Capítulo 10

Miércoles, 2 de marzo de 2005

11:00 a.m.


Stacy detuvo el coche delante del 3135 de Esplanade Avenue, la casa de Leonardo Noble. La información que le había proporcionado Bobby Gautreaux le había permitido hacer una búsqueda en Internet acerca del señor Noble. Había averiguado que era, en efecto, el inventor del juego Conejo Blanco. Y que, tal y como le había dicho Gautreaux, vivía en Nueva Orleans.

A escasas manzanas del Café Noir.

Stacy puso el freno de mano, apagó el motor y miró de nuevo hacia la casa. Esplanade Avenue era uno de los grandes bulevares antiguos de Nueva Orleans, amplio y sombreado por gigantescas encinas. Stacy había descubierto recientemente que la ciudad se hallaba situada varios metros por debajo del nivel del mar, y aquella calle, como muchas otras en Nueva Orleans, había sido antaño un canal rellenado posteriormente para construir una carretera. Stacy no lograba entender por qué a los exploradores les había parecido buena idea fundar un asentamiento en medio de un pantano.

Pero, naturalmente, el pantano se había convertido en Nueva Orleans.

A aquel extremo de Esplanade Avenue, cercano a City Park y a la Feria, se le conocía como el barrio de Bayou St. John. Aunque era antiguo y muy bello, se trataba de un vecindario en proceso de transformación, y junto a una mansión meticulosamente restaurada podía encontrarse otra en estado ruinoso, o una escuela, un restaurante o cualquier otro local comercial. El otro extremo del bulevar desembocaba en el río Misisipi, a las afueras del Barrio Francés.

En medio había un terreno yermo, refugio de miseria, crímenes y desesperanza.

Su búsqueda por la red le había procurado algunos datos interesantes acerca del hombre que se consideraba a sí mismo un moderno Leonardo da Vinci. Noble vivía en Nueva Orleans desde hacía apenas dos años. Anteriormente había residido en el sur de California.

Stacy recordó su imagen. California le cuadraba mucho más que la muy tradicional Nueva Orleans. Tenía un aspecto poco convencional: una mezcla a partes iguales de surfero californiano, científico loco y empresario de GQ. No era guapo. Tenía el pelo ondulado y crespo, y gafas de montura metálica. Pero aun así resultaba atractivo.

Stacy repasó de cabeza la serie de artículos que había encontrado sobre el inventor y su juego. Noble había asistido a la Universidad de California en Berkeley a principios de los ochenta. Fue allí donde un amigo y él crearon Conejo Blanco. Desde entonces había creado algunos otros iconos de la cultura pop: campañas publicitarias, videojuegos y hasta una novela superventas que se había convertido después en una película de éxito.

Stacy había descubierto que Conejo Blanco estaba inspirado en la novela fantástica de Lewis Carroll Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Una idea no muy original: muchos otros artistas se habían inspirado anteriormente en el relato de Carroll. Entre ellos, el grupo de rock Jefferson Airplane en su éxito de 1967 White Rabbit.


Stacy respiró hondo y procuró concentrarse. Había decidido seguir la pista de Conejo Blanco. Confiaba en que el culpable fuera Bobby Gautreaux, pero no se conformaba con eso. Sabía cómo trabajaba la policía. A aquellas alturas, Malone y su compañero habrían concentrado ya todas sus energías en Gautreaux. ¿Para qué perder un tiempo precioso siguiendo pistas más vagas teniendo a mano un sospechoso óptimo? Bobby Gautreaux era la opción más fácil. La alternativa lógica. La mayoría de los casos se resolvía porque quien parecía más culpable lo era en realidad.

La mayoría.

Pero no todos.

La policía tenía en sus manos un montón de casos; siempre confiaba en resolverlos rápidamente.

Pero ella ya no era policía. Y tenía un solo caso.

El asesinato de su amiga.

Abrió la puerta del coche. Si lo de Bobby Gautreaux se iba al traste, pensaba marcarles otra senda a los dos detectives, con miguitas de pan incluidas si era necesario.

Salió del coche. La casa de Leonardo Noble era una joya. De inspiración griega, bellamente restaurada, sus jardines, que incluían una casa de invitados, abarcaban una manzana completa. Tres enormes encinas adornaban el jardín delantero. De sus largas ramas colgaban jirones de musgo negro.

Se acercó a la verja de hierro forjado. Al pasar bajo las ramas de las encinas notó que empezaban a florecer. Había oído decir que la primavera en Nueva Orleans era admirable, y estaba deseando verlo con sus propios ojos.

Subió las escaleras hasta la galería delantera. No tenía insignia. No había razón para que los Noble hablaran siquiera con ella, y mucho menos para que le desvelaran información que pudiera conducir al asesino.

