Capítulo 33

Sábado, 12 de marzo de 2005

4:30 p.m.


Spencer despejó la habitación. Ordenó que nadie saliera de la casa, ni siquiera Leo y Kay.

Observó el mensaje garabateado.

Las rosas ya son rojas.

A juzgar por el trazo fluido e irregular, supuso que había sido escrito con una brocha mojada en pintura o en algún otro líquido.

No sabía a ciencia cierta qué significaba, pero tenía una idea bastante precisa.

Muy probablemente alguien había muerto.

– ¿Eso es sangre? -preguntó Tony, refiriéndose a la sustancia utilizada para escribir el mensaje.

Spencer se agachó y tocó la última letra; luego se llevó el dedo a la nariz. Era un olor orgánico. Muy nítido. En nada parecido al de la pintura. Asintió con la cabeza mirando a su compañero mientras se frotaba los dedos para comprobar la viscosidad de aquella sustancia.

– Creo que sí. ¿Ves cómo se va oscureciendo a medida que se seca?

– Podría ser sangre de algún animal -sugirió Tony.

Podría ser. Pero Spencer suponía que no lo era.

– Diles a los técnicos que vengan cuanto antes. Quiero que analicen esto y busquen pruebas. Y quiero que lo empolven todo en busca de huellas.

Se giró. Stacy estaba en la puerta. Se acercó al mensaje.

– Visteis un boceto igual, ¿verdad?

– Sí.

Ella frunció el ceño.

– Crees que los naipes están muertos.

– No tengo pruebas…

– No estamos hablando de pruebas. En Alicia en el País de las Maravillas, Alicia se encuentra por casualidad con dos naipes, el Cinco y el Siete de Espadas, que están pintando de rojo unas rosas blancas. Si nos basamos en la pauta marcada por el ratón, esto significa que la persona o personas que representan esos personajes están muertas.

Él no contestó. Los dos sabían que no hacía falta. Naturalmente, eso era lo que Spencer pensaba.

– Si nuestro dibujante es el asesino, ¿por qué dejar los naipes en vez del dibujo original?

– Obviamente porque no tenía el dibujo en su poder. Por qué nosotros ahuyentamos a Pogo.

Tony cerró de golpe su móvil y se acercó a Spencer.

Habló en voz baja para que sólo él pudiera oírle.

– Si es sangre, el proceso de desoxidación nos ayudará a determinar desde qué hora lleva aquí esto.

Spencer asintió con la cabeza.

– Así podremos descartar a ciertas personas.

– Exacto.

– ¿Quieres hacer tú los interrogatorios? ¿O prefieres que me ocupe yo? -preguntó Spencer.

– Este es tu show, Niño Bonito. Adelante.

Salieron del despacho y Spencer se acercó a Kay y Leo. Estaban sentados en el último escalón. Leo rodeaba los hombros de su mujer con el brazo.

– Tengo que hacerle unas preguntas. ¿Se siente preparada?

Ella asintió con la cabeza.

– Lo intentaré.

Spencer abrió su libreta de espiral.

– ¿Quién ha tenido acceso a la casa hoy?

– ¿Quién no, querrá decir? -Kay se pasó lentamente una mano por el pelo-. Este sitio es como una estación de tren incluso en sábado.

– ¿Podría ser más concreta?

– Claro -exhaló un largo suspiro-. La familia. Usted, su compañero y Stacy. La señora Maitlin y Troy. Y Barry, el jardinero, también vino esta mañana.

– ¿Qué me dice de Clark?

– Los fines de semana libra.

– ¿Quién más?

Ella fue desgranando una lista de personas que habían entrado y salido de la casa a lo largo del día. Su entrenador personal y su manicura. El cartero. Y también un mensajero.

– ¿En sábado?

– Sí, también se pueden mandar paquetes en sábado. Pero más caro, por supuesto.

– ¿Podría haber entrado alguien sin que se dieran cuenta?

Kay miró a Leo y se puso colorada.

– ¿Cuántas veces te he dicho que teníamos que instalar un sistema de cámaras de vigilancia?

– Nadie ha sufrido daños, Kay. Si te calmaras un poco…

– ¿Calmarme? ¡Han entrado en nuestra casa, Leo! -Kay se levantó bruscamente con los puños cerrados. Spencer sintió que no sólo estaba asustada, también estaba furiosa con su ex marido-. ¿Cómo quieres que me calme?

Leo parecía azorado.

– Están intentando asustarnos.

– ¡Pues lo han conseguido!

– Respire hondo, señora Noble -dijo Spencer-. Descubriremos qué ha pasado.

Ella asintió con la cabeza mientras se esforzaba visiblemente por tranquilizarse.

– Adelante.

