Capítulo14

A mediodía, Tonio caminaba por la Via di Toledo entre una gran multitud, cuando advirtió que ese día, el primero de mayo, se cumplían tres años de su llegada a Nápoles.

Parecía imposible, tenía la sensación de llevar allí toda la vida, de que nunca había conocido otro mundo.

Se detuvo, momentáneamente desorientado, aunque el movimiento del gentío lo arrastró. Entonces se volvió despacio, alzó los ojos al cielo azul inmaculado y sintió la suave caricia de una brisa cálida y envolvente.

Cerca de allí había una pequeña taberna con mesas fuera sobre el suelo adoquinado, a la sombra de dos viejas y retorcidas higueras, y Tonio se sentó y pidió una botella de Lacrima Christi, el vino blanco napolitano al que tanto se había aficionado.

Las hojas de las higueras proyectaban sobre las piedras unas inmensas sombras con forma de mano. El aire cálido, atrapado en la estrecha calle, parecía sin embargo estar en constante y suave movimiento.

Al poco rato ya estaba borracho. No había bebido ni medio vaso cuando lo invadió una felicidad inaudita mientras se recostaba en la tosca silla y contemplaba el incesante flujo de gente. Nápoles nunca se le había antojado tan hermosa. Y pese a todos aquellos aspectos que le desagradaban profundamente: la terrible pobreza que se extendía por doquier, la holgazanería de la que hacía gala su nobleza, se consideraba parte de aquel lugar, había llegado a entenderlo en sus propios términos.

Además, tal vez los aniversarios siempre evocaban en él un cierto sentido de celebración. En Venecia eran muy abundantes, y siempre iban acompañados de festivales. No era una manera de medir la vida, sino la manera de vivirla.

Después de los asuntos que había atendido aquella mañana, esa felicidad constituía un apacible alivio.


Se había pasado horas encerrado con el sastre. No podía evitar los espejos. La costurera le recordaba machaconamente lo mucho que había crecido. Medía un metro y ochenta centímetros y difícilmente podría pasar ya por un muchacho.

La lozanía de su piel, la exuberancia de sus cabellos, su expresión de inocencia se combinaban con la longitud de sus extremidades para proclamar a los cuatro vientos su condición.

Había momentos en que todos los cumplidos que recibía lo irritaban, y volvía a él el leve recuerdo de un hombre anciano en un desván, un hombre que denunciaba un mundo donde todo se supeditaba al paradigma del buen gusto. El buen gusto dictaba que una estampa como la suya fuera elegante, hacía que las mujeres le mandasen ofrendas y promesas de eterna adoración, cuando lo único que él veía en el espejo era la espantosa ruina a la que había sido condenada la obra de Dios. No podía evitar el horror que le producía contemplar el esquema de la creación malogrado hasta tal punto. A veces se preguntaba si los que sufrían alguna grave dolencia no sentían lo mismo que él, cuando perdían la sensibilidad en los miembros o las altas fiebres les provocaban la caída del cabello. Los enfermos graves lo atraían, los monstruos lo atraían, los enanos que veía a veces en los escenarios, los tullidos, dos hombres unidos por la cadera riendo y bebiendo, sentados en la misma silla. Aquellas criaturas lo absorbían y lo torturaban, se consideraba una de ellas bajo su magnífico disfraz de encaje y brocado.

Compró todos los tejidos que le mostró el sastre, una docena de pañuelos, corbatas, guantes que no necesitaba.

– Ojalá fueras invisible, larguirucho -le susurró al espejo.

Luego, tras la primera oleada de deliciosa euforia producida por el vino, esa alquimia inmediata del alcohol y el calor del verano, sonrió.

– Peor sería si fueras feo -se dijo-. O si hubieras perdido la voz, como le ocurrió a Guido.


Sin embargo, la pequeña cámara de tortura del sastre le había traído a la memoria las recientes discusiones con Guido y el maestro di capella, unas discusiones que no tenían visos de cesar en el futuro. Guido se había quedado muy decepcionado cuando Tonio rechazó el papel de prima donna en la ópera de primavera del conservatorio, afirmando que nunca haría de mujer. El maestro di capella había tratado de castigarle dándole un papel insignificante, pero Tonio no mostró ningún pesar.

Si algo lo había molestado de la ópera de primavera era que su amiga de cabello rubio no había asistido. Llevaba también un tiempo sin ir a la capilla, y tampoco la había visto en el último baile de la condesa. Aquello lo inquietaba.

En lo referente a actuar vestido de mujer, sus maestros no iban a dejar que se saliera con la suya. No compartían su opinión de que podía triunfar representando sólo papeles masculinos. Siglos atrás, los primeros castrati se habían dado a conocer interpretando papeles femeninos, y aunque las mujeres actuaban ya en todas partes, a excepción de los Estados Papales, los castrati seguían siendo famosos por esos papeles. Por otra parte, como en la ópera la mayoría de los papeles estaban escritos para voces altas, todo el mundo debía estar preparado para enfrentarse a cualquier exigencia. Hasta las mujeres representaban a veces papeles masculinos.

Un día, el maestro di capella lo llamó a su estudio y le dijo:

– Tú sabes tan bien como yo que necesitas esta experiencia antes de marcharte de aquí. El momento de tu debut ya casi ha llegado.

