Capítulo 26

Jueves, 10 de marzo de 2005

5:40 p m.


Stacy detuvo el coche delante de su apartamento. Al salir del Barrio Francés, se había ido a toda prisa a la universidad. Había llegado a clase, aunque tarde y sin prepararse. El profesor se había molestado por lo primero y había montado en cólera por lo segundo.

Le había afeado la conducta delante de toda la clase y luego otra vez en su despacho. Allí esperaban mejores cosas de sus alumnos, le había dicho. Sería mejor que se fuera organizando.

Stacy no había intentado excusarse. No había sacado a relucir la muerte de Cassie, ni el hecho de que fuera ella quien había descubierto el cadáver. A decir verdad, ella también esperaba mejores cosas de sí misma.

Apagó el motor y salió del coche, consciente de que estaba intelectual y emocionalmente agotada. Quizá debiera dejar correr todo aquel asunto. Decirle a Leo que estaba harta; que la policía se había hecho oficialmente cargo del caso. Malone había demostrado ser más capaz de lo que ella creía. Qué demonios, incluso había dado con Pogo antes que ella.

Pero ¿y en cuanto a descubrir al asesino de Cassie? No podía desentenderse de aquel asunto hasta que estuviera segura de que Malone iba por el buen camino.

Un movimiento en el porche llamó su atención. Vio que era Alicia Noble. La muchacha estaba sentada en el umbral de su puerta.

Aquello era cada vez más curioso.

– Hola, Alicia.

La chica se levantó con los brazos cruzados sobre la tripa, como si quisiera protegerse de algo.

– Hola.

Stacy llegó ante los escalones. Sonrió a la muchacha.

– ¿Qué pasa?

– Estaba esperándote.

– Eso ya lo veo. Espero que no lleves mucho aquí.

– Un par de horas -levantó la barbilla-. No mucho.

– Anda, vamos. Estos libros pesan lo suyo -subió los tres escalones del porche, se acercó a la puerta y dejó caer su mochila-. ¿Quieres beber algo?

– Quiero que me digas la verdad.

– La verdad -repitió Stacy-. ¿Sobre qué?

– No estás ayudando a mi padre a escribir un libro.

Stacy no podía mentirle. Le sabía mal. Y Alicia Noble era demasiado mayor y demasiado lista como para ofrecerle explicaciones banales.

– Anoche estuviste en casa. Muy tarde. Con un par de tipos. Policías, supongo.

– Es con tus padres con quien tienes que hablar de esto. No conmigo.

Ella pareció disgustada.

– ¿Están metidos en algún lío? ¿Corren peligro? -al ver que Stacy no contestaba, cerró los puños-. ¿Por qué no me dices qué está pasando?

Stacy extendió una mano.

– No me corresponde a mí hacerlo, Alicia. No soy tu madre. Habla con tus padres. Por favor.

– ¡Tú no lo entiendes! Ellos no me lo dirán -su tono se volvió adulto… y amargo-. Me tratan como una niña. Como si tuviera seis años en lugar de dieciséis. Ya puedo conducir un coche, pero ellos tienen miedo, no confían en que pueda desenvolverme en el mundo real.

– No se trata de una cuestión de confianza -dijo Stacy suavemente.

– Claro que sí -Alicia la miró fijamente a los ojos-. Ha muerto alguien, ¿verdad?

Stacy se quedó paralizada.

– ¿Por qué dices eso?

– Es la única razón por la que la gente llama en plena noche, ¿no? Las malas noticias no pueden esperar -Alicia agarró su mano y se la apretó con una fuerza que sorprendió a Stacy-. Si esos hombres eran de la policía, ¿qué significa su visita? ¿Ha habido un asesinato? ¿Un secuestro? ¿Y qué tiene que ver con mi familia?

– Alicia -dijo Stacy con calma-, ¿estuviste escuchando nuestra conversación anoche?

Ella no contestó. Su silencio convenció a Stacy de que, en efecto, había oído lo suficiente para sentirse aterrorizada.

– Por favor, dímelo -musitó la chica-. Mis padres no tienen por qué enterarse.