Spencer le hizo algunas otras preguntas y luego se volvió hacia Leo.

– ¿Y usted, Leo? ¿A qué hora estuvo por última vez en su despacho?

El se quedó pensando un momento.

– A las dos de la madrugada.

– ¿A las dos de la madrugada?

– Sí.

– ¿Y desde entonces no ha vuelto a entrar?

– No. He dormido hasta tarde. Me cuesta despertarme.

– Rara vez pisa el despacho antes de mediodía -dijo Kay-. Hoy ni siquiera se molestó, por la partida.

– ¿Y usted no ha entrado en el despacho esta mañana? -le preguntó a Kay.

Ella enarcó una ceja.

– ¿Para qué iba a entrar?

– Para llevar algún papel. Para contestar al teléfono. Se me ocurren unas cuantas razones, señora Noble.

– Yo no soy una secretaria, detective.

Spencer entornó los ojos, molesto por su tono displicente. Pensó en apretarle un poco las tuercas y enseguida descartó la idea, les dio las gracias y concentró su atención en los demás moradores de la casa. La primera, la señora Maitlin.

– ¿Se encuentra bien? -ella asintió con la cabeza-. Necesito que recuerde qué ha hecho esta mañana hasta que entró en el despacho del señor Noble. ¿Podrá hacerlo?

Ella asintió de nuevo.

– Iba a llevar unas flores frescas al despacho.

– ¿Lo hace todos los sábados?

– No, normalmente lo hago los viernes. Pero ayer no pude ir a la floristería.

– Entonces ¿ha ido hoy? -ella contestó que sí-. ¿Estuvo mucho tiempo fuera?

– Una hora -al ver la expresión de Spencer, le lanzó una rápida mirada a su jefe-. Me pasé por el Starbucks. Había mucha cola.

– ¿Qué hora era?

Ella miró nerviosamente su reloj.

– No lo sé, entre las nueve y media y las diez y media.

– ¿No entró en el despacho en toda la mañana?

– No.

Él advirtió que no lo miraba a los ojos.

– ¿Ni siquiera para llevarse las flores secas?

– Eso lo hice ayer -ella juntó las manos-. Las flores duran exactamente una semana. Al señor Noble no le gusta verlas marchitas.

¿Y a quién sí? Qué suerte tenía aquel mamón.

– Entonces, ¿entró en el despacho con las flores?

– Sí.

Algo en su voz y en sus gestos le hizo pensar que no estaba siendo del todo sincera con él.

– Llevó las flores al despacho y entonces ¿qué?

– Abrí la puerta. Entré y… -apretó los labios-. Vi el dibujo y fui a buscar a la señora Noble.

– ¿Y dónde estaba la señora Noble?

– En su despacho.

– ¿Dónde están ahora?

Ella lo miró con perplejidad, parpadeando.

– ¿Cómo dice?

– Las flores. No están sobre la mesa.

– No sé dónde… En la cocina. En la encimera, creo.

– Nosotros estábamos jugando a las cartas en la cocina. No recuerdo haberlas visto allí.

– En la mesa de la señora Noble -dijo ella con alivio-. Fui a buscarla y dejé el jarrón sobre su mesa. Pesaba mucho.

Spencer se imaginó la secuencia de los hechos tal y como la había descrito la señora Maitlin.

– Gracias, señora Maitlin. Puede que más tarde tenga que hacerle alguna otra pregunta.

Ella asintió con la cabeza, empezó a alejarse y de pronto se detuvo.

– ¿Qué significan? ¿Esas cartas, el mensaje?

– Aún no estamos seguros.

Llegaron los técnicos. Spencer los saludó y los condujo al despacho. Volvió a mirar a la asistenta y vio que estaba observando, pálida y abatida, los movimientos del equipo.

Al percatarse de que la estaba mirando, giró sobre sus talones y se alejó. Spencer la siguió con la mirada y frunció el ceño. Aquella mujer le estaba ocultando algo. Pero ¿qué? ¿Y por qué razón?

Spencer fue en busca de Troy, el chofer y chico para todo de Leo. Lo encontró lavando el Mercedes. Al verlo, se incorporó.

– Hola -dijo.

– ¿Tiene un minuto?

– Claro -Troy tiró la bayeta sobre el capó del coche-. De todas formas necesitaba un pitillo.

Spencer esperó mientras el chofer sacaba un cigarrillo, lo encendía y daba una calada. Luego le lanzó una sonrisa blanca y radiante.

– Un mal hábito. Pero todavía soy joven, ¿no?

Spencer convino en que lo era.

– ¿Ha notado hoy algo fuera de lo normal?

Él le dio otra chupada al cigarrillo y entornó los ojos, pensativo.

– No.

