Capítulo6

Cuando llegó al teatro el cansancio no lo había abandonado. Había llevado a Paolo a un pequeño café en el que ambos habían comido en exceso. Se sentía aturdido y el mundo vibraba a su alrededor. Los colores se desangraban bajo la lluvia que ahuyentaba a los enmascarados. Paolo se negó a comer si Tonio no lo hacía, y Tonio le dio demasiado vino.

Le resultaba casi imposible cantar. Sabía, sin embargo, que nada se lo impediría.

Y tan pronto como oyó a la multitud gritando y pateando, cuando vislumbró a Bettichino ya maquillado, su cuerpo transmutado en un orgulloso andamio de seda y armadura, la emoción habitual acudió en su rescate junto con su fuerza de voluntad.

Cuidó más que nunca su vestuario, realzó su cara con maquillaje blanco con la misma sutileza y arte del que Bettichino hacía gala, y cuando por fin apareció bajo los focos, era de nuevo el Tonio de siempre, y con su voz sólo pugnó un poco al principio para luego dejarla brotar en toda su intensidad. Percibía la excitación del carnaval entre el público, la adivinaba en sus ásperos y cariñosos gritos de bravo. Por un momento procuró contemplar con imparcialidad aquel teatro que se ponía en pie ante él, el oscuro vacío de sus rostros, y supo que aquélla era una noche de riesgos, trampas que permitirían a la imaginación alzar el vuelo.

Christina fue a los camerinos después del primer acto. Era la primera vez que lo veía tan de cerca vestido de mujer, y Tonio se puso una máscara de pedrería antes de dejarla entrar. No le sorprendió descubrir que su aspecto la seducía.

Al mirarlo, o al mirar a aquella mujer vestida de terciopelo ciruela y satén blanco, Christina contuvo una exclamación.

– Ven aquí, querida mía -dijo él en un tierno susurro sólo para sobresaltarla. Ella era un oficial del ejército con charreteras y pantalones ceñidos. Y mientras se aproximaba a él cobró el aspecto de un muchacho tímido, casi temeroso, y alzó la mano para tocarle el rostro. Él le sonreía, el espejo le devolvía la imagen de ambos, y después de acomodarse en una silla y extender las faldas a su alrededor, la sentó en su regazo. Vio las tirantes arrugas angulares que formaba el tejido de los pantalones entre las piernas y quiso acariciarlas. No obstante, se contentó con la seda de su cuello blanco.

Ella alzó la copa de vino y se lo dio a probar, luego lo besó con vehemencia, y él la giró despacio para poder contemplar la escena en el espejo. Aquella mujer alta y maquillada, con una máscara de gato adornada de lentejuelas, abrazada al joven de rostro exquisito sentado en su regazo.

Ella se volvió y recorrió con los dedos el contorno de su rostro. Le quitó la máscara y al ver los ojos pintados de Tonio a duras penas contuvo otra exclamación.

– Me asusta, signore -susurró él en aquel mismo tono femenino y misterioso, y ella, cuyo cuello se estremecía con una leve palpitación, fingió atacarlo.

Metió su pequeña mano por debajo de la camisa, acarició la desnudez bajo ella y al encontrar el pene erecto lo agarró con crueldad.

– Cuidado, querida -murmuró él entre dientes-, no vayamos a estropear lo que queda.

Ella rió sorprendida, luego se apretó contra él mientras soltaba un suspiro y se quedó inmóvil. Tonio nunca le había dicho nada parecido, nunca había aludido a su condición con tanta ligereza, y en aquellos momentos la miraba con indulgencia, como si se tratara de una chiquilla.

– Te quiero -musitó ella.

Tonio cerró los ojos. El espejo había desaparecido, y con él sus disfraces, o al menos eso le parecía. Y de nuevo se sumió en sus pensamientos recordando lo mucho que le gustaba de pequeño ser invisible en la oscuridad. Cuando la volvió a mirar, ella ya no veía pintura, ni peluca ni terciopelo ni satén, sólo a él, y era como si sus cuerpos se hubieran fundido en esas tinieblas.

– ¿Qué te ocurre? ¿En qué piensas cuando me miras de ese modo?

Tonio sacudió la cabeza, sonrió, la besó. Y en el espejo vio la imagen resplandeciente de ellos dos, perdidos en sus disfraces, pero formando una pareja perfecta.


