PRIMERA PARTE
Capítulo1

A Guido Maffeo lo castraron cuando tenía seis años y lo mandaron a estudiar con los más prestigiosos maestros de canto de Nápoles.

Sólo había conocido hambre y crueldad en el seno de la numerosa familia campesina de la que era el undécimo hijo. Durante toda su vida, Guido recordaría que los primeros que le ofrecieron una buena comida y una cama confortable fueron los mismos que lo convirtieron en eunuco.

La habitación a la que lo llevaron en Caracena, aquella localidad rodeada de montañas, era hermosa. El suelo era de lisas baldosas y, por primera vez en su vida, Guido vio en la pared un reloj que hacía tictac y sintió miedo. Los hombres de trato amable que lo habían arrancado de los brazos de su madre le pidieron que cantara para ellos. Después, como premio, le dieron vino tinto mezclado con abundante miel.

Aquellos hombres lo desnudaron y lo metieron en una bañera de agua caliente, pero lo embargaba una modorra tan dulce que no estaba asustado. Unas manos suaves le frotaban la nuca, y al deslizarse de nuevo dentro del agua, Guido sintió que algo maravilloso e importante estaba sucediendo: nadie le había prestado nunca tanta atención.

Cuando lo sacaron de la bañera y lo ataron con correas a una mesa, estaba casi dormido. Por un instante le pareció que se caía. Le habían puesto la cabeza más baja que los pies. Entonces se durmió de nuevo, firmemente sujeto y acariciado por aquellas manos sedosas que se movían entre sus piernas y le proporcionaban un placer ligeramente perverso. Cuando notó el cuchillo abrió los ojos y gritó.

Arqueó la espalda, pugnó con las correas, pero junto a él una voz dulce y reconfortante le habló al oído, reprendiéndolo con cariño: «Ah, Guido, Guido.»

El recuerdo de todo aquello nunca le abandonó.

Esa noche despertó entre sábanas blancas como la nieve que olían a hierba fresca. Bajó de la cama, pese al dolor que procedía de aquel pequeño vendaje de la entrepierna, y en el espejo se encontró ante un niño. Al cabo de un instante se percató de que era su propio reflejo, que no había visto nunca salvo en las aguas quietas. Vio sus cabellos rizados y se tocó la cara, sobre todo la naricita chata, que le pareció más un trozo de arcilla húmeda que una nariz como la de todo el mundo.

El hombre que lo sorprendió no le castigó, sino que le ofreció sopa con una cuchara de plata y le habló en una lengua extraña, tranquilizándolo. En las paredes había pequeños cuadros de vistosos colores que representaban rostros. Al amanecer, aquellos rostros se hicieron más tenues y Guido vio en el suelo un par de hermosas botas de cuero, negras y brillantes, pequeñas, a la medida de sus pies. No dudó que serían para él.


Corría el año 1715. Luis XIV, el Rey Sol, acababa de morir. Pedro el Grande era el zar de Rusia.

En la remota colonia norteamericana de Massachusetts, Benjamin Franklin había cumplido nueve años. Jorge I acababa de acceder al trono de Inglaterra.

Los esclavos africanos labraban los campos del Nuevo Mundo a uno y otro lado del ecuador. En Londres colgaban a un hombre por haber robado una hogaza de pan. En Portugal quemaban a los herejes.

Para salir de casa, los caballeros se cubrían la cabeza con grandes pelucas blancas. Llevaban espada y aspiraban rapé que pellizcaban de pequeñas cajas de orfebrería. Vestían pantalones sujetos con hebillas a la altura de la rodilla y abrigos con enormes bolsillos, y calzaban zapatos de tacón alto. Las damas, embutidas en fruncidos corsés, se empolvaban las mejillas, bailaban el minué con faldas ahuecadas por miriñaques, regentaban salones, se enamoraban, cometían adulterio.

El padre de Mozart aún no había nacido; Johann Sebastian Bach tenía treinta años. Hacía setenta y tres que Galileo había muerto. Isaac Newton ya era viejo; Jean Jacques Rousseau, todavía un niño.

La ópera italiana había conquistado el mundo. Ese año se estrenarían Il Tigrane, de Alessandro Sacarlatti, en Nápoles y Narone fatta Cesare, de Vivaldi, en Venecia. Georg Friedrich Händel era el compositor de más éxito en Londres.

En la soleada península itálica, la dominación extranjera había avanzado de manera considerable. El archiduque de Austria gobernaba la ciudad de Milán en el norte y el reino de Nápoles en el sur.


Guido, sin embargo, no sabía nada del mundo. Ni siquiera hablaba la lengua de su país.

