Capítulo15

Era medianoche pasada, el teatro reverberaba con la avalancha de los que salían a la calle, con las risas y los gritos de los que bajaban por las oscuras escaleras.

Tonio cerró la puerta del camerino y se apresuró a correr el pestillo. Se quitó el casco dorado de papel maché, apoyó la cabeza en la pared y miró a la signora Bianchi.

Casi de inmediato sonaron unos golpes. La puerta traqueteó con violencia a sus espaldas.

Se detuvo para recuperar el aliento y el agotamiento hizo mella en él. Durante cuatro horas, Bettichino y él habían competido en buena lid, cada aria constituía un nuevo desafío, cada bis se llenaba de nuevos triunfos y nuevas sorpresas. Apenas daba crédito a lo que había ocurrido; deseaba que otros le contasen que había sido tal como él lo imaginaba, y sin embargo no quería tener a nadie cerca. Prefería disfrutar de su soledad y deseó que el sueño llegara en ondas a aquella habitación para llevarlo consigo lejos de todos los que gritaban que querían entrar.

– ¡Querido! ¡Querido! -decía la signora Bianchi-. ¡Las bisagras acabarán cediendo, tienes que abrir!

– ¡No, primero ayúdeme a quitarme esto! -Avanzó un paso, se arrancó el escudo de cartón que llevaba atado al brazo y arrojó la espada de madera.

Entonces hizo una pausa, asombrado por la horrorosa figura que el espejo le devolvía, una cara femenina profusamente maquillada: labios escarlata, ojos perfilados en negro, y aquella prenda con unas placas doradas en los pechos que le hacían parecer un guerrero de otro mundo.

Se quitó la peluca empolvada, y sin embargo aquel Aquiles con la túnica manchada de sudor y el rostro tan blanco que podía haber sido una máscara de carnaval resultaba incluso más infernal que la Pirra que había interpretado cuando se había alzado por primera vez el telón.

– Quítemelo todo, todo -urgía, moviendo las manos con torpeza mientras la signora Bianchi intentaba ayudarlo.

Se puso su ropa de calle y se restregó con agua los ojos y la cara.

Al final, un joven irritado, con el rostro algo enrojecido y una lustrosa cabellera negra que le caía hasta los hombros se plantó ante la puerta, dispuesto a recibir los primeros gritos y abrazos.

Hombres y mujeres desconocidos, los músicos de la orquesta, Francesco, el violinista del conservatorio, una joven meretriz de bonito cabello cobrizo, todos ellos le daban palmadas de felicitación, los labios le dejaban su humedad en las mejillas, al tiempo que varios criados pugnaban por entrar, cargados de regalos, y luego hacían cola para entregárselos. Le mandaban cartas cuyos mensajeros esperaban que leyera y respondiese de inmediato. Le llevaban flores, y el empresario Ruggerio lo abrazó con tanta fuerza que casi lo levantó del suelo. La signora Bianchi sollozaba.

Con grandes dificultades fue empujado hasta el espacio más amplio al que daba la puerta de su camerino, y un gran telón de fondo colgado crujió cuando cayó contra él. De pronto, la voz de Paolo se alzó por encima del alboroto, gritando su nombre, y se encontró zarandeado de un lado a otro, hasta que, al ver los brazos abiertos de Paolo, lo cogió entre los suyos hasta levantarlo del suelo. Mientras, un caballero le agarró la mano derecha y puso en ella una pequeña caja de rapé de orfebrería. Era imposible saludarlo personalmente. Susurró agradecimientos que fueron en dirección contraria. Una joven acababa de besarlo en la boca y, presa del pánico, estuvo a punto de caer hacia atrás. Tan pronto como los pies de Paolo volvieron a tocar el suelo, la gente se abalanzó de nuevo sobre él.

Sin embargo, Tonio advirtió enseguida que Ruggerio lo empujaba en dirección al camerino donde habían colocado media docena de sillas tapizadas de seda y los tocadores se habían convertido en riberas de flores fragantes.

