Capítulo6

La montaña hablaba de nuevo.

Su redoble lejano rodó por las laderas iluminadas por la luna, un leve, informe y espeluznante sonido que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Un gran suspiro que se filtraba por las grietas y hendiduras de aquellas calles antiguas y serpenteantes. Parecía que en cualquier momento la tierra empezaría a combarse y a temblar como tan a menudo había hecho en el pasado, y echaría abajo aquellas cabañas y palacios que por alguna extraña razón habían sobrevivido a todos los holocaustos anteriores.

Por todas partes se veían balcones y tejados abarrotados de excitados rostros débilmente iluminados, vueltos hacia los relámpagos y el humo que surcaban el cielo, tan brillantemente alumbrado por la luna llena que parecía pleno día, mientras Tonio descendía la colina. Los pies lo llevaban a ciegas en dirección a las grandes piazzas y avenidas de la parte baja de la ciudad.

Mantenía la espalda erguida, caminaba despacio, con elegancia, la gruesa capa forrada de seda echada al hombro, la mano apoyada en la empuñadura de la espada, como si en realidad supiera adónde se dirigía, qué hacía, qué iba a ser de él.

El dolor lo aturdía. Una fuerte ráfaga de frío viento le había helado la piel, de modo que era consciente de las dimensiones de su cuerpo: cara fría, manos frías, piernas frías que avanzaban hacia el mar y el Molo, que retumbaba con los carruajes y caballos emplumados que galopaban frente a él.

De vez en cuando, un violento temblor lo sacudía, lo detenía, lo ponía un instante de puntillas para volver luego a hundirse, desorientado, y su gemido inconsciente se perdía en la multitud que lo empujaba desde todas partes.

Se abrió paso entre vendedores de dulces y buhoneros, hombres que ofrecían zumos de fruta y vino blanco, músicos ambulantes y encantadoras mujeres de la calle que pasaban rozándolo, y cuyas risas repicaban como cientos de campanas diminutas; todo ello bañado en un ambiente de mediodía festivo porque antes de que el volcán acabara estallando y los enterrara a todos bajo sus cenizas, tenían que vivir, vivir, vivir como si no hubiera futuro.

Sin embargo, esa noche el volcán no enterraría a nadie. Rugiría y escupiría sus ardientes piedras hacia el cielo despejado, mientras la luna se reflejaba en las olas, en aquellos que nadaban en el mar cálido y en los que jugaban en la orilla, inundándolos milagrosamente de luz.

Tan solo era Nápoles, tan solo era el paraíso, y eran la tierra, el cielo, el mar, Dios y el hombre, y nada de eso, nada, podía conmover a Tonio.

Nada podía conmoverlo, excepto su propio dolor. Ese dolor era un carámbano que le helaba la piel hasta los huesos y sellaba su cuerpo de forma que su alma quedaba inerte y encerrada en el interior, y al llegar por fin a la arena, a las aguas del Mediterráneo, se desplomó como si le hubieran asestado un último golpe fatal. Sintió por todo el cuerpo las cálidas salpicaduras del agua.

Le llenó las botas, le roció la cara, y entonces, alzándose sobre el estallido de las olas, en las cámaras secretas de sus oídos, oyó su propio llanto.

Estaba allí, en la espumeante orilla del mar, mirando de soslayo el paso de las ruedas doradas, los lacayos que corrían como espectros sobre las piedras sin que sus pies apenas tocasen el suelo, y los caballos embridados con tintineantes campanillas, suaves plumas y flores frescas, cuando de pronto, fuera del tráfico que recorría el amplio arco de la calle de un extremo a otro de la ciudad, llegó una calesa balanceándose hacia él el conductor saltó para tirarle de la capa al tiempo que con un gesto de honda preocupación le ofrecía el acolchado asiento del interior de su carruaje.

Tonio lo miró largo rato, vagamente confundido por toda aquella jerga napolitana.

Las olas del mar le acariciaron los pies. El hombre tiró de él con un gesto de alarma por aquellas hermosas ropas, la arena pegada en los pantalones, el agua que le salpicaba la pechera de encaje de la camisa.