– Pero eso no es posible -adujo Tonio-. No estoy preparado…

– Calla -lo interrumpió el maestro-. Puedo juzgar tus progresos mucho mejor que tú. Sabes que tengo razón. También creo que te sería de gran ayuda actuar fuera del conservatorio aunque tú te niegues. Cada semana llegan invitaciones para que cantes en casas particulares, y tú sigues ignorándolas. ¿No te das cuenta, Tonio, de que esta escuela se ha convertido en un refugio para ti?

– Eso no es cierto -murmuró Tonio procurando disimular su enojo, pero sabía que el maestro tenía razón.

– Cuando llegaste -prosiguió el maestro-, cuando finalmente accediste a cantar, no creí que lo soportases. Pensé que no te adaptarías a la disciplina y temí ver a Guido decepcionado una vez más. Sin embargo, me sorprendiste. Te has convertido en un aristócrata de este pequeño lugar, lo has convertido en tu propia Venecia, aquí has brillado de la misma forma que podías haberlo hecho allí.

»Aun así, esto no es el mundo, Tonio, como tampoco lo es Venecia. Y ahora ya estás preparado para el mundo.

Después de una larga pausa, Tonio se volvió para encontrarse con los ojos del maestro.

– ¿Puedo confiarle un pequeño secreto? -le preguntó.

El maestro asintió.

– Nunca en mi vida había sido tan feliz como aquí.

El maestro le dedicó una cariñosa sonrisa teñida de tristeza.

– ¿Le sorprende? -preguntó Tonio.

– No -respondió el maestro-. Cuando alguien posee una voz como la tuya, no. -Entonces se inclinó sobre el escritorio-. Esa es tu fuerza, tu poder. Un día te prometí que si te lo proponías, lo conseguirías. Ahora voy a decirte algo más. Guido también está preparado para el mundo. Está preparado para escribir tu ópera de debut en Roma. Es paciente contigo porque no soporta verte sufrir, por eso espera. No obstante los dos estáis ya preparados, y para Guido, el trabajo y la espera ya han durado demasiado.

Tonio no replicó. Tenía la mente en blanco. Se limitaba a advertir que, en el curso normal de los acontecimientos, por aquel entonces ya sería un hombre. Se hubiera parecido a ese doble que tenía en Venecia, incluso hubiese hablado como él, y deseó poder recordar mejor el timbre de esa voz varonil. Cuando hablaba, sus palabras siempre eran dulces y moduladas porque era él quien les daba ese tono, y jamás se olvidaba de hacerlo, ni siquiera al reír.

– Seré duro -dijo el maestro-. Hay otros chicos preparados para salir a escena, preparados para sustituirte.

Tonio asintió, el hombre prosiguió.

– ¿Crees que no sé lo que te ocurrió? Año tras año, sólo he obtenido silencio de Guido y de ti. Pero sé lo que te ocurrió, lo que has sufrido.

– No lo sabe -replicó Tonio, airado-, porque no le ha ocurrido a usted.

– Te equivocas. En este mundo las acciones viles las comenten aquellos que carecen de imaginación. Yo tengo imaginación, sé lo que has perdido.

Tonio no respondió. No lo podía admitir. Le pareció un exceso de orgullo y vanidad, aunque todos las demás cosas que había dicho el maestro eran ciertas.

– Deme un poco más de tiempo -dijo Tonio por fin, más para sí mismo que para el maestro. Y el maestro, satisfecho de que lo hubiera comprendido, dio por terminada la reunión.


Ese día se cumplían tres años de su llegada a Nápoles.

En medio de aquella sensación de celebración festiva, de plácida euforia, comprendió con absoluta claridad que el maestro tenía razón.

Cuando regresó al conservatorio, era casi de noche. Había ido primero al Albergo Inghilterra, cerca del mar, y había alquilado un par de habitaciones. Su idea era llevar a Guido allí esa noche, y antes quería detenerse en una iglesia cercana para escuchar a Caffarelli. El famoso castrato llevaba un año en Nápoles y cantaba a menudo en el San Carlos; sin embargo para Tonio escucharlo aquel día cobraba un significado especial.

Al encontrar vacío el estudio de Guido, fue a su habitación.

Su maestro se había vestido ya para la velada con una hermosa levita de terciopelo rojo que Tonio le había regalado, y en la mano izquierda se estaba poniendo un anillo con una piedra preciosa engarzada. Llevaba el pelo cuidadosamente peinado, los densos rizos de un lustroso marrón chocolate, y sus ojos emitían un brillo insólito mientras se ponía un par de guantes nuevos de seda blanca. Calzaba zapatos con hebilla de cristal de roca.

– Oh, he estado preguntando por ti toda la tarde -dijo-. Quiero que vengas pronto a casa de la condesa. Cena algo ligero y no bebas más vino. Ésta es una noche especial, tienes que hacer todo lo que yo te diga, y no me des ninguna excusa; sé que no quieres venir, pero debes hacerlo.

– ¿Desde cuándo no quiero ir a casa de la condesa? -preguntó Tonio. Cuando Guido se vestía para salir le resultaba irresistible.

– Las últimas seis veces que has sido invitado -respondió Guido-, pero hoy debes hacerlo.

– ¿Y eso por qué? -inquirió Tonio con frialdad. Apenas podía creer en la ironía de todo aquello. Recordó la ilusión que Domenico había puesto en su pequeño plan, hacía unos años, en el mismo albergo, aquellas habitaciones junto al mar. Sonrió. ¿Qué podía decir?