– ¿Ha visto a alguien que le haya llamado la atención? -el chofer volvió a contestar que no-. ¿Estuvo aquí fuera toda la mañana?

– Sí, lavando y dándole cera al Benz. Lo hago todos los sábados. Al señor Noble le gusta que sus coches estén siempre a punto.

Spencer miró su Camaro, que estaba aparcado junto a la acera y necesitaba con urgencia un buen baño.

– ¿Es suyo? -preguntó Troy, indicando con el dedo el Camaro.

– Sí.

– Muy bonito -tiró el cigarrillo-. No he estado aquí en toda la mañana. El señor Noble me mandó a buscar unas cosas para el juego.

– ¿A qué hora fue eso?

– Entre las ocho y las diez y media. Más o menos. Y sobre las doce salí a comer un bocadillo.

– Gracias, Troy. ¿Va a estar por aquí todo el día?

El chofer sonrió y recogió su bayeta.

– Tengo que estar aquí por si me necesita el jefe.

– ¿Niño Bonito?

Spencer se giró al oír la voz de su compañero. Esperó mientras Tony subía por el camino.

– ¿Has conseguido algo? -preguntó.

– Nada importante. La señora de enfrente se ha quejado de las idas y venidas que hay aquí a todas horas. Asegura que los Noble están metidos en asuntos ilegales -hizo una pausa-. O que son alienígenas.

– Genial. ¿Y esta mañana?

– Más tranquilo que una tumba.

– ¿Algo más?

– No -miró su reloj-. ¿Has acabado aquí?

– Todavía no. Tengo que interrogar al jardinero. ¿Te vienes?

Tony dijo que sí y se dirigieron juntos hacia la parte de atrás. El jardín era frondoso y estaba bien cuidado. Había un número asombroso de lechos de flores que atender. En ciertas épocas del año, como en ésa, probablemente hacía falta un trabajador a tiempo completo para que las flores tuvieran aquel aspecto.

El jardinero estaba de rodillas en el rincón más al sur de la finca, sembrando plantas anuales. Alegrías, notó Spencer al acercarse a él.

– ¿Barry? -preguntó-. Policía. Tenemos que hacerle unas preguntas.

Spencer vio que no se trataba de hombre, sino de un muchacho. Poco más que un niño. Barry frunció el ceño y se quitó los auriculares.

– Hola.

Spencer le enseñó su insignia.

– Tenemos que hacerte un par de preguntas.

Distintas emociones cruzaron la cara del muchacho: sospecha, curiosidad, miedo. Asintió con la cabeza y se levantó, limpiándose las manos en los pantalones vaqueros cortos. Era alto, desgarbado y flaco.

– ¿Qué pasa?

– ¿Llevas aquí todo el día?

– Desde las nueve.

– ¿Has hablado con alguien?

El chico titubeó un momento y luego sacudió la cabeza.

– No.

– No pareces muy seguro.

– No -se puso colorado-. Estoy seguro.

– ¿Has visto a alguien?

– Llevo todo el día de rodillas, de cara a la valla. ¿Cree que he podido ver a alguien?

Qué suspicaz.

– ¿Has plantado todo esto hoy? -Spencer señaló la ringlera de alegrías.

– Sí.

– Muy bonitas.

– Eso creo yo -sonrió, pero la curvatura de sus labios parecía rígida.

– ¿Has entrado en la casa hoy, Barry?

– No.

– ¿Y qué haces, mear en los arbustos?

– En la caseta de la piscina.

– ¿Y el agua y la comida?

– Traigo todo lo que necesito.

– ¿Has visto hoy a alguien a quien no conocieras?

– No -miró hacia la casa y volvió a fijar la vista en ellos-. ¿Les importa que vuelva al trabajo? Si no acabo hoy, tendré que volver mañana.

– Adelante, Barry. Estaremos por aquí…, si te acuerdas de algo.

El muchacho volvió a su tarea. Spencer y Tony echaron a andar hacia la casa.

– Se ha puesto muy a la defensiva para haberse pasado todo el día con la nariz entre el barro -dijo Tony.

– Lo mismo pienso yo -sonó su teléfono; Spencer respondió a la llamada-. Aquí Malone.

Escuchó y luego le pidió al operador que repitiera lo que le había dicho. No porque no le hubiera oído bien, sino porque deseaba no haberlo hecho.

– Vamos para allá.

Miró a Tony, que lanzó una maldición.

– ¿Y ahora qué? Es sábado, joder.

– Walter Pogolapoulos ha muerto. Ha aparecido en la orilla del río Misisipi.

– Hijo de puta.

– Oh, la cosa es aún mejor. Su cadáver está en el paseo Moonwalk. Lo encontró un turista de Kansas City. Por lo visto el alcalde está que trina.

Загрузка...