Angelo y Beppo estaban desconcertados; Lena repasaba a conciencia el vestido de su madre, aunque ésta decía una y otra vez:
– Lena, voy a llevar un dominó. ¡No lo verá nadie!
Alessandro, sin embargo, ejercía un total dominio de la situación. ¿Por qué no salían ellos dos también a pasárselo bien? Tardaron unos cinco segundos en hacer la reverencia, saludar y desaparecer.
La piazza, estaba tan repleta de gente que apenas podían moverse. Habían levantado escenarios por doquier, donde podían admirarse malabaristas, mimos, animales salvajes que rugían cuando los domadores hacían chasquear el látigo. Los acróbatas saltaban por encima de la multitud. El viento traía una lluvia cálida que no calaba.
A Tonio no lo abandonaba la sensación de estar atrapado en una corriente humana que los empujaba hacia los cafés abarrotados o los obligaba a salir de los pórticos. Bebieron coñac y café sentados, a veces ante una mesa, el tiempo justo para descansar, y oír sus voces, que a ellos mismos les sonaban extrañas a través de las máscaras.
Mientras tanto, enmascarados extravagantes afloraban por doquier: españoles, gitanos, indios de las praderas de Norteamérica, mendigos harapientos, hombres jóvenes disfrazados de mujeres con las caras pintadas y soberbias pelucas, y mujeres que se hacían pasar por hombres, con sus adorables cuerpos indescriptiblemente seductores enfundados en pantalones de seda y medias ajustadas.
Había tantas posibilidades que no se decidían por ninguna. Marianna deseaba que le leyesen el porvenir, pero no quería hacer cola ante la mesa de la adivinadora, donde la mujer susurraba secretos a través de un largo tubo, justo en el oído de la víctima, de modo que ésta no tuviera que compartir la revelación de su destino. Más animales salvajes; el rugido de los leones era estremecedor. Una mujer cogió a Tonio por la cintura, le dio dos, tres vueltas en una danza frenética y luego lo soltó. Resultaba imposible saber si se trataba de una criada o de una princesa extranjera. Llegado cierto punto, se apoyó contra los pilares de la iglesia y vació su mente de todo pensamiento, cosa que raras veces conseguía para dejar que la multitud se fundiera en un magnífico espectáculo de color. La commedia se representaba en un escenario lejano, los gritos de los actores superaban el bullicio y, casi sin darse cuenta, le asaltó una acuciante necesidad de disolverse y descansar en el silencio del palazzo.
Entonces notó que las manos de Marianna se soltaban de las suyas y al girarse descubrió que la había perdido de vista.
Miró adelante y atrás. ¿Dónde estaba Alessandro?
Le pareció reconocerlo en una figura alta y delgada que tenía en frente, pero la vio alejarse. Soltó un fuerte grito que ni siquiera él mismo oyó, y al volverse descubrió una figura menuda con bauta y dominó en brazos de otro enmascarado. Parecían besarse o susurrarse algo al oído mientras la capucha del desconocido cubría el rostro de ambos.
– Mamma. -Avanzó hacia la pequeña silueta pero la multitud se interpuso en su camino y no consiguió alcanzarla.
– ¡Tonio! -oyó la voz de Alessandro a sus espaldas. Lo había llamado una y otra vez utilizando el tratamiento apropiado: excelencia, sin obtener respuesta
– ¡Ha desaparecido! -dijo Tonio desesperado.
– Está allí -fue la respuesta de Alessandro, y de nuevo allí estaba aquella misteriosa figura con cara de pájaro, mirándolo con curiosidad.
Se arrancó la máscara para secarse el sudor de la cara y cerró los ojos unos instantes.
Volvieron a casa cuando ya sólo faltaban dos horas para salir hacia el teatro. Marianna se soltó el largo y negro cabello y se quedó mirando de soslayo con ojos vidriosos, como si estuviera hechizada. Entonces, al ver la expresión seria en la cara de Tonio, se puso de puntillas para besarlo.
– Pero, mamma… -Él retrocedió en un impulso-. ¿Cuando estábamos junto a la puerta de la iglesia, había alguien que… alguien que te…? -Se interrumpió, incapaz de continuar.