– La condesa ha pasado por una penosa experiencia y éste es el primer baile que organiza desde su regreso. Su primo, el viejo siciliano que vivía en Inglaterra, ha muerto. Tuvo que traerlo de vuelta a Palermo para que lo enterraran. Supongo que nunca has visto un funeral en Palermo.

– En Palermo nunca he visto nada -dijo Tonio.

Guido revolvía los pliegos de partituras de su escritorio.

– Tuvieron que sentar al viejo en una silla para la ceremonia de la iglesia, y luego subirlo hasta las catacumbas de los capuchinos con el resto de la familia. Es una necrópolis subterránea, con cientos de cadáveres elegantemente ataviados, algunos en pie, otros tumbados. Todo el recinto está al cuidado de los frailes.

Tonio dio un respingo, había oído hablar de esos lugares.

Aquello, en el norte de Italia, sería inconcebible.

– Por las venas de la condesa corre tanta sangre siciliana que no la afectó demasiado, pero la viuda, una joven inglesa con la que se había casado, al ver las catacumbas sufrió un ataque de histeria. Tuvieron que sacarla de allí en brazos.

– No me extraña.

– En definitiva, la condesa ha regresado. Ha cumplido con su deber, ha enterrado a su primo y este baile significa mucho para ella. Así que, por favor, no tardes.

– ¿Y todo esto qué tiene que ver conmigo?

– La condesa te aprecia mucho, siempre te ha apreciado -respondió Guido-. Y ahora… -Rodeó con el brazo la cintura de Tonio y lo estrechó con fuerza-. Hazme caso, no tomes más vino.


Cuando llegó, la casa estaba en penumbras. Había salido de la iglesia después de que Caffarelli cantase su primera aria, y la música del castrato lo había emocionado y llenado de humildad a la vez. Ningún recuerdo de su actuación en Venecia lo había importunado; desde entonces había oído a Caffarelli en muchas ocasiones, y estaba sediento de su perfección, de aquella exuberancia de voz que implicaba la comprensión de múltiples detalles que rara vez encontraba entre quienes le rodeaban.

Intentó dejar que Caffarelli lo iluminara de una manera especial. Quería que Caffarelli, sin saberlo siquiera, le insuflara cierto coraje del que carecía.

Si eso había ocurrido, Tonio no lo sabía.

Era un placer llegar temprano a casa de la condesa y tener el privilegio de admirar todos aquellos dorados revocados a la luz de la luna. Entregó la capa al portero, dijo que, de momento, no deseaba nada, y cruzó solo una serie de habitaciones desiertas. Aquellos muebles austeros cobraban una apariencia espectral en la penumbra, parecían suspendidos sobre alfombras adornadas con escenas sólo a medias vislumbradas, y el aire cálido que entraba era dulce. Todavía no llegaba hasta él el olor a tabaco, a cera ardiendo, a perfume francés.

En realidad, no le importaba acudir a casa de la condesa, al contrario de lo que pensaba Guido. Simplemente le resultaba aburrido, sobre todo porque en las cuatro o cinco últimas veladas no había visto a la chica rubia. Tal vez estaría allí esa noche. La casa, abierta a la fragante noche con su zumbido de insectos y su aroma de rosas, representaba la auténtica esencia del sur. Incluso la numerosa servidumbre tenía una impronta marcadamente meridional: una legión de gentes abatidas por la pobreza, vestidas de encaje y satén, que trabajaban por nada, y llevaban sus pequeñas velas de una habitación a otra.

Salió a pasear al jardín. En realidad no le apetecía ver cómo la casa cobraba vida, y al mirar atrás, hacia el oscuro abismo del salón, vislumbró una lejana procesión de músicos que ya se dirigían al interior, con sus enormes cajas de violoncelos y contrabajos cargadas a la espalda. Francesco iba con ellos, llevando al hombro su violin, como si fuera un gran pájaro muerto.

Tonio desvió la mirada y contempló el creciente de luna. Estaba rodeado de limoneros perfectamente podados y envuelto en el tenue resplandor de los bancos de mármol en la alfombra de hierba. Ante él se abría un camino de piedra apenas discernible.

Empezó a recorrerlo. Cuando las luces brillaron con más intensidad a sus espaldas, cruzó la verja que daba a una gran rosaleda situada a la izquierda. Allí se podían admirar las flores más hermosas, que la propia condesa cuidaba personalmente, y quiso perderse entre aquella dulzura el máximo tiempo posible. Era el primero de mayo, el mundo lo hostigaba, los pensamientos se agolpaban en su mente, necesitaba estar a solas.

Pero al adentrarse en la rosaleda, vislumbró a lo lejos un gran resplandor procedente de una pequeña construcción no muy alejada de la parte trasera de la casa. Ante él se abría una puerta doble, y al acercarse, despacio, acariciando las flores a su paso, entrevió una espléndida colección de colores y rostros, y lo que parecía ser el cielo azul.

Se detuvo. Se trataba de una curiosa ilusión. Las puertas daban acceso a una especie de mundo turbulento y superpoblado.

