Capítulo 43

Jueves, 17 de marzo de 2005

Costa de Monterrey, California

3:15 p.m.


Billie le había dicho la verdad; tras salir de la ciudad, el viaje en coche había sido delicioso. Cuando tomaron Carmel Way y llegaron a la famosa Carretera de las Diecisiete Millas, Stacy se quedó sin aliento. La carretera, densamente arbolada a ambos lados, se abría paso serpenteando entre colinas de sobrecogedora belleza. Pero aquel trecho acababa pronto y se transformaba a continuación en una sinuosa autovía, flanqueada a ambos lados por fabulosas mansiones, desde la que se vislumbraba a ratos el océano Pacífico.

El amigo de Billie les había reservado habitación en el hotel Lodge de Pebble Beach; la Pebble Beach del famoso campo de golf, del que hasta Stacy había oído hablar, aunque nunca había jugado al golf, como no fuera en su versión mini. Ésa sí se le daba bien. De campeonato, en su opinión.

Aunque tenía la impresión de que aquello no impresionaría a nadie en Carmel-by-the-Sea.

Se inclinó hacia Billie.

– ¿Qué pasa? ¿Es que no había habitaciones en algún hostal del pueblo?

– Calla -dijo Billie mientras un hombre se apresuraba a su encuentro.

Un hombre alto, elegantemente vestido y guapo, con las sienes plateadas. El director del hotel, supuso Stacy

– Max, amor mío -dijo Billie mientras él la tomaba de las manos-, muchísimas gracias por hacernos sitio.

– ¿Cómo no? -él la besó en las mejillas-. Has estado fuera demasiado tiempo.

– Y lo he pasado fatal cada minuto -ella sonrió-. Ésta es mi querida amiga Stacy Killian. Es su primera visita al Lodge.

Max saludó a Stacy, le hizo una seña al botones y volvió a fijar su atención en Billie.

– ¿Vas a jugar al golf?

– Por desgracia, no.

– El relaciones públicas se llevará un disgusto.

Apareció el botones y Max dejó a Billie en sus manos…, tras hacerla prometer que lo llamaría si algo no era de su agrado. Cualquier cosa. Por pequeña que fuera.

Tras acomodarse en un cochecito de golf adaptado para llevar pasajeros y ponerse en camino hacia sus habitaciones, Stacy miró a Billie.

– Me sorprende que no me hayan pedido que vaya andando detrás del cochecito.

Billie se echó a reír.

– Relájate y disfruta.

– No puedo. Tu amigo Max sabe que soy una impostora.

– ¿Una impostora?

– Este sitio no es para mí.

– No seas tonta. Si puedes pagarlo, es para ti.

– Pero no puedo.

– Lo va a pagar Leo. Es lo mismo.

Stacy frunció el ceño, poco convencida.

– ¿Juegas al golf?

– Pues sí, y bastante bien, a decir verdad.

– Eso me parecía -el cochecito se detuvo delante de una glorieta a la que daba sombra una camelia cubierta de flores rosas-. ¿Cómo de bien?

– Fui campeona amateur de Estados Unidos tres años seguidos. Lo dejé por amor. Eduardo.

Eduardo. Cielo santo.

Se bajaron del cochecito y siguieron al botones. Tenían habitaciones contiguas a las que se accedía desde la glorieta. El botones abrió primero la de Billie (cosa nada sorprendente) y entraron.

– Dios mío -dijo Stacy.

La habitación, muy espaciosa, tenía un cuarto de estar y una chimenea de piedra de grandes dimensiones. Unas puertas correderas de cristales daban a un patio sombreado. Los almohadones de la inmensa cama parecían de plumón.

Billie juntó las manos, feliz como una niña.

– ¡Sabía que te encantaría!

¿Cómo no iba a encantarle? Quizá se sintiera incómoda con la riqueza y el lujo, pero a fin de cuentas era humana.

El botones abrió su cuarto, aceptó la exorbitante propina de Billie y las dejó solas.

