Fue después de la última carrera. Los caballos habían cargado contra el gentío, habían pasado por encima de algunos espectadores y los habían arrastrado con las pezuñas. El aire se llenó de chillidos aunque nada detenía su raudo avance hacia la Piazza Venecia. Los heridos y los muertos eran retirados. Tonio, en lo alto de la tarima de los espectadores, abrazaba a Christina, mirando hacía la piazza donde lanzaban unas grandes telas sobre las cabezas de los enloquecidos animales.
La oscuridad se posaba lenta sobre los tejados. Iba a comenzar la gran ceremonia de clausura del carnaval en las horas que precedían a la Cuaresma: los moccoli.
Por todas partes ardían las llamas de las velas.
Aparecían en las ventanas de la estrecha calle, en lo alto de los carruajes, de los postes, y en las manos de mujeres, hombres y niños sentados a las puertas de las casas, hasta que la ciudad entera brilló con el tenue centelleo de miles y miles de llamas. Tonio se apresuró a encender su vela con la del hombre que tenía al lado y tocó con ella el extremo de la de Christina al tiempo que un susurro crecía hasta estallar entre la muchedumbre: «Sia ammazzato chi non porta moccolo.» Muera quien no lleve una vela.
De pronto, una oscura figura se precipitó hacia delante y apagó la vela de Christina mientras ésta intentaba protegerla con la mano. «Sia amazzata la signorina.» Tonio se la prendió otra vez enseguida, luchando por mantener su llama fuera del alcance del mismo tunante que, con otro gran soplido apagó la vela de otro hombre con la misma maldición: «Sia ammazzato il signore.»
La calle era un mar de rostros tenuemente iluminados, cada uno de ellos protegiendo su llama al tiempo que intentaba apagar otra. Muera quien no lleve una vela, muera, muera…
Tonio tomó a Christina de la mano y bajaron de la tarima, soplando de vez en cuando sobre alguna llama vulnerable, al tiempo que quienes los rodeaban intentaban vengarse, y tras escabullirse hasta el grueso de la multitud cogió por el hombro a Christina, soñando con alguna calle lateral donde pudieran recuperar el aliento y reanudar los juegos amorosos con que se habían acosado el uno al otro durante todo el día en medio de vasos de vino, risas y una alegría casi desesperada.
Aquella noche la ópera sería breve, terminaría hacia medianoche, el momento que marcaría el inicio del Miércoles de Ceniza, y en aquellos instantes en la mente de Tonio no había lugar para otra cosa que no fuera el cielo estrellado que se extendía sobre sus cabezas y aquel gran océano de tiernas llamas y susurros que lo rodeaba. Muere, muere, muere. Su vela se había apagado, al igual que la de Christina, quien, jadeante, se abría paso a empujones y codazos. Tonio la abrazó y le abrió la boca con la suya, sin importarle que las llamas se hubieran extinguido. El gentío los levantaba casi en el aire, los arrastraba, era como estar dentro del mar con los pies en la arena, sacudidos por las olas que a la vez los sostenían.
– Deme fuego. -Christina se volvió hacia un hombre alto que había a su lado y luego prendió la vela de Tonio.
Su pequeño rostro tenía un halo misterioso, iluminado desde abajo, y aquellos suaves mechones de cabello estaban encendidos de oro. Apoyó la cabeza en el pecho de Tonio, con la candela contra él de forma que sus manos protegieran el fuego.
Llegó la hora de marcharse. La multitud empezó a dispersarse, los niños seguían soplando las velas de sus padres y los provocaban con la misma maldición, los padres los recriminaban y la locura disminuía y se trasladaba a los callejones laterales. Tonio se quedó inmóvil, en silencio, no quería perderse aquel último latido del carnaval, ni siquiera comparable a los postreros instantes de éxtasis en el teatro.
Las ventanas estaban aún iluminadas, sobre la calle colgaban farolas y los carruajes pasaban derramando su luz.
– Nos queda muy poco tiempo, Tonio… -susurró Christina. Era tan fácil tomarle la mano en contra de su voluntad… Ella tiraba de Tonio, pero él no se movía. Se puso de puntillas y le acercó la mano a la nuca-. Estás soñando, Tonio.
– Sí -musitó-. En una vida eterna.
Entonces la siguió hacia Via Condotti. Ella casi bailaba ante él, arrastrándolo como si su largo brazo fuera una correa.
Un niño se abalanzó contra él gritando «Sia ammazatto…» y Tonio levantó el brazo con una sonrisa de desafío y salvó la llama.
Lo que ocurrió a continuación sucedió tan deprisa que después no pudo reconstruirlo. De repente advirtió que una figura se alzaba ante él con el rostro contraído en una mueca.
– ¡Muere!
Christina lo soltó y él perdió el equilibrio, cayó hacia atrás mientras ella chillaba.
Cuando sintió el acero frío de otro cuchillo en la nuca sacó el puñal.
Lo empujó hacia arriba de modo que se arañó la mejilla, y lo clavó hacia delante repetidas veces en la figura que intentaba arrinconarlo contra el muro.
Justo cuando aquel peso se desplomaba sobre él, notó otra presencia a sus espaldas, y el repentino cierre del garrote alrededor del cuello.
Se debatió presa del terror con la mano izquierda, intentando agarrar el rostro que tenía detrás de la cabeza, mientras que con la mano derecha hundía el arma en el abdomen del hombre.
La noche se llenó de gritos y patadas. Christina chillaba pero él se asfixiaba y la cuerda le cortaba la carne. De pronto alguien se la quitó.
Se giró y se lanzó contra su atacante cuando un hombre lo cogió por ambos brazos y le gritó:
– ¡Estamos a su servicio, signore!
Lo miró fijamente. Era un hombre al que no había visto nunca y tras él estaban los bravi de Raffaele, esos hombres que llevaban semanas siguiéndolo, y sostenían a Christina con la intención de protegerla. A sus pies estaba el cuerpo del hombre al que había apuñalado.
Jadeante, se apoyó contra la pared como un animal acorralado, incrédulo, desconfiado, intentando comprender qué ocurría.
– Estamos al servicio del cardenal Calvino -le informó el hombre.
Y los bravi de Raffaele no lo habían atacado aunque también se hallaban allí.
La muchedumbre los rodeó con sus cientos de llamas y, de manera gradual, Tonio entendió lo que había sucedido: todos aquellos hombres habían salido en su defensa.
Miró al hombre muerto.
Se acercaron unos niños pequeños que retrocedieron entre un coro de exclamaciones, sin dejar de rodear con las manos sus preciadas llamas.
– Tiene que marcharse de aquí, signore -dijo el bravi y los hombres de Raffaele asintieron-. Tal vez lo aguarden más enemigos.
Mientras se lo llevaban, uno de los bravi se agachó junto al muerto y le abrió la chaqueta.