Avanzó un poco y descubrió una habitación llena de pinturas. Un inmenso lienzo colgaba de la pared, pero otros reposaban aún en sus caballetes. Permaneció un largo rato contemplando aquellas obras que en la distancia parecían latir ya terminadas: grupos de caras bíblicas y formas tan perfectas como las que cubrían los muros de los palacios e iglesias que había visitado. Estaba el arcángel San Miguel conduciendo a los condenados al infierno, con la capa revoloteando bajo sus alas levantadas y su cara sutilmente iluminada por el fuego eterno. A su lado se encontraba el retrato de una santa desconocida para él, una joven que agarraba un crucifijo sobre su pecho. Los colores vibraban bajo la luz. Aquellas pinturas resultaban más tenebrosas, más solemnes que las que había visto en Venecia cuando niño.

Oyó un leve ruido proveniente de la habitación.

La quietud del jardín, su encubridora oscuridad, provocaban en él la deliciosa sensación de ser invisible, y avanzó unos pasos mientras se dejaba atrapar por la fragancia de la pintura, la trementina, el óleo…

Pero al alcanzar el umbral, advirtió que el artista se hallaba en su interior, entregado a su labor. No puede ser ella, pensó. Aquellas pinturas emanaban una autoridad, incluso una virilidad, ausentes en los etéreos y alegres murales de la capilla. Sin embargo, cuando vio la figura vestida de negro inclinada ante el lienzo, advirtió que se trataba de una mujer, una mujer que sostenía el pincel en la mano, y cuyo reluciente cabello dorado le caía por la espalda como una cascada.

Era ella.

Estoy a solas con ella, se le ocurrió de pronto. Se quedó completamente inmóvil.

Pero la visión de las mangas enrolladas por encima de los codos, el estado andrajoso de su camisa negra manchada de pintura, le causaron un pánico inmediato. Aquel aspecto desaliñado le daba un mayor encanto. Se deleitaba en la contemplación de aquel perfil suave, el rosa intenso de sus labios, el azul profundo de su mirada.

– Signore Treschi -dijo ella y su voz lo sobresaltó y le provocó una pequeña contracción en el pecho. Era un dulce temblor matizado al pillarlo desprevenido, tuvo que hacer un esfuerzo por responderle.

– Signorina. -Musitó la palabra y le hizo una leve reverencia.

Ella sonreía; en realidad, pareció contagiarse de un súbito regocijo, que confirió a sus ojos azules un hermoso brillo. Cuando se levantó de la silla, su camisa oscura, atada al cuello, se abrió, de forma que Tonio entrevió una franja de piel sonrosada sobre el corpiño del vestido negro. Sus pequeñas mejillas se redondeaban en una sonrisa. Todo en ella le pareció tan rotundo y real como si hasta entonces sólo la hubiese visto en lo alto de un escenario. Sin embargo, ahora la tenía ante él.

Llevaba el cabello peinado a la moda, con raya en medio y suelto en suaves bucles. Tonio se preguntó qué sensación le produciría tocarlo. En cualquier otro rostro aquella severidad se hubiera entendido como crueldad; sin embargo, sus hermosos rasgos no conformaban realmente su cara. Su rostro eran aquellos profundos ojos azules, las negras pestañas que los ribeteaban y la profunda seriedad que se había adueñado de ella súbitamente.

Su expresión sufrió una transformación repentina y Tonio temió ser el causante. En ese instante comprendió algo más acerca de ella: no sabía disimular sus emociones y pensamientos, a diferencia de las demás mujeres.

La joven no se movió, pero Tonio percibió una señal de alarma. Estaba convencido de que ella deseaba tocarlo y Tonio a su vez quería tocarla a ella. Casi sentía ya en las manos la tersa piel de su nuca, mientras con el pulgar le presionaba la mejilla; lo acometió una urgente necesidad de acariciar los delicados lóbulos de sus orejas. Se imaginó haciéndole cosas terribles y se ruborizó. Le parecía absurdo que ella estuviera vestida; los suaves brazos, la breve cintura, ese destello de carne rosada bajo la camisa, todo ello formaba parte de un ser delicioso que iba estúpida y artificialmente disfrazado.

Aquello era espantoso.

La sangre le latía en el rostro, inclinó la cabeza unos instantes y dejó que sus ojos vagaran por los rostros pintados que la rodeaban, los poderosos destellos de rojo púrpura, ocre tostado, oro y blanco que componían aquel deslumbrante universo que había salido de su pincel.

Sin embargo, ella era ineludible. Lo aterrorizaba. Hasta el tafetán negro de su vestido lo turbaba. ¿Por qué pintaba vestida de negro? La centelleante tela estaba surcada de color, pero ella era demasiado joven e inocente para vestir de negro, y al mismo tiempo tenía ese aire de negligencia, de leve abandono, que había percibido cada vez que sus ojos se habían encontrado.

Sonreía de nuevo. Con valentía, le sonreía y él tenía que hablarle, debía hacerlo. Intentaba decirle algo cortés y decoroso, pero no se le ocurría nada. De pronto, para su total confusión, ella le tendió la mano desnuda.

– ¿No quiere entrar, señor Treschi? -preguntó con el mismo temblor suave-. ¿No quiere pasar y sentarse un rato conmigo?

– Oh, no, signorina. -Le hizo una reverencia más acentuada a la vez que retrocedía-. No quisiera molestarla, signorina, y yo… nosotros… me gustaría… quiero decir que no hemos sido presentados.

