Era todavía la plácida hora de la siesta cuando llegó ante la verja, subió la escalera sin ser visto y encontró su pequeña habitación casi intacta. En aquel lugar lo invadió una paz manifiesta mientras miraba su baúl y las escasas prendas que alguien había sacado del armario para que él se las llevara.
Allí seguía la túnica negra. Tras quitarse la levita, se puso el uniforme y recogió del suelo la faja roja para anudársela alrededor de la cintura. Después de pasar en silencio ante el dormitorio extrañamente sosegado, bajó las escaleras y se dirigió al estudio de Guido.
Guido no se hallaba descansando.
El maestro alzó la vista del clavicémbalo y en sus ojos brilló aquel repentino destello de ira con el que siempre recibía cualquier interrupción, pero al ver allí a Tonio se quedó atónito.
– ¿Podría convencer al maestro de que me diera otra oportunidad? -le preguntó Tonio.
Permaneció inmóvil, con las manos a la espalda, esperando.
Guido no le respondió. Mostraba un semblante tan amenazador que por un momento Tonio experimentó un sentimiento contradictorio y violento hacia aquel hombre, pero un pensamiento emergió: aquel hombre debía ser su maestro allí. Resultaba impensable que pudiera estudiar con otra persona, y al imaginar a Guido caminando hacia el mar para destruirse sintió por un instante el peso de una emoción no manifiesta que, no obstante, lo había acosado durante veintiocho días. Cerró su corazón a ella. Esperó.
Guido lo llamó con una seña, todavía volcado de lleno en su música.
Tonio vio un vaso de agua en un pequeño pedestal junto al clavicémbalo y se lo bebió de un trago.
Cuando examinó la partitura, vio que se trataba de una cantata de Scarlatti; aunque no la conocía, sí sabía quién era el autor.
Guido atacó la introducción. Sus dedos, un tanto cortos parecían botar literalmente sobre las teclas, y entonces Tonio acometió la primera nota en el tono adecuado.
Pero su voz le sonaba excesiva, desconocida, descontrolada, y sólo mediante un tremendo acto de voluntad consiguió dominarla, mientras ésta se elevaba y descendía por los pasajes que su maestro había escrito, los ornamentos y variaciones que había añadido a la partitura original.
Al final le pareció que su voz era la correcta, casi rozaba la perfección, y cuando hubo concluido, le invadió la extraña sensación de ir a la deriva. Le parecía que había transcurrido mucho tiempo.
Advirtió que Guido miraba hacia la puerta. El maestro di cappella había entrado y él y Guido cruzaron una mirada.
– Repite este fragmento -le pidió el maestro, acercándose.
Tonio se encogió levemente de hombros. Aún no se sentía capaz de mirar de frente a aquel hombre. Bajó los ojos y, alzando despacio la mano derecha, se tocó el tejido de la túnica negra, como si se arreglara el cuello de forma maquinal. La túnica lo aprisionaba, lo hacía distinto en un sentido hasta entonces desconocido, y de forma imprecisa recordó los duros reproches de aquel hombre. Todo lo que se dijo entonces se le antojaba carente de importancia y perteneciente a un tiempo remoto.
Contempló las amplias manos del maestro, el vello de los dedos. Miró el ancho cinturón de cuero negro que ceñía su sotana y, debajo de ella, le resultó fácil imaginar la anatomía de aquel hombre. Entonces, levantó la vista despacio y vio la sombra de la barba afeitada que le oscurecía el rostro y la garganta.
Pero los ojos del maestro, a los que finalmente se atrevió a enfrentarse, le sorprendieron.
Eran dulces y la admiración y la expectación los agrandaba. Guido miraba a Tonio con la misma expresión. Ambos estaban pendientes de él, a la espera.
Suspiró y comenzó a cantar. Esta vez su voz sonó a la perfección.
Dejó que las notas subieran, siguiéndolas en su mente sin esforzarse lo más mínimo en modularlas. Llegaron las partes más sencillas y placenteras de la canción. A su voz le brotaron alas. En un indefinible momento, recuperó el gozo en toda su pureza.
La emoción que lo embargaba se traducía en un deseo incontenible de llorar.
Si hubiera tenido lágrimas que derramar, habría dado rienda suelta a su llanto, aunque no estuviera solo, sin importarle que lo vieran.
Su voz volvía a pertenecerle.
La canción había terminado.
Miró hacia el claustro donde la luz titilaba en las hojas de los árboles y sintió que una inmensa y deliciosa fatiga se extendía por su cuerpo. La tarde era calurosa y en la lejanía le pareció oír la suave cacofonía de los niños que practicaban.
Una sombra se levantó ante él. Se volvió casi con desgana y fijó la vista en el rostro del maestro Guido.
Entonces Guido le apoyó las manos en los hombros y Tonio, despacio, con voluntad incierta, se rindió a aquel abrazo.
No obstante, en su mente resonó el eco de otro momento, un momento en el que había tenido a alguien entre los brazos y había sentido la misma dulce, violenta y contenida sensación. Pero, fuera lo que fuese, había desaparecido. Ya no lo recordaba.
El maestro Cavalla se acercó a ambos.
– Tu voz es magnífica -afirmó.