La ciudad de Nápoles era lo más fascinante que jamás hubiera conocido, y el conservatorio al que le llevaron se erigía con la magnificencia de un palazzo, dominando la ciudad y el mar.

El traje negro con cinturón rojo que le hicieron vestir era la prenda más hermosa que sus manos habían tocado y apenas podía creer que iba a quedarse allí, a cantar e interpretar música para siempre. Seguro que aquél no era su destino. Un día lo mandarían de regreso a casa.

No obstante, eso nunca ocurrió.

En las tardes bochornosas de los días festivos, caminando en lenta procesión con los otros niños castrati por las abarrotadas calles, con el traje inmaculado y sus rizos oscuros y brillantes, se sentía orgulloso de ser uno de ellos. Sus himnos flotaban en el aire como el aroma de los lirios y las velas. Cuando entraban en la soberbia iglesia y sus finas voces se alzaban de repente en medio de un esplendor que nunca había visto antes, Guido experimentaba como jamás lo había hecho la auténtica felicidad.


Durante años su vida transcurrió apaciblemente. La disciplina del conservatorio no suponía ningún sacrificio para él. Tenía una voz de soprano que podía quebrar el cristal, garabateaba melodías cada vez que le daban un lápiz y aprendió a componer antes que a leer y a escribir. Sus maestros lo adoraban.

A medida que transcurría el tiempo, sin embargo, su entendimiento se agudizaba.

Guido ya había advertido que no todos los músicos que le rodeaban habían sido castrados cuando niños. Algunos crecerían y se harían hombres, se casarían, tendrían hijos. Sin embargo, por muy bien que tocasen los violinistas, por mucho que escribieran los compositores, ninguno alcanzaría la fama, las riquezas y la gloria absoluta de un gran cantante castrato.

El mundo entero pedía músicos italianos para los coros de las iglesias, las orquestas de las cortes y los teatros de ópera.

Sin embargo, era el soprano a quien el mundo adoraba. Era por él por quien los reyes rivalizaban y los diferentes públicos contenían el aliento; era el cantante el que daba vida a la verdadera esencia de la ópera.

Nicolino, Cortono, Ferri: sus nombres eran recordados mucho después de que los compositores que escribieran para ellos cayesen en el olvido. Y en el pequeño mundo del conservatorio, Guido formaba parte de un grupo selecto y privilegiado al que se alimentaba y vestía con más esmero, que ocupaba habitaciones más acogedoras y cuyo singular talento era fomentado.

Pero cuando cada año los castrati de más edad se marchaban y nuevos castrati pasaban a engrosar las filas, Guido veía que cientos de ellos eran sometidos a la acción del cuchillo para obtener tan sólo un puñado de voces hermosas. Procedían de todas partes: Giancarlo, primer cantante de un coro de Toscana, castrado a los doce años gracias a la intercesión de un maestro de canto rural que lo llevó a Nápoles; Alonso, procedente de una familia de músicos, cuyo tío era a su vez un castrato que costeó la operación; o el orgulloso Alfredo, que había vivido tanto tiempo en casa de su mecenas que no recordaba ni a sus padres ni al cirujano.

Y luego estaban los desharrapados, los analfabetos, los niños pobres que al llegar no hablaban la lengua de Nápoles: los chicos como Guido.

Llegado cierto punto, comprendió que sus padres lo habían vendido. Se preguntó si, antes de que eso ocurriera, algún maestro había valorado adecuadamente su voz. No se acordaba. Tal vez había caído por azar en una trampa dispuesta con la certeza de atrapar algo de valor.

Todo eso Guido lo veía por el rabillo del ojo. Primer cantante del coro y solista en el conservatorio, había empezado ya a escribir ejercicios para sus alumnos más jóvenes. A los diez años lo llevaron al teatro a escuchar a Nicolino, le regalaron un clavicémbalo para él solo y le dieron permiso para quedarse despierto hasta tarde para que practicara. Mantas calientes, un elegante traje: la recompensa era mucho mayor de lo que él nunca hubiera soñado. De vez en cuando, además, lo llevaban a cantar ante una audiencia que se deleitaba escuchándolo en el esplendor de un palazzo.


Antes de que las dudas lo asaltaran durante la segunda década de su vida, Guido había fundamentado su existencia en la disciplina y el estudio. Su voz, alta, pura, inusualmente ligera y flexible, era ya una maravilla oficialmente reconocida.

Sin embargo, como ocurre con todas las criaturas humanas, la sangre de sus antepasados, pese al cambio motivado por la castración, continuó dándole forma. Proveniente de una familia de piel atezada y constitución robusta, Guido, a diferencia de muchos eunucos de su entorno, se desarrolló por completo. Su cuerpo más bien fuerte, estaba armoniosamente proporcionado, y daba una ilusoria impresión de poder. Y aunque sus rizos castaños y su boca sensual aportaban un toque de querubín a su rostro, una pelusa negra sobre el labio superior lo dotaba de masculinidad.