No tenía insignia. Pero pensaba dar la impresión de que la tenía.

Llamó al timbre mientras adoptaba una actitud policial. Era una cuestión de porte. De expresión. De tono de voz.

Un momento después una empleada doméstica abrió la puerta. Stacy sonrió amablemente, abrió su cartera para enseñarle su documentación a la mujer y volvió a cerrarla de inmediato.

– ¿Está el señor Noble en casa?

Tal y como esperaba, una expresión de sorpresa cruzó el semblante de la mujer, seguida por una mirada curiosa. La asistenta asintió con la cabeza y se apartó para dejarla entrar.

– Un momento, por favor -dijo, y cerró la puerta tras ellas.

Mientras esperaba, Stacy observó el interior de la casa. Una amplia escalera curva se alzaba entre el vestíbulo y el primer piso. A la izquierda había un salón espacioso; a la derecha, un comedor formal. Enfrente, el vestíbulo se abría a un ancho pasillo que, con toda probabilidad, conducía a la cocina.

La decoración, que conjugaba lo cómodo y lo formal, lo moderno y lo clásico, encajaba a la perfección con su impresión inicial acerca de Leonardo Noble, aquella mezcla de surfero y científico chiflado. Los cuadros eran igualmente eclécticos. Un gran Perro Azul del artista de Luisiana George Rodrigue adornaba la escalera; junto a él había un paisaje convencional. En el comedor colgaba un retrato antiguo de un niño, una de esas horrendas representaciones en las que los pequeños semejaban adultos en miniatura.

– El retrato venía con la casa -dijo una mujer desde lo alto de la escalera.

Stacy levantó la vista. La mujer, en cuyos rasgos se evidenciaba su ascendencia asiática y mestiza, era preciosa. Una de esas bellezas frías y seguras de sí mismas a las que Stacy admiraba y despreciaba al mismo tiempo, por las mismas razones.

La miró mientras bajaba las escaleras. La otra se acercó a ella y le tendió la mano.

– Es horrible, ¿verdad?

– ¿Cómo dice?

– El retrato. Yo casi no soporto mirarlo, pero por alguna extraña razón Leo le ha tomado cariño -sonrió de pronto con más pericia que calor-. Soy Kay Noble.

La esposa.

– Stacy Killian -dijo ella-. Gracias por recibirme.

– La señora Maitlin me ha dicho que es usted policía.

– Estoy investigando un asesinato.

Eso era cierto.

Los ojos de Kay Noble se agrandaron ligeramente.

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Confiaba en poder hablar con el señor Noble. ¿Está en casa?

– No, lo siento. Pero yo soy su representante. Quizá pueda serle de ayuda.

– Hace un par de noches fue asesinada una mujer. Era muy aficionada a los juegos de rol. La noche que murió iba a encontrarse con alguien para jugar al juego de su marido.

– Mi ex marido -puntualizó la otra-. Leo ha creado unos cuantos juegos de rol. ¿A cuál se refiere?

– Al que se resiste a morir, supongo.

Stacy se dio la vuelta. Leonardo Noble estaba en la puerta del salón. Lo primero en que reparó fue en su estatura: era considerablemente más alto de lo que parecía en fotografía. Su sonrisa de niño le hacía parecer más joven, aunque Stacy sabía, por lo que había leído sobre él, que tenía cuarenta y cinco años.

– ¿Y cuál es ése? -preguntó ella.

– Conejo Blanco, por supuesto -Noble cruzó con paso vivo el vestíbulo y le tendió la mano-. Soy Leonardo.

Ella se la estrechó.

– Stacy Killian.

– La detective Stacy Killian -añadió Kay-. Está investigando un asesinato.

– ¿Un asesinato? -él levantó las cejas-. Esto sí que es una sorpresa.

– Una joven llamada Cassie Finch fue asesinada el pasado domingo por la noche. Era una fanática de los juegos de rol. El viernes anterior a su muerte, le dijo a una amiga que había conocido a alguien que jugaba a Conejo Blanco, y que esa persona había organizado un encuentro entre ella y un tal Conejo Blanco Supremo.

Leo Noble extendió sus manos.

– Sigo sin comprender qué tiene eso que ver conmigo.

Stacy se sacó del bolsillo de la chaqueta un cuaderno de espiral, del mismo tipo de los que llevaba cuando era detective de la policía.

– Otro jugador le mencionó a usted como el Conejo Blanco Supremo.

El se echó a reír y a continuación se disculpó.

– Esto no tiene ninguna gracia, desde luego. Es ese comentario… El Conejo Blanco Supremo. Qué cosas.

– Se trata del creador del juego, ¿no?

– Eso dicen algunos. Me han convertido en un ser mítico o algo por el estilo. Una especie de dios.

– ¿Es así como se ve a sí mismo? -preguntó ella.