– ¿De qué estás hablando? ¿Qué te pasa? -le preguntó con cariño. Agitó la melena. Su rostro era todo ángulos, la boca se abría en una sonrisa aturdida-. No recuerdo que pasara nada junto a la puerta de la iglesia. ¿Cuando estábamos en la puerta de la iglesia? Eso fue hace horas. Además -soltó una risita- os tengo a ti y a Alessandro para que protejáis mi honor.
Él la miraba con un sentimiento cercano al horror.
Se sentó ante el espejo mientras Lena le abría los broches del vestido. Todos sus movimientos eran precisos pero inseguros. Alzó el frasco de colonia y se lo llevó a los labios.
– ¿Qué me pongo? ¿Qué me pongo? Y tú, mírate, tú que te has pasado toda la vida suplicando ir a la Ópera. ¿Sabes quién canta esta noche? -Se volvió con las manos apoyadas en el borde del banco acolchado y lo observó. Su vestido había caído y tenía los pechos casi desnudos. No era consciente de ello, parecía una niña.
– Pero mamma, me pareció ver…
– ¡Cállate! -gritó de repente.
Lena retrocedió sorprendida, pero él no se movió.
– No me mires de ese modo -dijo ella, alzando todavía la voz y con las manos en las orejas como para amortiguar su sonido. Empezó a jadear y daba la impresión de que alguien le retorcía con crueldad la piel del rostro.
– No, por favor, no… -susurró él. Le acarició el cabello, le dio unas palmaditas hasta que ella empezó a respirar más tranquila y pareció relajarse. Entonces, alzando el rostro hacia él, esbozó de nuevo aquella sonrisa brillante y hermosa que tanto lo aterrorizaba, pero duró sólo un momento. Tenía los ojos húmedos.
– No he hecho nada malo, Tonio -le imploró como si fuera su hermana pequeña-. No lo estropees. En todos estos años sólo he disfrutado del carnaval en una ocasión. No lo estropees, por favor.
– ¡Mamma! -Ella ocultó el rostro en la chaqueta de Tonio-. Lo siento.
En cuanto entraron en el palco, Tonio supo que no oiría nada.
No era ninguna sorpresa. Le habían contado bastantes historias de lo que solía ocurrir en ocasiones así y aquella noche, con tres representaciones distintas, el movimiento de público sería constante. Catrina Lisani, con un disfraz de satén blanco, estaba ya sentada de espaldas al escenario, jugando una partida de cartas con su sobrino Vincenzo. El joven Lisani saludaba y silbaba a los que estaban abajo, y el viejo senador, marido de Catrina, dormitaba en su silla dorada y se despertaba de vez en cuando para rezongar que quería la cena.
– Venga aquí, Alessandro -dijo Catrina-, y dígame si todo lo que se dice sobre Caffarelli es cierto. -Se deshizo en carcajadas antes de que Alessandro pudiera besarle la mano, pero le indicó a Marianna con una seña que se sentase a su lado-. Y tú, querida, no sabes cuánto me alegro de verte por fin aquí, divirtiéndote, comportándote como si fueras humana.
– Soy demasiado humana -susurró Marianna. Había algo irresistiblemente infantil en su forma de arrebujarse contra Catrina. A Tonio le resultaba imposible creer que alguien quisiera hacerle daño, que él pudiera hacerle daño. De repente le entraron ganas de llorar, de cantar.
– ¡Que empiece, que empiece! -dijo Vincenzo.
– No veo por qué debo esperar a que empiece la música para poder cenar -protestó el viejo senador, que era mucho más joven que Andrea.
Unos criados con librea entraban y salían sirviendo vino en vasos de cristal. El viejo senador derramó una gota roja en su gorguera de encaje y la miró con impotencia. Había sido un hombre atractivo y todavía impresionaba, especialmente por su abundante cabello negro ondulado que le crecía a partir de las sienes. Tenía los ojos profundamente negros y una nariz aguileña que exhibía con orgullo cuando alzaba la cabeza, aunque en aquellos momentos su aspecto era el de un niño.
Tonio se asomó. La platea estaba ya llena, al igual que las tres hileras que tenía encima.