– Pero si todo el mundo lo conoce, signore Treschi -dijo señalando levemente con la cabeza la silla que estaba junto a la suya. Aquel alborozo exquisito apareció repentinamente en sus ojos y se desvaneció como por ensalmo.

Ella le sostuvo la mirada en completo silencio al ver que Tonio no se movía y que se limitaba a observarla fijamente.

Siguieron mirándose hasta que Tonio oyó que el criado personal de la princesa lo llamaba repetidas veces: requerían su presencia en la casa.


Se apresuró a responder a la llamada. La mansión bullía ya con risas y música mientras Tonio recorría el pasillo de la primera planta y lo conducían a los aposentos de la condesa.

Entonces vio a Guido de pie, con la camisa de encaje abierta hasta la cintura. La condesa se estaba poniendo un fruncido traje de noche junto a su inmensa cama de lujosos cortinajes.

Se puso furioso y estuvo a punto de abandonar la estancia. Sin embargo, comprendió que la condesa no pretendía herirlo. Desconocía su relación con Guido, y cuando vio a Tonio, su rostro se iluminó.

– Oh, hermoso niño -le dijo-. Ven. Ven y escúchame. -Alzó sus pequeñas manos y con una seña le indicó que entrase en la habitación.

Tonio dedicó a Guido una mirada gélida y se acercó con una reverencia. Su menuda y rolliza figura emanaba calor, como si hubiese estado arropada bajo una manta o acabara de entregarse al amor.

– ¿Cómo tienes la voz esta noche? -le preguntó-. Canta para mí, ahora.

Se sintió ultrajado. Enfurecido, miró a Guido. Estaba atrapado.

– Pange Lingua -entonó ella, y su voz se disolvía en la frase latina completa con una belleza incomparable.

– Canta, Tonio -dijo Guido en voz baja-. ¿Cómo tienes la voz esta noche? ¿Bien? ¿Mal? -Tenía el cabello revuelto y su camisa abierta adquiría un aire casi sensual. Ahí tienes a tu hermoso niño, pensó Tonio. A tu querubín. Esto me pasa por amar a un campesino.

Se encogió de hombros y empezó a cantar el Pange Lingua a todo volumen.

La condesa retrocedió y emitió un grito sofocado. Tonio no se sorprendió de que su voz sonase plena y ultraterrena en aquella habitación tan llena de objetos.

– Marchaos -dijo la condesa, e hizo una seña a las doncellas que colocaban velas en los candelabros. Y tras rebuscar entre la ropa de la cama le tendió una partitura-. ¿Puedes cantar esto, hermoso niño? -le preguntó-. ¿Aquí? ¿Esta noche? -Ella misma respondió a la pregunta con un asentimiento-. Aquí, esta noche, conmigo.

Tonio fijó la vista en la cama por unos instantes. Todo aquello escapaba a su entendimiento. A menudo había oído hablar de la condesa, de su voz, tenía una gran reputación como aficionada, pero ya no cantaba.

Cantar allí, en aquella casa, ante cientos de personas, cuando Guido sabía que él no deseaba hacerlo. Se volvió hacia su maestro.

Guido le señaló la partitura con impaciencia.

– Tonio, por favor, despierta del sueño en el que vives y concéntrate en lo que tus manos sostienen -le dijo-. Tienes una hora para prepararlo.

– ¡Ni hablar! -gritó Tonio enojado-. Condesa, no puedo hacerlo, es imposible.

– Querido niño -le dijo en un arrullo-, debes hacerlo. Tienes que hacerlo por mí. He pasado unos días terribles en Palermo. Quería tanto a mi primo y él era tan estúpido, y su pobrecilla esposa, tanto sufrimiento para nada… Sólo hay una cosa que esta noche puede alegrarme el espíritu y es cantar de nuevo. Cantar contigo la música que Guido ha compuesto.

Tonio la miró detenidamente, la estaba estudiando, y concluyó que todo era mentira, una farsa. Sin embargo, parecía sincera. Sin poder evitarlo, leyó la partitura. Era la mejor serenata a dúo de Guido, Venus y Adonis, una serie de hermosas canciones. Por un instante, se imaginó cantándola, no en el aula de prácticas, con Piero, sino allí, en aquella casa.

– No, condesa, no puedo complaceros. Pedidme cualquier otra cosa.

– No sabe lo que dice -intervino Guido.

– Pero, Guido, nunca he ensayado esta pieza para interpretarla en público. La he cantado sólo en un par de ocasiones, con Piero. -Y luego, entre dientes, añadió-: ¿Cómo puedes hacerme esto, Guido?

– Querido niño -dijo la condesa-. En el otro extremo del pasillo hay una salita de música. Ve y ensaya. Tómate una hora, y no te enfades con Guido. Te lo estoy pidiendo yo.

– ¿No te das cuenta de que esta oportunidad representa un honor? -le dijo Guido-. La condesa va a cantar contigo.

Me han engañado, me han engañado, pensó. Al cabo de una hora, bajo aquel techo habría unas trescientas personas. No obstante, su pensamiento volvió a centrarse en la partitura. Conocía a la perfección la parte de Adonis, la dulce pureza que entrañaba e imaginó a los invitados que asistirían a la fiesta. Se lo estaban poniendo fácil, ¿no? Le estaban ahorrando el examen de conciencia y el calvario que suponía hacer acopio de fuerzas para enfrentarse al público. En silencio adivinó cómo sería si se limitaba a no oponer resistencia, cómo el horror se transformaría en euforia en cuanto viera todos aquellos ojos en él, y comprendió que no había escapatoria posible.