Aquella noche, tan pronto llegaron al estudio, supo de inmediato que Guido había hablado con Christina.

Ella estaba dispuesta a dejarlo todo para acompañarle a Florencia en Pascua. Podía terminar los cuadros que tenía entre manos antes del final de la cuaresma, seguro que él podría esperarla hasta entonces, de ese modo harían el viaje juntos.

Ella caminaba deprisa por el estudio, asegurando que podía acabar a tiempo ese cuadro y que aquel otro estaba casi terminado. Necesitaba tan poco para viajar… Había comprado un maletín de piel nuevo para sus pinturas, planeaba hacer esbozos de las iglesias de Florencia, nunca había estado en Florencia, ¿lo sabía? Se arrancó la cinta del cabello en el momento preciso y éste se desparramó por su espalda.

Tonio se sentía más ágil y en cierto modo ingrávido, como siempre le ocurría después de la representación; su ropa masculina resultaba extremadamente ligera comparada con aquella armadura griega y aquellas faldas. Ella seguía vestida de chico, aunque llevaba suelto su hermoso cabello rubio maíz lo que la hacía parecerse a un paje o un ángel de alguna pintura antigua. Él la miraba sin pronunciar palabra, deseando que Guido no le hubiera dicho nada, aunque al mismo tiempo le había facilitado las cosas. Aquellas últimas noches con ella… aquellas últimas noches… ¿Qué había esperado Tonio que fuesen?

Mientras la contemplaba lo invadía el deseo y ella no daba muestras de tristeza ni de miedo.

Le hizo una seña para que lo siguiera al dormitorio, y de repente, ella se le echó a los brazos y permitió que la levantara en vilo y la condujera hasta la cama.

– Ganímedes -le susurró Tonio y percibió su voluptuosidad a través de los pantalones y bajo la dura pechera de su chaqueta.

Al igual que le sucediera en el café con Paolo, se sintió adormilado y sin embargo desesperadamente vivo, y dondequiera que posara los ojos lo cegaban los colores. Sintió la textura de las sábanas entre los dedos, la húmeda y cálida piel de los muslos de ella. Una luz azulada procedente de las velas bañaba sus hombros, y al abrazarla se preguntó cuánto tiempo podría retrasarlo. ¿Cuándo llegaría aquel dolor terrible y agudo?


Después de que Tonio venciera su resistencia con amor, Christina encendió de nuevo las velas. Sirvió vino para ambos y comenzó a hablar.

– Marcharé contigo a cualquier lugar del mundo -dijo-. Pintaré a las damas de Dresde y de Londres. En Moscú pintaré a los nobles rusos, pintaré reyes y reinas. Piénsalo, Tonio, todas las iglesias, los museos, los castillos de los países germánicos con su multitud de torres y almenas en lo alto de las montañas. ¿Has visto alguna vez esas catedrales del norte tan llenas de vitrales? Imagínatelo, una iglesia de piedra en vez de mármol, con arcos estrechos y muy altos, que se elevan hasta el cielo, y fragmentos de colores brillantes formando ángeles y santos. Piensa en ello, Tonio, San Petersburgo en invierno, una ciudad nueva construida siguiendo el modelo de Venecia y cubierta por una hermosa capa de nieve blanca…

En su voz no había desesperación, pero sus ojos tenían un brillo de ensoñación, y sin responderle le apretó la mano para instarla a que continuase.

En realidad Guido no le había arrebatado aquellas últimas horas de felicidad. Aquella nítida comprensión encerraba una belleza tan misteriosa…

– Iremos a todas partes los cuatro -decía ella-. Tú, Guido, Paolo y yo. Compraremos un gran carruaje y nos llevaremos a esa malvada signora Bianchi. Guido tal vez quiera traerse al bello Marcello. Y en todas las ciudades nos alojaremos en los lugares más suntuosos. Comeremos juntos, nos pelearemos juntos e iremos al teatro juntos, y yo pintaré durante el día y tú cantarás por la noche. Y si un sitio nos gusta más que otro, nos quedaremos y de vez en cuando nos escaparemos al campo para estar solos, lejos de todo, y a medida que pase el tiempo nos amaremos más y nos conoceremos mejor. Piénsalo, Tonio.

– Debería haberme fugado a la Ópera -murmuró él.