Stacy vaciló. Por un lado, Alicia era una adolescente, demasiado mayor para mantenerla en la ignorancia como a una niña pequeña. Y era, ciertamente, demasiado inteligente. Parecía más que capaz de enfrentarse a aquello. En opinión de Stacy, debían ponerla al corriente por su propio bien. El monstruo que se conoce es menos pavoroso que el que se desconoce.

Pero, por otro lado, Stacy no era su madre. Ni nada suyo, a decir verdad.

– ¿Has venido en coche? -le preguntó.

– Andando -la boca de la chica se torció en una mueca agria-. Recuerda que tengo mi propio coche, pero tengo que pedir permiso para usarlo. Y para que me den permiso hace falta casi un milagro.

– Mira, estoy de tu parte en esto. Pero no tengo derecho a decirte nada. No quiero ir en contra de la voluntad de tus padres.

– Lo que tú digas.

Dio media vuelta para marcharse; Stacy la agarró del brazo.

– Espera. Te llevo a casa. Si está tu padre, hablaré con él e intentaré convencerle para que te lo cuente. ¿De acuerdo?

– Para lo que va a servir…

Stacy dejó la mochila en casa y luego se acercaron las dos a su coche. Montaron, se abrocharon los cinturones de seguridad y Stacy arrancó. Avanzaron en silencio, la muchacha hundida en su asiento, como la efigie misma de la infelicidad adolescente.

Stacy aparcó delante de la mansión; salieron ambas. Alicia no esperó a Stacy, sencillamente echó a correr hacia la casa y desapareció más allá de la puerta mientras Stacy llegaba al porche.

Stacy siguió a la muchacha al interior de la casa. Leo estaba al pie de la escalera, mirando hacia arriba. En el primer piso se cerró con estrépito una puerta.

Leo miró a Stacy con perplejidad.

– Creía que estaba arriba.

– Estaba en mi apartamento.

Él levantó las cejas.

– ¿En tu apartamento? No entiendo.

– ¿Podemos hablar?

– Claro.

La condujo a su despacho, cerró la puerta y esperó.

– Cuando llegué a casa, me encontré a Alicia en el umbral. Dijo que llevaba allí un par de horas.

– ¿Un par de horas? Cielo santo, pero ¿por qué…?

– Está asustada, Leo. Sabe que está pasando algo. Que no soy tu asesora técnica. Quería que le dijera la verdad.

– No le habrás dicho nada, ¿no?

– Claro que no. Es tu hija, y tú me pediste que no le contara nada.

– No quiero asustarla.

– Ya está asustada. Vio a Malone y a Sciame aquí ayer. Y oyó al menos parte de lo que hablamos.

Leo palideció.

– Debería haber estado durmiendo. En la casa de invitados.

– Pues no lo estaba. Adivinó que eran de la policía. Incluso sospecha que ha habido un asesinato.

– Pero ¿cómo es posible? -Leo se apartó de la mesa con el rostro crispado por la preocupación.

Stacy levantó los hombros.

– Es una chica muy lista, ató cabos. Como ella misma me dijo, la gente sólo llama en plena noche cuando alguien ha muerto.

Una sonrisa reticente levantó las comisuras de la boca de Leo.

– Nunca deja de asombrarme.

– Teme que Kay y tú estéis en peligro. Tenéis que tranquilizarla. Tiene dieciséis años, Leo. Intenta recordar cómo eras tú a esa edad.

Él se pasó una mano por la cara.

– Tú no conoces a Alicia. Es muy nerviosa. Los superdotados suelen serlo. Necesita que la guíen mucho más que otros chicos de su edad.

– Su padre eres tú, por supuesto. Pero, según mi experiencia, lo que se conoce nos asusta mucho menos que lo que ignoramos.

Él se quedó callado un momento y luego asintió con la cabeza.

– Hablaré con Kay.

– Bien -ella miró su reloj-. Estoy rendida. Si no te importa, me voy a casa.

– Adelante -la detuvo cuando había llegado a la puerta-. Stacy… -ella lo miró interrogativamente-. Gracias.

