Incluso mientras deshacía el equipaje esa primera tarde en el conservatorio (su familia le había enviado todas sus pertenencias), para llenar el armario rojo y dorado con sus prendas de vestir favoritas, y ordenaba los libros en las estanterías de su habitación, Tonio seguía siendo consciente de que la transformación que había experimentado en el Vesubio todavía no había sido puesta a prueba.
Ésa era una de las razones por las que no había querido dejar aquella pequeña estancia, aunque el maestro de cappella le había ofrecido un apartamento del primer piso que estaba desocupado. Quería ver el Vesubio desde la ventana. Quería tumbarse en la cama y ver el fuego de la montaña contra el cielo iluminado por la luna. Quería recordar que en la montaña había aprendido lo que significaba estar completamente solo. Porque a medida que el futuro comenzase a revelarle el auténtico significado de su nueva vida, necesitaría que sus resoluciones lo apoyasen. Habría momentos de agudo dolor y sospechaba que, por más resignado que estuviera, por terrible que hubiera sido la angustia experimentada aquel último mes, lo peor todavía estaba por llegar. En efecto, no se equivocaba.
Los primeros motivos de sufrimiento no tardaron en hacer su aparición.
Llegaron con el cálido sol de la tarde, mientras sacaba de los baúles aquellas chaquetas de brocado y terciopelo que había vestido en las cenas y bailes de Venecia, cuando encontró la capa con el cuello de piel en la que se había envuelto en el frío foso del teatro mientras admiraba el rostro del cantante Caffarelli.
El dolor lo asaltó, también esa misma noche, durante la cena, cuando ocupó su lugar junto a los demás castrati haciendo caso omiso de la sorpresa reflejada en sus rostros hostiles.
Soportó todo aquello con serenidad. Saludó con la cabeza a sus compañeros. Desarmó con una radiante sonrisa a quienes lo habían ridiculizado. Extendió la mano para tocar el cabello del pequeño Paolo, que había viajado con él desde Florencia y al que a menudo había abordado en los días que siguieron.
Con esa misma calma aparente entregó su bolsa al maestro di cappella.
También sonrió con amabilidad cuando le pidieron que entregara la espada y el puñal. Temblando por dentro, se negó sacudiendo levemente la cabeza como si no entendiera el italiano. Se desprendería de las pistolas, desde luego, pero ¿de la espada? No, sonrió. No podía hacerlo.
– Aquí no eres un estudiante universitario -le espetó el maestro-. No irás de parranda a las tabernas locales. Además, ¿necesito recordarte que Lorenzo, el estudiante al que heriste, aún está convaleciente? No quiero más peleas. Dame el puñal y la espada.
De nuevo una sonrisa amable.
Tonio lamentaba lo ocurrido, pero Lorenzo había entrado en su habitación. Se había visto obligado a defenderse. No podía deshacerse de la espada. Tampoco estaba dispuesto a entregar el pequeño puñal, que le sería de mucha más utilidad.
Y nadie hubiera podido advertir su asombro cuando el maestro di cappella accedió a que conservara las armas.
Una vez que se encontró a salvo en la intimidad de su habitación, se echó a reír. Suponía que el precepto «compórtate como si fueras un hombre» sería su armadura contra las humillaciones, lo que no había previsto era que surtiera efecto con todo lo demás. Empezaba a comprender que la revelación que había tenido en el Vesubio era más un modo de conducta. Si no mostraba sus verdaderos sentimientos, su existencia sería más llevadera.
Lamentaba profundamente, por supuesto, el daño causado a Lorenzo. No porque el muchacho le suscitase compasión, sino porque más adelante podría crearle problemas.
Aún se hallaba pensando en aquello cuando, una hora después del anochecer, oyó a los castrati de más edad en el pasillo, los responsables de que hubiera orden en el dormitorio, los que habían entrado con Lorenzo en su habitación para vejarlo.
En aquellos instantes se sentía preparado para abordarlos. Los invitó a pasar, les ofreció una botella de un vino excelente que había comprado en el albergo del puerto, se disculpó por la falta de tazas y vasos, pero enseguida rectificó. ¿Querían tomar un trago con él? Con una seña les indicó que se sentaran en la cama, cogió la silla del escritorio y les pasó la botella. Repitió el gesto de nuevo al ver que les había gustado.
En realidad no podían resistirse.
El veneciano ejecutaba sus movimientos con una autoridad tal que no estaban seguros de si podían declinar la invitación.