Se dejó caer en una silla. Apareció otra mujer flanqueada por caballeros con librea, y de improviso cogió unas cuantas flores blancas y se las pasó por el rostro a Tonio, que rió con sonoras carcajadas al sentir su frescor y suavidad. Ella tenía los ojos azules, entornados en una sonrisa silenciosa. Tonio le demostró su agradecimiento con leve asentimiento.

Entonces llegó Guido. Había entrado arrastrándose contra la pared y lo miraba con una expresión singular. Su mente retrocedió de un salto hasta aquel momento en casa de la condesa Lamberti, cuando había cantado por primera vez, y Tonio se sintió traspasado por aquel mismo torrente incontenible de orgullo y amor. Se lanzó a los brazos de Guido y lo abrazó durante un prolongado instante de oscuro e íntimo silencio, hasta que la habitación que lo rodeaba se quedó inmóvil. Era como si en la estancia no hubiera nadie, sólo Guido y él. O al menos ésa era la sensación que tenía.

En la distancia, Ruggerio se excusaba con cortesía. Oyó una voz: «Pero mi señora está esperando una respuesta.» Y la signora Bianchi se horrorizó al ver que Paolo tenía un corte lleno de sangre en la mano derecha.

– Dios mío, te ha mordido un perro.

Nada de aquello lo afectaba. El corazón de Guido latía contra el suyo, y entonces Guido lo llevó de regreso a la silla, tomándolo por el brazo y dijo:

– Ahora debemos ir a presentar nuestros respetos al gran cantante.

– ¡Oh, no! ¡No quiero pasar por entre esa multitud! ¡Ahora no!

– Es necesario y debemos hacerlo ahora mismo -insistió Guido, y con una leve sonrisa, añadió-: No podemos eludirlo.

Tonio se puso en pie, obediente, y flanqueado por Ruggerio y Guido se abrieron paso entre el gentío hacia otra multitud, la que se agolpaba ante la puerta de Bettichino y en el camerino espacioso y brillantemente iluminado del cantante. En realidad, parecía un salón, donde ya se habían acomodado unos seis o siete hombres y mujeres con las copas de vino en la mano, y Bettichino, que seguía caracterizado, se levantó de inmediato para saludar a Tonio.

En un momento de confusión, Bettichino pidió que todos salieran de la habitación, excepto Tonio y Guido. El maestro se quedó de pie junto a Bettichino y le indicó a Tonio con un gesto que fuera lo más comedido posible.

El muchacho inclinó la cabeza y habló en voz baja.

– Esta noche he aprendido mucho de usted, signore. Si no hubiéramos actuado en el mismo escenario, no habría aprendido…

– Olvídelo -se burló Bettichino con una carcajada-. Ahórreme esa palabrería, señor Treschi. Ambos sabemos que usted ha sido el triunfador. Lo siento mucho por mis seguidores, pero al final han tenido que reconocer la excelencia de su voz.

Hizo una pausa, aunque no había terminado. Se irguió como si se hallara en medio de un pequeño debate, su expresión intensificada por el maquillaje dorado y blanco que todavía llevaba.

– Ha pasado demasiado tiempo desde que diera lo mejor de mí mismo en un escenario -prosiguió-, pero esta noche lo he hecho, usted me ha impulsado, signore Treschi, y debo darle las gracias por ello. Sin embargo, no se mida conmigo sobre esas tablas mañana por la noche, o pasado mañana, o la siguiente sin utilizar todas sus habilidades. Ahora estoy listo para enfrentarme a usted. Tendrá que echar mano de toda su habilidad y preparación para medirse conmigo.

Tonio se ruborizó intensamente y los ojos se le humedecieron. Sin embargo, en su rostro apareció una sonrisa involuntaria.

Como si leyera los pensamientos de su contrincante, Bettichino abrió de repente los brazos. Durante unos instantes abrazó a Tonio con fuerza y luego lo soltó.

Cuando el cantante abrió la puerta, Tonio se sentía flotando en un silencioso desvarío, pero se detuvo cuando oyó a sus espaldas que Bettichino hablaba con Guido.

– Esta no es su primera ópera, ¿verdad que no, maestro? -le preguntaba-. ¿Qué hará a continuación?

Загрузка...