Stacy entró en la habitación, se detuvo junto a la chimenea y miró a Billie, que estaba de pie en la puerta con expresión alegre.

– No quiero saber lo que cuesta este sitio por noche.

– No, es mejor que no lo sepas. Pero Leo puede permitírselo.

– Todo esto es tan… extravagante. Y tan innecesario. Los polis no viven así.

– Primero, cariño, tú ya no eres poli. Y, segundo, la extravagancia no es nunca innecesaria. Te lo digo, créeme -antes de que Stacy pudiera responder, Billie añadió-: Prometí llamar a Connor en cuanto llegáramos al hotel. ¿Te importa?

Stacy dijo que no y aprovechó la ocasión para ir al cuarto de baño. Mientras estaba allí, comprobó su teléfono móvil y vio que Malone la había llamado de nuevo. Esta vez tampoco había dejado mensaje.

– Buenas noticias. Ahora mismo está libre.

Eso tampoco constituía una sorpresa. La zanahoria era Billie, al fin y al cabo.

El trayecto desde el Lodge al centro de Carmel-by-the-Sea les llevó menos de quince minutos, incluido el aparcamiento del jaguar en un lugar de pago de Ocean Avenue.

Carmel-by-the-Sea era tan pintoresco como Stacy había imaginado. Más aún, en realidad. Como un pueblecito de cuento, sólo que habitado por humanos en lugar de hadas, elfos y hobbits.

Mientras subían paseando por Ocean Avenue, Billie le fue contando las peculiaridades del lugar. Le explicó que en Carmel no había direcciones postales. Todo el mundo tenía un apartado en la estafeta de correos, que servía tanto para recibir la correspondencia como a guisa de centro social. Más de una noticia se compartía (y se difundía luego) a partir de allí.

– ¿Y las ambulancias? -preguntó Stacy con cierta incredulidad-. ¿Y los envíos por mensajería?

– Todo se hace mediante indicaciones aproximadas, por descripción o asociación. Por ejemplo -señaló Junipero Avenue-, la tercera casa desde la esquina entre Ocean y Junipero -señaló hacia otro lado-. O la casa que hay enfrente de la de Eastwood, en Junipero Avenue.

Stacy sacudió la cabeza. En un mundo dominado por la alta tecnología, parecía mentira que todavía hubiera comunidades que funcionaban así.

Stacy miró a su amiga.

– Por cierto, ¿cuándo has dicho Eastwood, no te referirías a…?

– ¿A Clint? Claro que sí. Es un tipo genial. Muy sencillo. Un tipo genial. Muy sencillo. Billie lo decía como si lo conociera personalmente. Como si fueran amiguetes, en realidad.

Ni siquiera iba a preguntar.

Llegaron a la comisaría; el agente del mostrador de información llamó al jefe, que las hizo pasar a su despacho.

Connor Battard las estaba esperando. Era un hombre guapo y robusto, con el pelo negro tirando a cano. Le tendió a Stacy la mano cuando Billie hizo las presentaciones.

Stacy se la estrechó.

– Gracias por recibirnos, jefe Battard.

– Es un placer servirles de ayuda.

Aunque se dirigía a ella, apenas podía apartar los ojos de Billie.

– Como le expliqué por teléfono, estoy investigando la muerte de Dick Danson.

– Tengo aquí el expediente. Está a su disposición -lo empujó sobre la mesa hacia ella-. Lo siento, pero no puede salir del edificio.

Naturalmente. Procedimiento policial estándar.

Stacy no se movió para recogerlo. Prefería formular antes algunas preguntas.

– Por teléfono mencionó usted una orden de arresto. ¿Por qué era?

– Por desfalco, en una empresa para la que Danson diseñaba juegos.

– ¿Cree que la acusación habría prosperado?

– Eso poco importa ya, ¿no cree?

– Puede que sí. Puede que no.

El jefe frunció el ceño.

– ¿En qué está pensando?

Ella sacudió la cabeza. Aún no estaba dispuesta a compartir su teoría. No le apetecía salir de aquella habitación entre risotadas.

– ¿Hasta qué punto está seguro de que fue un suicidio?