– Ahora vete y ensaya. -Guido lo empujaba hacia la puerta. Y entonces le susurró-: Tonio, ¿cómo puedes hacerme esto a mí?

Tonio fingió inflexibilidad, obstinación, aunque su rostro había adoptado un aire inexpresivo, soñador, lo sabía. Sintió que se aplacaba, que perdía la batalla, se perdía, y que aquél era el momento de avanzar hacia esa fuerza que tanto había anhelado para sí al escuchar a Caffarelli poco antes.

– Entonces, ¿piensas que puedo hacerlo? -Miró a Guido.

– Claro que sí -respondió éste-. Cuando te la mostré por primera vez, la tinta ni siquiera se había secado y la cantaste a la perfección. -De espaldas a la condesa, lo miró intensamente en su intento de transmitirle una muda confianza, una callada demostración de afecto, y le susurró-: Tonio, ha llegado el momento.


El momento había llegado, no cabía duda, y lo deseaba demasiado como para tener miedo. Se tomó, sin embargo, una hora y media antes de secarse el sudor de la frente con el pañuelo y apagar las velas del clavicémbalo para dirigirse hacia las escaleras.

Entonces, durante un instante, fue presa del pánico, y el temor lo venció. Porque se trataba de aquel inevitable momento, común a cualquier reunión, en que coincidían todos los invitados. Los que se iban temprano todavía estaban allí y los que llegaban tarde acababan de entrar. El volumen de charlas y risas subía paulatinamente hasta chocar contra las mismas paredes. El salón rebosaba de hombres y mujeres, sedas iridiscentes y pelucas blancas como velas navegando en un tempestuoso mar que entraba y salía por los espejos y las puertas abiertas de par en par.

Enrolló el pergamino de la partitura y con la mente vacía de cualquier otro pensamiento coherente empezó a bajar las escaleras. La mayor conmoción la recibió cuando se dirigía hacia la orquesta: Caffarelli acababa de llegar y besaba la mano a la condesa.

Bueno, aquello era lo último. Nadie esperaría de él que cantase delante de Caffarelli. Mientras sopesaba los pros y contras de su decisión, apareció Guido.

– ¿Necesitas más tiempo? -se apresuró a preguntarle-. ¿Estás listo?

– Guido, acaba de llegar Caffarelli -le susurró. Sus manos estaban húmedas y frías. Por un lado deseaba hacerlo y olvidarse de una vez por todas. Pero no podía cantar delante de Caffarelli.

Guido miraba con desdén en dirección al cantante castrato. Tonio lo vislumbró durante un instante, cuando los invitados retrocedieron. Incluso allí, el hombre exudaba la misma fuerza que había cautivado a Tonio en el escenario de Venecia. Lo oyó reír.

– Ahora, si haces lo que te digo, no tienes de qué preocuparte -lo tranquilizó Guido-. Deja que la condesa lleve el ritmo. Tú y yo la seguiremos a ella.

– Pero Guido… -empezó a protestar Tonio y entonces le fallaron las fuerzas. Aquello era un gravísimo error, pero Guido ya se marchaba de su lado.

Acababa de aparecer el maestro Cavalla con Benedetto. Guido se volvió al instante hacia Tonio y le ordenó que se situara junto al clavicémbalo y esperara.


No sabía qué hacer con los brazos. Tenía el pergamino en la mano, pero ¿a qué altura debía levantarlo? Entonces recordó que iba a cantar la propia anfitriona y que todo el mundo estaría obligado a prestar atención. ¿Cómo era posible que Guido le hiciera eso? El maestro Cavalla estaba mirándole, y también Benedetto. Alguien se había acercado a Caffarelli. El cantante asentía, y ¡oh, Dios!, ¿por qué se mostraba tan complaciente esa noche, si siempre era insoportable? ¿Por qué no había amenazado con estallar en cólera? Los ojos de Caffarelli se posaron en Tonio, tal como habían hecho durante un instante en aquel vestíbulo del teatro veneciano.

Los invitados empezaban a guardar silencio y aparecieron numerosos criados portando pequeñas sillas tapizadas. Las damas tomaron asiento y los caballeros se apostaron en los umbrales de las puertas como para impedir cualquier intento de fuga.

La menuda y regordeta mano de la condesa le había tocado la muñeca y se volvió para verla con los cabellos empolvados y delicadamente ondulados. Estaba muy bonita. Meneó la cabeza al tiempo que tatareaba los primeros compases de la primera canción, justo después de la introducción, y parpadeó.

Tenía la sensación de que olvidaba algo, de que debía hacerle una pregunta. Un pensamiento lo carcomía, aunque no conseguía definir de qué se trataba. Entonces advirtió que no había visto a la chica rubia. ¿Dónde se había metido? No podían empezar sin ella, sin duda le gustaría asistir a la actuación. Seguro que vendría, al cabo de un instante descubriría su rostro entre la concurrencia.

En la sala reinaba el silencio, sólo roto por los crujidos de los tafetanes, y Tonio observó con pánico repentino que Guido había posado las manos sobre las teclas. Los violinistas alzaban los arcos. La música comenzó con un hermoso fragmento de música de cuerda.

