir un día, sólo un día, con ese cáliz lejos de mí?

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