De pronto, Tonio se echó a reír. Luego se incorporó y por encima del rugido de las olas y el estruendo del tráfico, dijo en el poco dialecto napolitano que sabía:

– Llévame a lo alto de la montaña.

El hombre retrocedió. ¿Ahora? ¿De noche? Era mejor ir de día cuando…

Tonio sacudió la cabeza. Sacó dos monedas de oro de la bolsa y se las puso al hombre en la mano. Tenía esa extraña sonrisa del que puede conseguir todo lo que desea porque nada le importa. Dijo:

– No, ahora. Lo más arriba que puedas llegar. A la montaña.


Avanzaron deprisa por los suburbios de la ciudad aunque hicieron un largo recorrido antes de alcanzar las suaves pendientes de la montaña, con sus hermosos huertos, los olivares bañados por la luz de la gigantesca luna y el rugido del volcán que se oía cada vez con más intensidad.

Tonio ya olía la ceniza. La sentía en el rostro y en los pulmones. Se tapó la boca, sacudido por un acceso de tos. Las casas, diminutas, se veían con todo detalle en la noche azulada. Sus ocupantes, sentados a las puertas, se pusieron en pie al ver la farola que avanzaba lentamente para volver a sentarse cuando el conductor fustigó al caballo.

Pero la cuesta era cada vez más empinada y la ascensión resultaba más difícil. Finalmente, llegaron a un punto a partir del cual el caballo ya no pudo subir más.

Se detuvieron entre unos olivares, desde donde Tonio vislumbraba el gran arco centelleante que formaba la ciudad de Nápoles.

Entonces se escuchó un leve rumor, tan difuso y alarmante que Tonio se encaramó a la calesa y el cielo se encendió para revelar una inmensa columna de humo perfectamente dividida en dos por un destello fulgurante, al tiempo que el rumor culminaba en un bramido ensordecedor.

Tonio saltó del carruaje y le indicó al conductor que se marchara. Éste protestó; sin embargo, cuando ya se iba, aparecieron otras dos figuras en la maraña de vegetación que poblaba la montaña rocosa. Eran guías que llevaban visitantes a la cima de día y que aquella noche estaban dispuestos a acompañar a Tonio.

El conductor no quería que continuara y uno de los guías también parecía reacio, pero antes de que se entablara una discusión, Tonio pagó a uno de ellos y tomó el bastón que le ofrecía como soporte, se ató la correa de cuero que colgaba de la parte trasera del cinturón del hombre y, así enlazados, fueron absorbidos por la oscuridad cuesta arriba.

La tierra lanzó otro rugido, acompañado de nuevo por aquel destello de luz que iluminaba los árboles dispersos y que descubrió una humilde vivienda cerca de la cumbre. Apareció otra figura justo en el instante en que una lluvia de pequeñas piedras inundaba el cielo y caían al suelo con un ruido sordo que lo hacía vibrar. Una piedra le golpeó el hombro ligeramente. Gritando, le indicó al guía para que continuase.

El hombre que acababa de aparecer agitaba los brazos.

– ¡No puede subir más! -advirtió. Se acercó a Tonio y dejó que la luna lo iluminase entre las ramas de los olivos. Tenía el rostro demacrado y los ojos desorbitados, como si padeciera una enfermedad-. Regrese. ¿No ve qué está en peligro? -le gritó.

– Adelante -ordenó Tonio al guía, quien sin embargo se detuvo.

Y entonces el hombre señaló un alto montículo de tierra que tenía delante.

– Anoche había aquí una plantación de árboles tan plana como ésta -dijo-. He visto cómo se levantaba y se combaba en cuestión de horas. Si sigue adelante hallará la muerte, se lo advierto.

– Vamos -le dijo al guía.