Era la primera vez que Tonio los estudiaba detenidamente, y mientras lo hacía empezó a hablar. En voz baja comentó alguna intrascendencia sobre el clima de Nápoles y sobre unas cuantas peculiaridades del lugar para que el silencio no fuera abrumador.
Sin embargo, no daba la impresión de ser locuaz porque en realidad no lo era.
Trataba de juzgarlos, de determinar quién de ellos, si es que había alguno, debía lealtad a Lorenzo, que seguía en cama porque la herida se le había infectado.
El más alto era Giovanni, originario del norte de Italia, tenía unos dieciocho años y estaba dotado de una voz aceptable que Tonio había escuchado en el estudio de Guido. Nunca cantaría en la Ópera, pero era un buen maestro para los chicos más jóvenes y al cabo de un tiempo muchos coros de iglesia lo reclamarían. Llevaba el cabello negro y lacio recogido austeramente en una trenza con una sola cinta de seda negra. Su mirada era transparente, insípida, cobarde tal vez.
Parecía dispuesto a aceptar a Tonio.
Luego estaba Pietro, el rubio, también del norte de Italia, el que tantas veces había susurrado a Tonio epítetos humillantes y luego había vuelto la cabeza como si no hubiera dicho nada.
Tenía mejor voz, un contralto que algún día podía llegar a ser reconocido, pero por lo que Tonio había escuchado de él en la iglesia, le faltaba algo. Quizá pasión, imaginación tal vez. Bebía vino con una ligera expresión de burla, y sus ojos eran fríos y desconfiados. Sin embargo, cuando Tonio se dirigió a él, pareció derretirse de inmediato. Si Tonio le hacía preguntas, adornaba las respuestas. Lo que reclamaba pues, era atención.
Hacia el final de aquella breve visita, intentó halagar a Tonio y causarle una buena impresión, como si Tonio fuera el mayor, lo cual no era cierto, o, mejor aún, como si Tonio fuese su superior.
Por último estaba Domenico, de dieciséis años. Era tan exquisitamente hermoso que podía pasar por una mujer. El tórax, que se le había expandido por la impostación de la voz, y la flexibilidad de sus huesos de eunuco le daban un aspecto femenino, con una cintura estrecha y un ensanchamiento sobre ella que sugería unos senos, aunque de un modo tan sutil que a muchos podía pasarles inadvertido. Sus oscuras pestañas y sus rosados labios tenían un brillo que parecía pintado. No lo era, por supuesto, y en los dedos llevaba una serie de anillos que reflejaban la luz mientras utilizaba las manos con gracia deliberada para componer unos lánguidos movimientos. El cabello negro que le caía en rizos naturales hasta los hombros resultaba quizá demasiado largo. No habló en absoluto, lo cual hizo advertir a Tonio que nunca había oído el sonido de la voz de Domenico, ni cantando ni hablando. Aquello lo intrigó. Domenico se limitaba a mirar: había visto cómo apuñalaba a Lorenzo sin alterar su expresión.
Mientras tomaba la botella de vino tras limpiarse los labios con una servilleta de encaje, clavó los ojos en Tonio con una mirada perturbadora. Parecía juzgar al recién llegado bajo una nueva luz. Tonio pensó: «Esta criatura es tan consciente de su belleza que está más allá de toda vanidad.»
En la siguiente producción operística que se llevaría a cabo en el pequeño escenario del conservatorio, Domenico tendría el papel de la prima donna y Tonio se descubrió de pronto fascinado ante la perspectiva de ver a aquel muchacho transformado en una chica. Imaginó las cintas del corsé ceñidas en torno a su cintura y se ruborizó, perdiendo el hilo de lo que Giovanni le explicaba.
Procuró desviar sus pensamientos. Pero entonces empezó a desconcertarlo la idea de que se trataba de una mujer en pantalones. Incómodo, respiró con dificultad. Domenico ladeó la cabeza ligeramente, casi sonreía. A la luz de la vela su piel parecía de porcelana, y tenía un pequeño hoyuelo en la barbilla que sugería virilidad, lo cual lo hacía aún mucho más desconcertante.
Cuando se hubieron marchado, Tonio se sentó en la cama meditativo. Apagó la vela, se tumbó y trató de dormir, pero como no podía conciliar el sueño imaginó que se hallaba en el Vesubio. Percibió de nuevo aquel temblor de tierra, lo notó sobre los párpados.
Este recurso se convirtió en un ritual para él durante muchos años: sentir cada noche que la tierra se estremecía mientras escuchaba el rugido de la montaña.