Dominaban las máscaras entre los asistentes, desde los gondoleros en el foso hasta los sobrios mercaderes de los asientos de arriba, acompañados de sus esposas vestidas de digno color negro. El murmullo de las conversaciones y el tintineo de los vasos crecía en olas a un ritmo irregular.
– Eres demasiado joven, Tonio -dijo Catrina por encima del hombro-. Pero déjame que te explique que Caffarelli… -Tonio no la miraba porque no deseaba ver la deliciosa y salvaje grieta de su boca, desnuda y roja, bajo aquella máscara blanca que daba un aire felino a sus ojos. Los brazos cubiertos de satén burdeos se adivinaban tan suaves que apretó los dientes ante la visión de sí mismo pellizcándolos sin piedad.
Sin embargo, escuchaba con atención todas aquellas estupideces sobre el gran castrato que iba a cantar aquella noche, al que el marido de su amante había descubierto en la cama con ésta en Roma. En la cama, había dicho Catrina. El rostro de Tonio se contrajo de dolor al pensar que su madre y Alessandro estaban escuchando ese cotilleo. Y obligado a escapar, Caffarelli se había pasado una noche en remojo, escondido en una cisterna. Después de eso, los bravi [1] del marido continuaron persiguiéndole, pero la dama proporcionó a Caffarelli sus propios bravi para que lo protegieran hasta que se marchara de la ciudad.
Las palabras de Andrea volvían confusas a Tonio: tener compromisos con el mundo, ser puesto a prueba por el mundo. El mundo… No podía concentrar la mente en otra cosa que no fuera Caffarelli. Iba a escuchar a un gran castrato por primera vez en su vida, y para él lo demás carecía de importancia. Lo demás, de todas formas, quedaba fuera de su alcance.
– Dicen que antes de terminar se habrá peleado con todo el mundo y que si la prima donna es bonita no la dejará sola ni un instante. ¿Es eso cierto, Alessandro?
– Señora, sabe usted mucho más que yo -contestó Alessandro entre risas.
– Bueno, le daré cinco minutos -dijo Vincenzo-, y si para entonces no me ha cautivado el corazón o el oído, me iré a San Moise.
– No seas ridículo. Todo el mundo está aquí esta noche -dijo Catrina-. Éste es tu sitio; además, está lloviendo.
Tonio giró la silla, se sentó a horcajadas y observó el lejano telón del escenario. Oía a su madre reír. El viejo senador había propuesto que volvieran a casa y que ella y Tonio lo deleitasen con una cancioncilla. Así podría cenar.
– Cantarás algún día para mí, ¿verdad?
– A veces pienso que estoy casada con un estómago protestó Catrina-. Apuéstate la ropa, pieza a pieza -le dijo a Vincenzo-. Puedes empezar por el chaleco, no, la camisa, me gusta más la camisa.
Mientras, se había iniciado una pelea en la zona posterior de la platea. Se escucharon gritos y golpes pero enseguida se restableció el orden. Unas hermosas muchachas pasaban entre las butacas vendiendo vino y otros refrescos.
Alessandro se levantó, apoyado en la pared del palco como una sombra detrás de Tonio.
En ese preciso instante aparecieron los músicos y empezaron a deslizarse en sus sillas acolchadas entre un gran vaivén de lámparas y susurros de libretos. De hecho, todo el público hojeaba el libreto. Su venta en el vestíbulo había sido muy provechosa.
Y cuando el joven y desconocido compositor de la ópera se puso al frente de la orquesta, fue recibido por gritos leales de ánimo y una salva de aplausos.
Parecía que las luces perdían intensidad, pero no lo suficiente. Tonio apoyó la barbilla en las manos, sobre el respaldo de la silla. La peluca del compositor no era de su medida, como tampoco lo era su enorme chaqueta de brocado, y su nerviosismo resultaba patético.
Alessandro emitió un gruñido de desaprobación.
El compositor se dejó caer con torpeza ante el clavicémbalo. Los músicos alzaron los arcos y, al instante, el teatro se llenó de música festiva.