El guía clavó el bastón. Tiró de Tonio unos cuantos metros más cuesta arriba y luego se paró. Le gritaba y hacía señas pero el fragor de la montaña impedía a Tonio oír qué le decía. Le ordenó de nuevo que continuara, pero vio que el hombre había llegado al límite y que nada le haría seguir. El guía le rogó a Tonio que se detuviera en napolitano. Lo desató de la correa de cuero y cuando Tonio continuó subiendo, ayudándose con las manos, hundiendo los dedos en la tierra, el hombre gritó en italiano para que lo entendiera.

– ¡Signore! ¡Esta noche escupe lava! ¡No puede seguir!

Tonio se tumbó en el suelo y se protegió los ojos con el brazo derecho, mientras con la mano izquierda se tapaba la boca, y débilmente, a través de las partículas de ceniza que flotaban en el aire, distinguió el leve brillo de una estela de lava que seguía el contorno de la montaña y que descendía y se alejaba hasta desaparecer entre las formas imprecisas de la exuberante vegetación. Tonio siguió mirándola inmóvil. De lo alto llegaban más cenizas y de nuevo llovieron piedras sobre su espalda. Se cubrió la cabeza con ambos manos.

– ¡Signore! -gritó el guía.

– ¡Aléjese de mí! -le advirtió Tonio. Sin mirar atrás para comprobar si lo había obedecido, continuó ascendiendo la cuesta aferrándose con las manos a las raíces y los troncos chamuscados de los árboles, al tiempo que hundía la punta de las botas en el terreno blando.

Volvieron a caer piedras, los estallidos se sucedían rítmicamente, pero él no podía anticiparlos y tampoco le importaba. Se echaba al suelo una y otra vez para protegerse la cara y se levantaba tan pronto como le era posible, mientras el fuego iluminaba el cielo incluso a través de la neblina de cenizas, que se había transformado en una nube que lo envolvía.

Un ataque de tos le hizo detenerse. Luego siguió subiendo pero cubriéndose la boca con el pañuelo, y el avance se hizo más lento. Tenía las manos llenas de rasguños, al igual que las rodillas, y cuando la montaña arrojó piedras una vez más, éstas le produjeron cortes en la frente y en el hombro derecho.

La montaña emitió otro rugido, y el sonido creció y creció en intensidad hasta volver a convertirse en aquel temible bramido. La noche quedó de nuevo bañada de luz.

A través de los árboles medio muertos que tenía delante, vio que había llegado al pie del gigantesco cono. Se hallaba casi en la cima del Vesubio.

Alargó las manos para afianzarse en el suelo, clavando con fuerza los dedos en la tierra, pero el terreno se desmoronó y las rocas y guijarros se le metieron en la boca. De pronto notó cómo la tierra temblaba y se combaba hacia arriba. El trueno enfurecido lo ensordeció. El humo y las cenizas se arremolinaban en el gran destello cegador que se produjo casi de inmediato y que mostró el alto y yermo promontorio elevándose hacia el cielo. Tonio volvió a inclinarse, buscando a tientas un árbol que, como un último centinela, retorcido y torturado, vislumbraba a pocos metros de distancia; sin embargo, al caer notó que tiraban de él hacia arriba, al tiempo que el árbol se quebraba con un chasquido sobrecogedor.

La mitad superior del tronco se dobló hacia la derecha, pareció detenerse y luego acabó desplomándose con un ruido atronador. Un vapor abrasante se filtraba a través de las grietas que se abrían por doquier. El muchacho se encontró gateando, desesperado, hacia atrás.

Se pegó al suelo, la boca se le llenó de grava y se le pegaron hojas muertas en los párpados. Incluso ciego como estaba, divisó aquel destello rojo semejante a una explosión. Se agarró con fuerza y la tierra se lo llevó consigo, echándolo hacia un lado, aunque él permanecía inmóvil. El rugido creció y lo zarandeó. A pesar de que su garganta lanzaba gritos estremecedores, y las manos se le hundían en la tierra, no oyó ningún sonido procedente de sí mismo, la vida parecía haberse alejado de él para convertirlo en parte de la montaña y del rugiente caldero que ésta albergaba en su interior.

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