Ella se inclinó hacia delante, las rubias cejas fruncidas en profundo desconcierto, y cuando comprendió que no repetiría lo que había dicho, lo besó en los labios.

– Acondicionaremos la villa que te mostré hace un mes y ésa será nuestra casa. Volveremos a ella cuando nos cansemos de andar por el extranjero, Italia vibrará a nuestro alrededor. ¿Tanto te cuesta imaginártelo? Guido escribirá sonatas por las noches, y Paolo crecerá y será un gran cantante. Debutará en Roma.

»Permaneceremos juntos ocurra lo que ocurra, nos tendremos como apoyo, formaremos una gran familia, un clan. Lo he soñado miles de veces -afirmó ella-. Y si la vida ha hecho que se cumplieran mis sueños de niña trayéndote hasta mí, esto también puede hacerse realidad.

»¿Qué le dijiste a Paolo cuando te lo llevaste de Nápoles? -Christina hizo una pausa y lo miró fijamente-. El propio Paolo me lo ha contado: le dijiste que todo puede ocurrir, que todo es posible, incluso cuando menos lo esperas. Su vida es ahora un cuento de hadas en el que hay palacios, riquezas y la música nunca cesa. Tonio, todo es posible, todo puede ocurrir, tú mismo lo dijiste.

– Inocencia -dijo Tonio.

Se inclinó y la besó. Le acarició el rostro, maravillado una vez más por aquella pelusa inconcebiblemente suave y casi invisible que le cubría las mejillas, y le tocó el labio con la punta del dedo. Nunca estaría más hermosa que entonces.

– No, inocencia no -protestó ella-. Tonio, es nuestra elección.

– Escúchame, preciosa -le espetó casi enfadado, con un tono de voz algo más dura de lo que deseaba-, nos queremos profundamente, pero tú nunca has conocido el amor de los hombres, no conoces su fuerza, sus necesidades, su ardor. Hablas de las catedrales del norte, de piedra y vitrales, de diferentes clases de belleza. Pues bien, con los hombres sucede lo mismo, es una forma de amar diferente. Con el tiempo advertirás que la vida encierra secretos para ti en los actos más insignificantes, secretos que otros dan por sentado, como la fuerza propia de un hombre. ¿No ves, en definitiva, que eso es de lo que nos han privado a ambos, que eso es lo que me quitaron a mí?

»¿Cómo crees que me siento al saber que no puedo darte lo que cualquier bracero podría darte, el milagro de la vida dentro de ti, un niño en el que se fundiera todo nuestro amor? Y por más que protestes y ahora jures que me quieres, ¿cómo sabes que no llegará un día en que veas exactamente lo que soy?

Se dio cuenta de que la estaba asustando. La sujetaba por los hombros, que se le antojaron frágiles y exquisitos. Le temblaban los labios, y las lágrimas que acudían a sus ojos los hacían brillar casi incandescentes.

– No sabes lo que eres -objetó ella-. De otro modo, no me hablarías así.

– No estoy hablando de respetabilidad -replicó él-. Te creo cuando dices que no te importa el matrimonio, que no te importa que hablen de ti y te critiquen por amar a un cantante eunuco. Me has convencido de que tienes valor suficiente para vivir de espaldas a la sociedad, pero no sabes qué se siente al abrazar a un hombre, ¿y crees que podré soportar la mirada de tus ojos cuando te hayas cansado de mí y estés ya dispuesta a amar a otro?

– ¿Qué tiene de malo buscar en ti una dulzura insólita en los hombres? -dijo ella-. ¿Tan extraño te parece que prefiera tu fuego a otro fuego que pueda consumirme? ¿No ves cómo sería nuestra vida juntos? ¿Por qué habría de querer lo que cualquiera puede darme si te tengo a ti? Después de ti, ¿qué importancia tendría lo demás? ¿Cuál sería su valor? Tú eres Tonio Treschi, posees el talento y la grandeza que otros luchan en vano por conseguir. Oh, me enojas, me provocas para que te hiera porque no me crees. Y tampoco crees en un futuro juntos. Tomas esta decisión por los dos y yo nunca podré perdonártelo. ¿Comprendes? Te has entregado a mí tan poco tiempo… ¡Nunca te lo perdonaré!

