Después de que se le curaran los cortes de las muñecas, Guido decidió quedarse en el conservatorio donde había crecido, dedicándose a enseñar con un rigor que pocos de sus discípulos podían soportar. Tenía talento, pero no compasión.
A los veinte años, había formado a varios alumnos excelentes que fueron a cantar a la Capilla Sixtina.
Eran castrati cuyas voces, sin el celo y el instinto de Guido, tal vez no hubieran llegado a nada. Por más agradecidos que se sintieran por la preparación que los había encumbrado, estaban aterrorizados por el nuevo maestro y se alegraban de abandonarlo.
En realidad, todos los estudiantes de Guido lo habían odiado en alguna ocasión.
En cambio, los maestros del conservatorio lo adoraban.
Si humanamente era posible crear una voz en alguien a quien Dios no se la hubiera dado, Guido era el único capaz de conseguirlo. Una y otra vez presenciaban asombrados cómo infundía maestría musical en alumnos que carecían de originalidad y talento.
A él enviaban los más torpes y aquellos pobres niños a quienes se había castrado mucho antes de que sus voces demostrasen alguna facultad.
Guido los convertía en sopranos aceptables, competentes y bien entrenados.
Sin embargo Guido odiaba a esos alumnos. No experimentaba ninguna satisfacción en sus pequeños avances. Según su entender, la música era mucho más valiosa que él mismo, por lo que desconocía el orgullo.
El dolor y la monotonía de su vida lo sumergían más profundamente en la composición, la cual había abandonado todos los años en que había soñado convertirse en cantante, mientras otros continuaron y habían visto ya interpretados sus oratorios e incluso sus óperas.
Sus maestros no parecían percatarse, pero aunque lo cargaban de alumnos de sol a sol, luego le reprobaban que trabajase a solas hasta altas horas de la madrugada.
La duda no era un componente de su dolor. Había perdido mucho tiempo en el desarrollo de sus facultades; aun así nunca desfallecía. Al contrario, apenas dormía y trabajaba de forma infatigable. Oratorios, cantatas, serenatas, operas enteras brotaban de él sin cesar. Sabía que sólo con que descubriera una gran voz entre sus pupilos, ganaría tiempo, y al escribir para esa voz, recuperaría los oídos que en esos momentos le eran sordos. Ésa sería su inspiración y el ímpetu que tanto necesitaba. Después llegarían otras voces dispuestas y deseosas de cantar lo que él compusiera para ellos.
Pero en las largas tardes de verano, cuando no podía soportar más la sofocante cacofonía del aula de prácticas, cogía la espada, se ponía el único par de zapatos decente con hebilla de pasta que tenía y sin dar explicación alguna salía a la ciudad efervescente.
Pocas capitales de Europa bullían el trasiego continuo de humanidad como el inmenso y destartalado puerto de Nápoles.
Bañada en la pompa y el esplendor de la nueva corte borbónica, sus calles literalmente hervían con todo tipo de hombres que acudían a visitar su magnífica costa, las impresionantes iglesias, castillos, palacios, la turbadora belleza de la campiña cercana, las islas. Y elevándose por encima de todo, el perfil majestuoso del Vesubio contra el cielo brumoso y el vasto mar que se extendía hasta el horizonte.
Carruajes dorados traqueteaban por las calles, con criados en librea colgados de las puertas pintadas y los lacayos corriendo a su lado. Las cortesanas deambulaban por los paseos, elegantemente ataviadas con encajes y joyas.
Arriba y abajo de las suaves pendientes, las calesas de un solo caballo se zambullían entre la multitud con el cochero gritando: «Dejad, paso a mi amo», y en cada esquina se apostaban vendedores de fruta y agua de nieve.
Sin embargo, en aquel paraíso donde las flores brotaban en las rendijas y las viñas cubrían las colinas, se cebaba la pobreza. Inquietos lazzaroni, campesinos, holgazanes, ladrones, vagaban sin rumbo por doquier, mezclándose con abogados, dependientes, caballeros, damas y monjes con sus túnicas pardas, o invadían los escalones de las catedrales.
Llevado por la multitud, Guido lo contemplaba todo con muda fascinación. Sentía la brisa marina. En algún momento estuvo a punto de ser arrollado por las ruedas de un carruaje.
De constitución fuerte y hombros anchos bajo su chaqueta negra, con los pantalones y las medias manchados de polvo, no parecía un músico, un joven compositor y mucho menos un eunuco. Por el contrario, era sólo uno más de los muchos caballeros andrajosos, a pesar de sus manos, suaves como las de una monja, con dinero suficiente para beber en todas las tabernas de los jardines en los que entraba.
Allí, en una mesa grasienta, apoyaba la espalda contra las enredaderas que cubrían la pared, vagamente consciente del zumbido de las abejas o del perfume de las flores. Escuchaba la mandolina de un cantante callejero. Mientras contemplaba el color del cielo, que se difuminaba desde el azul del mar para disolverse en una neblina rosacea, sentía que el vino sosegaba su pena, aunque en realidad el vino permitía que esa misma pena brotara.
Los ojos se le llenaban de lágrimas y cobraban un brillo peligroso. Le dolía el alma y su desdicha se le hacía insoportable.
Pero no comprendía del todo la naturaleza de ésta.
Sabía sólo, como cualquier otro maestro de canto, que necesitaba esos apasionados y dotados estudiantes a los que poder donar el legado completo de su genio. Y oía a esos cantantes, desconocidos aún, dar vida a las arias que había escrito.
Porque eran ellos los encargados de llevar su música a los escenarios y al mundo, eran ellos quienes representaban para Guido Maffeo la única posibilidad de inmortalidad que le había sido dada.
Sin embargo, también sentía el peso de su soledad.
Era como si su propia voz hubiese sido su amante, y su amante lo había abandonado.
Al imaginar a ese joven que cantaría como él ya no podía hacerlo, ese alumno al que confiaría todo su conocimiento, veía el final de su aislamiento. Por fin tendría a alguien que lo comprendería, alguien que entendería su obra. Cualquier distinción entre las necesidades de su alma y las necesidades de su corazón se disolvería.
Las estrellas tachonaban el cielo, centelleando a través de retazos de nubes que eran como la bruma del mar. Y lejos, muy lejos, perdida en la oscuridad, la montaña emitió un repentino relámpago.
Pero a Guido le eran negadas las voces prometedoras. Era un maestro demasiado joven para atraerlas. Los grandes maestros de canto como Porpora, que había sido profesor de Caffarelli y Farinelli, acaparaban a los mejores alumnos.
Aunque sus maestros estaban encantados con las óperas que escribía, seguía inmerso en una ciénaga de rivalidad. Sus composiciones eran «demasiado peculiares», se decía, o todo lo contrario, «imitaciones sin inspiración».
La monotonía de su existencia amenazaba con asfixiarle y cada vez veía con más claridad que un alumno valioso sería su salvación.
Para atraer buenos alumnos, primero debería crear un dios a partir de la vulgaridad que le era encomendada.
El tiempo pasaba. La tarea resultaba imposible. No era un alquimista, tan sólo un genio.
A los veintiséis años, desesperado porque sus deseos no se hacían realidad, consiguió que sus superiores le concedieran una pequeña asignación y permiso para viajar por toda Italia en busca de talentos nuevos.
– Tal vez lo encuentre -dijo el maestro Cavalla, encogiéndose de hombros-. A fin de cuentas, mirad lo que ha conseguido hasta ahora.
Y aunque les entristeció que se marchara por tanto tiempo, le dieron sus bendiciones.