Cerró los ojos sólo por un instante, y cuando los abrió de nuevo, se sintió invadido por una calma absoluta, cálida, gradual, reconfortante hasta lo indecible, y en la cual su cuerpo moraba. La respiración recuperó su ritmo regular y experimentó un renovado alivio. Cada uno de los rostros que tenía ante él adquirió una forma precisa, mientras una masa compacta de colores se disolvía en una gama de doscientos matices que buscaban su lugar. Contempló por un instante a Caffarelli, que sentado entre hombres y mujeres guardaba un extraordinario parecido con un león.

Los violines hacían cabriolas. Le tocó el turno a las trompetas, con sus perfectas notas doradas, y entonces unos y otros vibraron al unísono, de modo que Tonio no pudo evitar seguir el ritmo. Cuando se detuvieron, para reanudar la melodía en un tono más triste y lento, se sintió flotar a la deriva, mientras una piadosa ceguera servía a sus ojos de escudo protector.

Vio que la condesa se dejaba llevar por las primeras notas del clavicémbalo. Acto seguido entraron los violoncelos, que emitieron unos acordes tan suaves como un pequeño suspiro. La condesa se mecía al compás de la música y cantó con voz grave y bruñida, de tal riqueza y embriagadora dulzura que la mente de Tonio se vació de todo pensamiento. La mirada de la condesa se apartó de la partitura para centrarse en él y Tonio no pudo reprimir una lenta y ancha sonrisa.

La expresión de la condesa rebosaba de alegría, sus pequeñas y regordetas mejillas se agitaban como fuelles, y le cantaba a él, le cantaba que lo amaba y que sería suya cuando él empezase a cantar.

Entonces ella llegó al final de la obertura. Se hizo el inevitable silencio y la voz de Tonio se alzó sobre un levísimo campanilleo del clavicémbalo.

Sostuvo la mirada de la condesa, observó la huella de su sonrisa en las mejillas y un leve asentimiento, aunque para él sólo existía el sonido agudo y dulce de la flauta entretejido con su voz. Subía y bajaba, para ascender cada vez más y más alto y caer de nuevo, hasta obligarlo a recorrer una serie de pasajes que afrontó con resolución.

Deseaba la voz de la condesa y ella lo sabía, y a medida que le respondía se iba enamorando de ella. Los instrumentos de cuerda vibraron y voló hacia ella en un aria más potente y veloz. Incluso la hermosa poesía que le dedicaba era sincera en todas y cada una de sus palabras.

La voz de Tonio seducía a la voz de la condesa, no sólo por sus respuestas, sino por la promesa de un momento sublime en el que ambas se unirían en una misma canción. Hasta las notas más suaves y lánguidas de Tonio contenían aquel mensaje, y los pasajes lentos de la condesa, plenos de oscuro colorido, comunicaban el mismo deseo vibrante.

Al fin entonaron juntos el primer duetto con tan dulce alborozo que ambos se mecieron con el mismo ritmo. Los ojillos negros de la condesa brillaron con un destello de aquiescencia, sus notas profundas se fundían a la perfección con las ardientes protestas amorosas de Tonio. Al filo de ambas voces pareció surgir un tercer sonido: la brillantez de los instrumentos de la orquesta que emergía un instante y luego moría para que ambos volaran libres.

Supuso una agonía alejarse de ella, cantarle, y la voz de la condesa le respondió con el mismo desconsuelo exquisito.

Al fin, las cuerdas vibraron de nuevo y el sonido de una trompeta guió a Tonio en sus requerimientos, su última oportunidad de pedirle a la condesa que lo aceptara, que se uniera a él, que se elevara con él. La condesa se inclinó hacia delante, se puso de puntillas, todos los músculos de su cuerpo se estremecían con las vertiginosas subidas de Tonio, hasta que en una carrera desenfrenada se lanzaron al duetto final.

La voz de la condesa se fundió con la suya. El rubor le cubría las mejillas y las lágrimas hacían brillar sus ojos. Su cuerpo menudo parecía incapaz de contener la potencia de su voz, mientras la de Tonio ascendía y ascendía desde sus poderosos pulmones y su lánguida y esbelta figura parecía desprenderse de la carne, inmóvil y elegante a medida que la voz fluía libre.

Ya había pasado.

Se había terminado.

La habitación rieló. Caffarelli se levantó de un salto y con un gesto ostentoso fue el primero en prorrumpir en aplausos que crecieron hasta ser atronadores.

La condesa se puso de puntillas para besar a Tonio, le tocó el rostro al percibir en él aquel aire de inefable tristeza, lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho.


Todo ocurrió muy deprisa. Caffarelli lo agarró por el hombro y, asintiendo en todas direcciones, pidió con un gesto un nuevo aplauso. A su alrededor se alzaron los más dulces y apasionados cumplidos; había cantado con gran maestría y por añadidura había conseguido que la condesa lo acompañara, lo cual representaba un privilegio. Su voz era extraordinaria, por qué no habían oído hablar antes de él, todos aquellos años en el San Angelo, ¿dónde estaba el maestro? ¡Qué magnífico libreto!

¿Por qué le resultaba tan duro escuchar todo aquello? ¿Por qué sentía un irreprimible deseo de marcharse? El discípulo de Guido, sí, el discípulo de Guido, y qué composición tan divina, por cierto, ¿dónde estaba Guido? Aquello era demasiado perfecto y, sin embargo, le resultaba insoportable. Si Guido estuviera allí, tal vez…

– ¿Dónde está? -le susurró a la condesa. El maestro Cavalla se acercó un instante, pero antes de que pudiera interpretar su expresión había desaparecido. La condesa reclamaba su atención.