Christina estaba inclinada sobre él, sus pechos desnudos tras un velo de cabello rubio, las manos cubriéndole el rostro. Sus sollozos eran cortos y ahogados y su cuerpo se convulsionaba. Tonio quiso acariciarla, consolarla, suplicarle que dejase de llorar, pero se sentía demasiado enojado, demasiado desgraciado.

– Eres despiadada -le dijo de repente. Y cuando ella lo miró, con la cara surcada de lágrimas e hinchada, él añadió-: Eres despiadada con el chico que fui y con el hombre que pude haber sido. Eres despiadada porque no ves que cada vez que te tomo entre mis brazos sé cómo hubiera sido si…

Ella le puso una mano sobre los labios. Él la miró perplejo y le apartó la mano.

– No. -Christina sacudió la cabeza y añadió-: Nunca nos hubiéramos conocido. Y te juro por lo más sagrado que tus enemigos son mis enemigos y quien te hace daño me lo hace a mí también, pero tú no sólo hablas de venganza. ¡Hablas de muerte! Guido lo sabe, yo lo sé. ¿Y por qué? Porque él debe saberlo, ¿no es cierto? Debe saber que eres tú quien va a matarlo por lo que te hizo. ¡Debe saber que vas a ser tú quien lo haga!

– Exacto -dijo Tonio en voz baja-. Exacto. Lo has explicado mejor y de una manera más simple que yo.


Mucho después de creerla dormida, secas ya las lágrimas, sus piernas calientes y húmedas entrelazadas con las suyas, la apoyó con suavidad en la almohada y salió al estudio. Se sentó junto a la ventana y admiró la gran extensión de diminutas estrellas. Las nubes de lluvia se habían alejado con un viento veloz, y la ciudad brillaba, limpia y hermosa bajo un creciente de luna. Miles de luces diminutas centelleaban en los balcones y ventanas, por las rendijas de los postigos rotos, en todas las callejuelas que se abrían a sus pies bajo los tejados relucientes.

Se preguntó si con el paso de los años Christina llegaría a comprender. Si en aquel momento retrocedía, estaría perdido para siempre, y ¿cómo viviría con aquella debilidad, con aquel espantoso fracaso de haber dejado que Carlo le arrancara y destruyera su vida y siguiera adelante forjándose una existencia a su medida?

Vio su casa de Venecia. Vio a una esposa espectral a quien nunca había conocido, vio una legión de hijos no nacidos. Vio las luces bañando el canal y el palazzo brillar y desvanecerse fundiéndose lentamente en las aguas. ¿Por qué me hicieron esto? Sintió deseos de decirlo a gritos, y entonces la sintió junto a él, a su lado.

Había apoyado la cabeza contra su costado. Tonio contempló sus ojos. Su vida carecía de sentido. Debía haber cometido alguna acción terrible o aquello no le hubiese ocurrido. No a Tonio Treschi, que había nacido con tan grandes augurios.

Pensamientos descabellados.

El horror del mundo estribaba en que millares de males caían sobre personas inocentes y nadie era castigado, y junto a la gran promesa no había sino dolor y deseo. Niños mutilados para formar un coro de serafines; su canto era un grito al cielo que el cielo no escuchaba.

Y él, una pieza más en aquel cruel juego, por el azar glorioso que le aguardaba en las callejuelas de Venecia. Había cantado con todo su corazón en las noches de invierno bajo estrellas como aquéllas.

¿Y si fuera posible lo que ella decía? La miró en la oscuridad, la pequeña curva de su cabeza, sus hombros desnudos por encima de la colcha que le cubría los pechos, y cuando alzó los ojos hacia él, Tonio vio el blanco inmaculado de su frente y la extraña configuración de su rostro.

¿Y si fuera posible que de alguna forma, en el margen centelleante del mundo, pudieran vivir y amarse y mandar al infierno todo aquello que les había sido dado a los demás?

– Te quiero -dijo Tonio. Y casi me has hecho creerlo, pensó. ¿Cómo podría dejarla? ¿Cómo podría dejar a Guido? ¿Cómo podría despedirse de sí mismo?

– Pero ¿cuándo te irás? -preguntó ella-. Si ya has tomado la decisión de hacerlo y nada puede detenerte…

Tonio sacudió la cabeza. Deseaba que ella no dijese nada más. No estaba resignada, no, todavía no, y no soportaba oírla fingir que lo estaba. La noche siguiente era la última representación de la ópera en Roma. Al menos les quedaba eso.

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