El se rió de nuevo.

– Desde luego que no.

– Por eso lo llamamos el juego que se resiste a morir -dijo Kay-. Los aficionados se obsesionan con él.

Stacy paseó la mirada entre aquella extraña pareja.

– ¿Por qué? -preguntó.

– No lo sé -Leonardo sacudió la cabeza-. Si lo supiera, volvería a crear esa magia -se inclinó hacia ella, lleno de un entusiasmo infantil-. Porque es eso, ¿sabe? Magia. Conmover a la gente de forma tan íntima. Y tan intensa.

– Nunca publicó el juego. ¿Por qué?

El miró a su ex mujer.

– No soy el único creador de Conejo Blanco. Mi mejor amigo y yo lo creamos en 1982, cuando estudiábamos en Berkeley. Dragones y Mazmorras estaba en su momento de mayor auge. A Dick y a mí nos gustaba jugar, pero nos aburrimos de Dragones y Mazmorras.

– Y decidieron crear su propio juego.

– Exacto. Tuvo éxito y se corrió la voz desde Berkeley a otras universidades.

– Enseguida comprendieron -añadió Kay con calma- que habían creado algo especial. Que tenían en sus manos un posible éxito comercial.

– ¿El nombre de su amigo? -preguntó Stacy.

– Dick Danson -respondió Leonardo. Stacy anotó el nombre mientras él proseguía-. Montamos una empresa con intención de publicar Conejo Blanco y otros proyectos que teníamos a la vista. Pero discutimos antes de poder hacerlo.

– ¿Discutieron? -repitió Stacy-. ¿Y eso por qué?

Leonardo Noble pareció incómodo; su ex mujer y él se miraron.

– Digamos que descubrí que Dick no era la persona que yo creía que era.

– Disolvieron la sociedad -añadió Kay-. Y acordaron no publicar ninguno de sus proyectos en común.

– Debió de ser difícil -dijo Stacy.

– No tanto como podría pensarse. Yo tenía montones de oportunidades. Montones de ideas. Y él también. Y de todos modos Conejo Blanco ya estaba en la calle, así que pensamos que no perdíamos tanto.

– Dos Conejos Blancos -murmuró ella.

– ¿Perdón?

– Su antiguo socio y usted. Como co-creadores del juego, los dos ostentan el título de Conejo Blanco Supremo.

– Eso es cierto. Si no fuera porque Dick está muerto.

– ¿Muerto? -repitió ella-. ¿Cuándo murió?

Él se quedó pensando un momento.

– Hará tres años, porque fue antes de que nos mudáramos aquí. Se despeñó con el coche por un acantilado de la costa de Monterrey.

Stacy se quedó callada un momento.

– ¿Usted juega, señor Noble?

– No. Dejé de jugar hace años.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– Perdí interés. Me cansé de los juegos de rol. Como cualquier cosa que se hace en exceso, al final acaba perdiendo emoción.

– Así que buscó nuevas emociones.

Él le lanzó una sonrisa amplia y bobalicona.

– Algo parecido.

– ¿Está en contacto con algún jugador de por aquí?

– No.

– ¿Alguno se ha puesto en contacto con usted?

El vaciló ligeramente.

– No.

– No parece muy seguro.

– Lo está -Kay miró con énfasis su reloj; Stacy advirtió el brillo de los diamantes-. Lamento poner fin a la conversación -dijo, poniéndose en pie-, pero Leo va a llegar tarde a una reunión.

– Claro -Stacy se levantó y volvió a guardarse la libreta en el bolsillo.

La acompañaron a la puerta. Ella se detuvo y dio media vuelta cuando ya había salido.

– Una última pregunta, señor Noble. Algunos artículos que he leído sugerían un vínculo entre los juegos de rol y el comportamiento violento. ¿Qué opina usted al respecto?

Algo cruzó el rostro de los otros dos.

La sonrisa de Leonardo Noble no vaciló, pero de pronto pareció forzada.

– Las pistolas no matan a la gente, detective Killian. Son las personas las que se matan entre sí. Eso es lo que creo.

Su respuesta parecía ensayada. Sin duda le habían hecho aquella misma pregunta muchas veces.

Stacy se preguntó cuándo había empezado a dudar de su respuesta.

Les dio las gracias y volvió a su coche. Al llegar a él, miró hacia atrás. La pareja había desaparecido en la casa. Qué extraño, pensó. Había algo en ellos que la inquietaba.

Se quedó mirando la puerta cerrada un momento mientras rememoraba su conversación, sopesando las impresiones que había extraído de ella.

No había tenido la sensación de que mintieran. Pero estaba segura de que no le habían dicho toda la verdad. Abrió la puerta del coche y se montó tras el volante. Pero ¿por qué?

Eso era lo que se proponía averiguar.

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