Su expresión de gratitud la hizo sonreír. Salió del despacho. Al atravesar el vestíbulo, vio a Alicia rondando por el rellano de la escalera. Sus ojos se encontraron, pero antes de que Stacy pudiera decirle adiós, Kay apareció tras la muchacha.

Estaba claro que no había visto a Stacy. Y, a juzgar por la rapidez con que se volvió Alicia, Stacy tuvo la sensación de que no quería que la viera. Stacy dudó un momento y luego abandonó la mansión.

Unos minutos después estaba de camino a casa. Tenía hambre y se paró en el Taco Bell a comprar un plato de enchilada. Mientras esperaba que le sirvieran la comida, pensó en Spencer y se preguntó si habría encontrado a Pogo. Miró su móvil para comprobar que estaba encendido y que no tenía ninguna llamada perdida.

Aparcó delante de su casa, apagó el motor y entró. Dejó en la cocina la bolsa de la comida, miró el visor del contestador para ver si tenía mensajes (no había ninguno) y se acercó al cuarto de baño.

Decidió ponerse el pijama. Se daría una larga ducha caliente, se pondría el pijama y cenaría delante del televisor. Si a las diez Spencer no la había llamado, lo llamaría ella.

Metió el brazo en la ducha para abrir el grifo de agua caliente. Mientras el agua se calentaba, se desvistió. Empezó a salir vaho por detrás de la cortina y la apartó un poco para abrir el agua fría. Frunció el ceño. Un hilillo rosado se mezclaba con el agua clara que se iba por el desagüe formando un remolino.

Retiró la cortina. Un gemido escapó de su garganta. En parte de sorpresa. En parte de horror.

Una cabeza de gato. Suspendida del techo, sobre la bañera, con sedal de nailon. Era un gato rayado. Su boca se estiraba en una extraña mueca.

Parecía sonreírle.

Stacy se apartó, intentando calmarse. Respiró profundamente por la nariz. “Toma distancia, Killian. Es la escena de un crimen. Como las docenas, los cientos en las que has trabajado”.

Haz tu trabajo.

Descolgó su bata del perchero de detrás de la puerta, se la puso y sacó su pistola de la mesilla de noche. Comenzó a registrar sistemáticamente el apartamento empezando por el dormitorio.

En la cocina descubrió cómo había entrado el culpable: había roto uno de los paneles de cristal de la puerta, había metido la mano y descorrido el cerrojo. Parecía haberse cortado al hacerlo, un error chapucero.

Pero una suerte para el equipo de criminalística.

El resto del registro no reveló nada inesperado. No parecía faltar nada, ni había desorden alguno. Ni rastro del resto del pobre gato. Estaba claro que quien había hecho aquello pretendía asustarla.

Regresó al cuarto de baño. Tragó saliva con esfuerzo y observó la cabeza, la forma en que había sido suspendida del techo. Nada complicado, pero hacía falta un poco de ingenio y de habilidad. Levantó la mirada. Una alcayata clavada en el techo. Hilo de sedal de nailon atado a la alcayata y a la cabeza del gato.

Stacy recorrió con la mirada los hilos; había dos, cada uno de ellos acabado en un anzuelo, clavado a su vez en una de las orejas del animal.

Bajó los ojos al fondo de la bañera. En el suelo, justo debajo de la cabeza del gato, había pegada una bolsa de plástico. De las que se abrían y cerraban y se usaban para guardar la comida.

Vio que había algo en la bolsa. Una nota. O un sobre del tamaño de una tarjeta postal.

Se quedó mirando la bolsa ensangrentada mientras sentía el martilleo de su propio pulso en las sienes. Se obligó a respirar. A pensar con claridad.

“Déjalo. Llama a Spencer”.

Mientras aquella idea cruzaba su cabeza, dio media vuelta y se dirigió a la cocina. Al fregadero y los guantes de goma que guardaba debajo. Se inclinó, sacó el paquete y extrajo un par.

Se los puso y regresó al cuarto de baño. Agachándose, despegó cuidadosamente la bolsa, la abrió y sacó la tarjeta.

Decía sencillamente: Bienvenida al juego.

Iba firmada por el Conejo Blanco.

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