– Tonio, quiero presentarte al signore Ruggiero -insistió como si fuera posible conversar en medio de todo aquel jaleo.

Hizo una reverencia al hombre, le estrechó la mano. Notó que alguien tiraba de él y vio que se trataba de la anciana marquesa que de nuevo le estampó dos besos en las mejillas. Sintió una oleada de afecto hacia ella, hacia aquellos ojos opacos, aquella piel arrugada y blanca e incluso hacia la mano que lo retenía con una fuerza sorprendente.

Entonces, apareció otra persona. La condesa hablaba con el signore Ruggiero y, de manera inesperada, se encontraron tan juntos que la condesa le pasó una mano por la cintura. Un pensamiento cobró forma en su mente.

– Condesa -susurró-, esa joven, la de cabellos rubios.

Advirtió que se había pasado todo el tiempo esperando verla aparecer, pero no había sido así. Una sensación de pesadumbre le quitó el habla mientras seguía haciendo gestos vagos para describir aquellos finísimos mechones.

– Tiene los ojos azules, pero un azul muy oscuro -murmuró- y un cabello tan hermoso…

– Claro, te refieres a mi prima, la viudita, por supuesto -dijo la condesa, que estaba ya presentándole a otro caballero. Se trataba de un inglés de la Embajada-. Está de luto por su marido, mi primo siciliano, ya te lo he contado, ¿verdad? Y ahora no quiere regresar a Inglaterra. -La condesa sacudió la cabeza.

– Viuda… -¿Había oído bien? Estaba haciéndole una reverencia a otra dama. El señor Ruggiero acababa de comunicar a la anfitriona algo al parecer de suma importancia. La condesa se alejó con su invitado y dejó solo a Tonio.

Una viuda. ¿Dónde estaba Guido? No lo veía por ninguna parte. De pronto distinguió al maestro Cavalla en el otro extremo de la sala, y a Guido con él, así como a la condesa y a aquel hombrecillo, el signore Ruggiero.

Alguien más lo retenía para felicitarlo entusiasmado por su magnífica voz y decirle que tenía que debutar en Nápoles, en el San Carlos. ¿Por qué los grandes cantantes preferían debutar en Roma?

Es viuda, pensaba, ¿era posible bañarla con una luz más sensual? ¿Era posible hacerla más apetecible, más accesible a sus ojos, después de haberse casado y enviudado, lo que la apartaba para siempre de aquel coro de ángeles al que él siempre había creído que pertenecía?

En aquellos instantes se excusaba con todo el mundo, mientras intentaba en vano recorrer aquella gran extensión de mármol para alcanzar las distantes figuras de Guido y del maestro.

Entonces vio a Paolo, ataviado como un pequeño príncipe, que corría entre la multitud hacia él y lo abrazaba.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Tonio, mientras devolvía el saludo a Sherzinski, el viejo conde ruso.

– El maestro me dio permiso para venir a escucharte. -Paolo se colgó de él. Estaba tan entusiasmado que se le trababan las palabras.

– ¿Qué quieres decir? ¿Él sabía que yo iba a cantar?

– Todo el mundo lo sabía-respondió Paolo, jadeante-. Piero también está aquí, y Gaetano, y…

– Ohhhh, Guido -susurró.

Aunque apenas pudo reprimir una carcajada.

Empezó a avanzar tirando de Paolo y vio que Guido, el maestro y el hombre de tez oscura desaparecían.

Cuando llegó al pasillo, ya habían entrado en algún salón y todas las puertas estaban cerradas. Se detuvo para recobrar el aliento y saborear aquella deliciosa excitación.

Era tan feliz que cerró los ojos y se limitó a sonreír.

– ¿Así que todo el mundo lo sabía? -preguntó.

– Sí -respondió Paolo-, y has cantado mejor que nunca. No lo olvidaré mientras viva.

De pronto, aquella carita se contrajo como si estuviera al borde de las lágrimas. A sus doce años, Paolo era un chico espigado; se abrazó a Tonio con fuerza y apoyó la cabeza contra su hombro. El destello de dolor que irradiaban sus ojos alarmó a Tonio.

– ¿Qué te pasa, Paolo?

– Me alegro por ti, pero vinimos a Nápoles juntos y ahora tú te marcharás, y me quedaré solo.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Marcharme? ¿Adónde? Sólo porque…

Sin embargo, mientras hablaba, oía voces procedentes de una de las habitaciones del pasillo. Agarró a Paolo suavemente del hombro para tranquilizarlo, mientras el chico intentaba contener las lágrimas.

Las voces discutían.

– Quinientos ducados -decía Guido.

– Déjame hacer a mí -intervenía el maestro.

Tonio abrió la puerta con cuidado y descubrió que estaban hablando con el hombre moreno, el signore Ruggiero.

La condesa advirtió la presencia de Tonio y fue corriendo a su encuentro.

– Sube al piso de arriba, querido -le dijo, después de salir al corredor y cerrar la puerta a sus espaldas.

– ¿Quién es ese hombre? -preguntó Tonio entre susurros.

– No te lo diré hasta que esté todo zanjado -respondió-. Ahora, ven conmigo.

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