Aquellas notas emotivas, invitaban a la celebración, no presagiaban tragedia ni destinos funestos y Tonio se sintió de inmediato embrujado. Se inclinó hacia delante, mientras la gente charlaba y reía a sus espaldas. Justo donde las galería de palcos se curvaba, la familia Lemmo se disponía a cenar ante humeantes bandejas de plata. Y un inglés enojado siseaba en vano pidiendo silencio.
Pero cuando subió el telón las exclamaciones de admiración recorrieron todo el teatro. Unos pórticos y unos arcos dorados se alzaban ante un fondo de azul profundo donde las estrellas centelleaban mágicas y sobre ellas pasaban nubes al tiempo que la música, elevándose en el silencio repentino, pareció llegar hasta el techo. El compositor aporreaba las teclas, los empolvados rizos se agitaban al unísono, mientras mujeres y hombres con magníficos atuendos ocupaban el escenario para iniciar el ceremonioso pero indispensable recitativo que narraba el guión, ya de sobras conocido y del todo descabellado. Alguien iba disfrazado, alguien más era secuestrado o violado. Alguien se volvería loco. Habría una batalla entre un oso y un monstruo marino antes de que la heroína encontrara el camino de regreso a su esposo que la creía muerta, y el hermano gemelo de otro personaje sería bendecido por los dioses ya que habría derrotado al enemigo.
Ya memorizaría el libreto más tarde. En aquel momento no le importaba. Lo que le sacaba de quicio eran las risas de su madre y los gritos ocasionales de la familia Lemmo, a la que acababan de servir un elaborado pescado asado.
– Perdón. -Pasó rozando a Alessandro.
– Pero ¿adónde vais? -La larga mano de Alessandro rodeó sin esfuerzo la muñeca de Tonio.
– Abajo. Debo escuchar a Caffarelli. Quédate con mi madre, no la pierdas de vista.
– Pero, excelencia…
– Llámame Tonio. -El joven sonrió-. Alessandro, te lo ruego. Te lo juro por mi honor, sólo voy a la platea. Desde aquí podrás verme. ¡Tengo que oír a Caffarelli!
No todas las sillas estaban ocupadas. A media representación llegarían muchos más gondoleros, que eran admitidos sin pagar, y entonces sería el caos. Aunque en aquellos momentos todavía podía acercarse lo suficiente al escenario, abriéndose paso entre gentes rústicas e ignorantes, para sentarse sólo a pocos metros de la vehemente y tempestuosa orquesta.
Únicamente oía la música, en un estado de arrobo total.
Al cabo de unos instantes, irrumpió en el escenario la alta y majestuosa figura de Caffarelli.
El alumno de Porpora era, a tenor de algunos, el mejor cantante del mundo, y a medida que avanzaba hacia los focos con su enorme peluca blanca y la opaca capa de maquillaje, parecía más un dios que el gran rey cuyo papel representaba en la obra. Atractivo de un modo delicado, permitió que todos los ojos se embebieran de él. Entonces echó hacia atrás la cabeza y empezó a cantar, y a la primera nota, hinchada e inmensa, el teatro enmudeció.
Tonio se quedó boquiabierto. Los gondoleros situados junto a él soltaron alguna leve protesta y gritos complacidos de sorpresa.
La nota creció y se encumbró ajena incluso a la voluntad del propio castrato. Luego, una vez que la hubo concluido, sin pausa visible para respirar, atacó el aria mientras la orquesta se apuraba por seguirlo.
Aquella voz desafiaba todas las previsiones, sin ser estridente, resultaba en cierto modo violenta. En realidad, el rostro casi exquisito del castrato se percibía deformado por la ira antes de terminar.
Era un rostro maquillado, empolvado, en un esfuerzo de hacerlo parecer tan civilizado como fuera posible en su marco de rizos blancos y, sin embargo, esos ojos abrasaban mientras recorría el escenario, inclinándose para saludar con indiferencia a quienes lo aclamaban y aplaudían desde los palcos, mirando hacia el foso y, de vez en cuando, a las butacas más altas, sumido en remotos pensamientos. Pero la prima donna ya había empezado a cantar y pareció que el teatro se desmoronaba a su alrededor. O quizá se debía tan sólo a que Tonio divisaba la pequeña revolución que se desarrollaba entre bastidores: damas con cepillos y peines, un criado que se abalanzaba sobre Caffarelli para poner más polvos blancos en su peluca.