– Bastante seguro. Teníamos una orden de arresto contra él. Registramos su casa y resultó que no tenía barbacoa exterior, lo cual es curioso, dadas las circunstancias. Tampoco había ningún otro aparato que requiriera bombonas de propano. Esas bombonas estaban en su coche por una única razón: para causar una tremenda explosión. Se despeñó por Hurricane Point. Si hablamos de hacer bien las cosas, eligió el lugar idóneo. Y, para colmo, dejó una nota diciendo que no tenía nada por lo que vivir.

– ¿La investigación corroboró ese extremo? ¿Tenía problemas económicos o sentimentales?

El jefe entornó los ojos. Saltaba a la vista que empezaba a cansarse de sus preguntas. Stacy supuso que no podía culparle por ello.

– Francamente -contestó él-, el caso se abrió y se cerró. Teníamos una identificación segura. Una nota de suicidio. Y un arresto pendiente. Danson visitaba a un psiquiatra. Digamos que a ese tipo no le sorprendió la noticia. No vi la necesidad de seguir indagando. Está todo en el expediente.

– Gracias -dijo ella, desilusionada. Se había convencido de que andaba tras una buena pista, y de pronto se sentía como una idiota. Y, además, había derrochado un montón de tiempo y de dinero por una mala corazonada.

Su instinto ya no servía. Recogió el sumario.

– Billie y usted tendrán muchas cosas de que hablar. ¿Por qué no se van a cenar? Yo revisaré el expediente.

– Estupendo -el jefe Battard se frotó las manos con delectación ante, supuso Stacy, la idea de estar a solas con Billie-. Daré orden de que le dejen una sala de interrogatorios.

Stacy pasó un par de horas allí con la única compañía del expediente, una coca-cola y una bolsa de aperitivos de maíz que compró en la máquina expendedora. Mucho después de que los aperitivos y el refresco hubieran pasado a la historia, seguía leyendo.

Y descubrió pocas cosas nuevas. Detalles, por supuesto. Horas. Pero nada que apoyara su corazonada.

Dick Danson estaba muerto.

Y ella había dejado a Leo y su familia solos con un asesino. Llamó a Billie para decirle que había acabado. Oyó música y risas de fondo. Connor propuso que uno de sus agentes la llevara en coche al Lodge.

Por lo visto, la noche todavía era joven.

El agente, un joven amable y recién salido de la adolescencia, la dejó en el hotel. Stacy encendió el fuego, llamó al servicio de habitaciones y se puso la bata.

Su móvil sonó. Vio que era de nuevo Malone. Esta vez contestó, lista para arrastrarse ante él si era necesario. Para admitir que su corazonada había fallado, que estaba quemada y que su instinto había errado el tiro.

Necesitaba oír su voz.

– Malone…

– ¿Dónde estás?

Parecía tenso. No iba a gustarle su respuesta.

– En California. En el Lodge de Pebble Beach.

Siguió un largo silencio.

– ¿Estás jugando al golf?

Ella sonrió al sentir su evidente confusión.

– No. He venido siguiendo una corazonada. Con Billie.

– ¿Billie la devoradora de hombres?

Qué curioso, ella misma había pensado en su amiga en esos términos hacía poco.

– La misma.

– Killian, la superheroina. ¿Qué corazonada?

– La verdad es que me he llevado un buen chasco. Mis corazonadas son una mierda.

Él se echó a reír, pero su risa sonó crispada. Sin ganas.

– Los naipes están muertos. August Wright y Roberto Zapeda. Compañeros. En lo profesional y en lo personal.

– ¿Alguna relación con Leo?

– Eran sus decoradores.

– Mierda.

– Eso diría yo. Tu jefe está con el agua hasta las rodillas.

– ¿Leo? ¿Qué…?

– Tengo que irme.

– No, espera…

Él puso fin a la llamada. Stacy cerró el teléfono y se quedó mirando el fuego que chisporroteaba en la chimenea. Todo aquel lujo desperdiciado en ella.

Era hora de irse a casa.

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