En realidad, su físico hubiese sido agradable de no ser por dos peculiaridades: la nariz, que se había roto en la infancia a consecuencia de una caída, era plana, como si un gigante la hubiera aplastado; y sus ojos marrones, grandes y expresivos, brillaban con la astuta brutalidad característica de sus antepasados campesinos.

Con todo, si bien esos hombres habían sido taciturnos y sagaces, Guido era estudioso y estoico; si bien ellos habían luchado contra los elementos de la naturaleza, él se entregaba con pasión a cualquier sacrificio por el bien de su música.

En resumen, las maneras o el físico de Guido distaban mucho de ser vulgares. Al contrario, tomando como modelo a sus maestros, puso todo su empeño en adquirir un porte elegante, así como en impregnarse de la poesía, el latín y el italiano clásico que le enseñaban.

De este modo se convirtió en un joven cantante de presencia imponente cuyos rasgos primitivos le conferían un perturbador poder de seducción.

Durante toda su vida, algunos dirían de él «qué feo es», mientras que otros afirmarían «pero si es hermosísimo».

Sin embargo, había una característica de la que no era consciente: emanaba amenaza. Su familia había sido más brutal que las bestias que criaba y él tenía el aspecto de alguien capaz de hacer daño. Se debía a su mirada apasionada, la nariz aplastada, la boca exuberante, la suma de todo ello.

Así, sin advertirlo, una coraza protectora fue envolviéndolo. Nadie osaba intimidarle.

Aun así todos los que le conocían lo apreciaban. Los chicos normales le tenían tanto afecto como sus compañeros eunucos. Los violinistas lo adoraban porque percibían la fascinación que todos y cada uno de ellos ejercían sobre Guido y porque éste les escribía una música exquisita. De esta forma se labró fama de tranquilo y pragmático, se convirtió en el dulce cachorro de oso al que, cuando se le conocía, no había por qué temer.


Poco antes de cumplir quince años, una mañana lo despertaron y le dijeron que tenía que bajar de inmediato al despacho del maestro. No se puso nervioso. Nunca había tenido problemas.

– Siéntate -le dijo su profesor favorito, el maestro Cavalla.

Todos los demás estaban reunidos a su alrededor. Jamás se habían comportado con él de una manera tan informal; y en aquel círculo de rostros algo le resultó desagradable. De inmediato supo de qué se trataba. Le recordaba la habitación donde lo habían castrado, pero decidió no dar importancia a aquella sensación.

El maestro, que estaba sentado tras la mesa labrada, mojó la pluma, escribió con grandes trazos y le tendió el pergamino.

Diciembre de 1727. ¿Qué significaba aquello? Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo.

– Ésta es la fecha -dijo el maestro incorporándose- en la que debutarás como primo uomo en la ópera de Roma.

Lo había conseguido.

No se quedaría en los coros de las iglesias, ni en las parroquias de pueblo, ni en las grandes catedrales de las ciudades. No, ni siquiera en el coro de la Capilla Sixtina. Se había elevado por encima de todo eso, hasta alcanzar el sueño que inspiraba a todos los músicos, año tras año, sin importar lo ricos o lo pobres que fueran, sin importar su procedencia: la ópera.

– Roma -susurró mientras salía solo al pasillo.

Había dos alumnos allí, parecían estar esperándole, pero pasó junto a ellos como si no los hubiera visto.

– Roma -susurró otra vez, dejando que el sonido rodara por su lengua, esa densa explosión de aire que la humanidad entera había pronunciado con reverencia y temor durante dos mil años: Roma.

Sí, Roma y Florencia, y Venecia, y Bolonia, y de allí a Viena, Dresde y Praga, todas las líneas del frente que conquistaban los castrati. Londres, Moscú, y de vuelta a Palermo. Estuvo a punto de echarse a reír.

Pero alguien le había tocado el brazo. Le resultó desagradable. No podía desprenderse de aquella visión de hileras de palcos y de un público enardecido.

Cuando se le aclaró la vista, descubrió que se trataba de Gino, un eunuco alto que siempre le había llevado ventaja, un italiano del norte, rubio y espigado, con los ojos rasgados. Junto a él estaba Alfredo, el rico, el que siempre tenía dinero en los bolsillos.

Le decían que fuera con ellos a la ciudad, que el maestro le había dado el día libre para que lo celebrase.

Entonces comprendió por qué se encontraban allí. Ambos eran las estrellas nacientes del conservatorio.

Y él también era ahora una de ellas.

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