A pesar de todo, la fina vocecita de la prima donna siguió con valentía dejándose oír por encima de las notas del clavicémbalo. Caffarelli se puso a su lado pero de espaldas a ella, ignorándola, y el murmullo de la conversación ascendió de nuevo, una sorda oleada que atenuaba los acordes de la música.
Mientras, alrededor de Tonio, los verdaderos jueces de la representación emitían sus ásperas pero perspicaces opiniones. Aquella noche, las notas altas de Caffarelli no eran tan espléndidas, la prima donna dejaba mucho que desear. Una chica le ofreció a Tonio una copa de vino tinto. El joven buscó unas monedas, miró aquel rostro enmascarado y le pareció reconocer a Bettina. Pero cuando pensó en su padre y en la confianza que éste acababa de depositar en él, desvió la mirada profundamente ruborizado.
Caffarelli salió de nuevo ante los focos. Se echó la capa roja hacia atrás. Miraba a la primera fila. Entonces se alzó de nuevo la primera nota magnífica, creciendo, vibrando. Tonio veía el sudor que brillaba en su rostro, su inmenso tórax expandiéndose bajo el metal resplandeciente de la armadura griega. El clavicémbalo titubeó. Hubo confusión en las cuerdas.
Caffarelli no cantaba la parte correspondiente, aunque se trataba de una música que todos reconocieron. De repente, Tonio advirtió, al igual que el resto de espectadores, que estaba recreando el aria que la prima donna acababa de efectuar, y que se burlaba despiadadamente de ella. Las cuerdas intentaron seguirlo, el compositor se había quedado atónito. Haciendo caso omiso, Caffarelli cantaba las notas, recorría en ascenso y en descenso los gorjeos de la prima donna con una facilidad tan pasmosa que hacía que las dotes artísticas de ésta resultasen por completo insignificantes.
Mofándose de sus largas e hinchadas notas, la había puesto en ridículo con una crueldad espantosa. La chica se había echado a llorar pero no abandonaba el escenario, y los otros actores estaban avergonzados y confusos.
Se oyeron unos siseos procedentes de la galería, luego gritos y silbidos inundaron el teatro. Los partidarios de la dama empezaron a patear, blandiendo los puños enojados, pero los seguidores del castrato se doblaban de risa.
Después de captar la atención de todos los hombres, mujeres y niños del teatro, Caffarelli terminó aquella farsa con una burda y nasal parodia de la vocecilla tierna de la prima, donna, y empezó su propia aria di bravura a un volumen aniquilador.
Tonio se hundió en la silla mientras una sonrisa crecía en su rostro.
Así que de eso se trataba, justo lo que todos habían dicho que sería: un instrumento humano tan poderoso y perfectamente afinado que eclipsaba al resto.
Cuando terminó, sonaron aplausos incluso desde los rincones más recónditos. Los bravos retumbaban en todo el recinto. Los leales seguidores de la chica intentaron contrarrestar aquella oleada, pero ésta enseguida los absorbió.
En torno a Tonio se alzaban aquellos roncos y violentos gritos de alabanza:
– Evviva il coltello!
– Evviva il coltello! -coreaba también él. «Viva el cuchillo» que castró a ese hombre y le arrebató la virilidad, a fin de preservar para siempre al magnífico soprano.
Después se sentía aturdido; apenas importaba que Marianna estuviera demasiado cansada para ir al palazzo Lisani. Era mejor saborear los placeres de uno en uno. Siempre recordaría aquella velada, sus sueños se poblarían de Caffarelli.
La noche hubiese resultado perfecta, de no ser porque, mientras se abrían paso hacia la puerta, oyó a sus espaldas las palabras «es igual que Carlo», pronunciadas clara y tajantemente junto a su oído. Se volvió, vio demasiados rostros y entonces advirtió que había sido Catrina hablando con el viejo senador, la misma que en aquellos instantes decía:
– Sí, sí, querido sobrino, estábamos comentando lo mucho que te pareces a tu hermano.