Capítulo 48

Viernes, 18 de marzo de 2005

4:45 p.m.


El avión de Stacy aterrizó puntualmente en Nueva Orleans. Mientras se dirigía hacia la puerta de salida, Stacy repasó los acontecimientos del día. Tras averiguar que el dentista que había identificado los restos de Dick Danson había sido asesinado, había dado media vuelta y regresado al hotel. Billie se había registrado de nuevo y había vuelto a instalarse en su habitación antes siquiera de que la limpiaran. Desde allí, habían llamado al jefe Battard para informarle de que Billie iba a quedarse y preguntarle si Stacy podía reunirse con él enseguida a fin de explicarle los motivos de su cambio de planes. Y solicitar su ayuda.

De camino, Stacy había informado a Billie de lo que quería que hiciera: buscar los casos de personas desaparecidas en la zona de Carmel en la época del suicidio de Danson y, en caso de que hubiera alguno, descubrir si la persona en cuestión había sido paciente del doctor Mark Carlson. También quería que accediera a los historiales del dentista para cotejarlos con los que se habían utilizado para la identificación del cuerpo de Danson.

El jefe Battard le facilitaría las cosas. Resultaba casi imposible acceder a los historiales médicos sin una autorización oficial.

Se habían reunido con Battard en su despacho de la comisaría. Stacy le había explicado su teoría y le había pedido ayuda. Battard no se había echado a reír, lo cual decía mucho en su favor.

Y había aceptado ayudarlas.

Stacy sospechaba que la perspectiva de pasar unos cuantos días más con la bella Billie había influido en su buen talante.

Stacy salió del avión. En una cosa tenía razón, estaba segura de ello.

Dick Danson estaba vivo. Era el Conejo Blanco.

Y era un asesino.

En cuanto hubo salido de la terminal, encendió el teléfono. Tenía tres mensajes en el contestador. A juzgar por el número, eran los tres de Leo.

Había hablado con él a primera hora de la mañana. Le había dicho que su viaje había sido un fiasco y que volvía a casa. Pero desde esa llamada habían sucedido muchas cosas. Más, por lo visto, de las que ella creía.

Mientras se dirigía al aparcamiento, leyó los mensajes. La primera llamada era, en efecto, de Leo. Estaba disgustado. Le temblaba la voz.

Kay… ha desaparecido. Está… El Conejo Blanco… Puede que esté muerta. Llámame en cuanto aterrices.

El segundo era de Alicia, no de su padre. Estaba llorando, tanto que Stacy apenas pudo entender lo que decía. Su mensaje era en esencia casi idéntico al de su padre. Estaba asustada.

Stacy hizo una mueca amarga y apretó el paso. El tercer mensaje era de Leo. Según el registro de llamadas, la había llamado justo antes de que aterrizara su avión. Malone había conseguido una orden de registro y estaba en la casa. Leo no sabía qué hacer.

Una orden de registro.

La pelota había echado a rodar.

Salió de la terminal y el aire húmedo de Nueva Orleans la envolvió en un abrazo de oso. Cruzó los carriles destinados al tráfico, llegó al garaje del aparcamiento, buscó su coche, lo abrió y metió dentro la bolsa de viaje,

Unos minutos después, se hallaba en la carretera de acceso al aeropuerto, en dirección a la I-10 este. Calculaba que el trayecto le llevaría un cuarto de hora, en caso de que no hubiera accidentes, obras o un partido en el Superdome.

Intentó hablar con Leo, pero le saltó el buzón de voz. Leo no estaba en la casa y dejó un mensaje. Llamó a Malone, con idéntica suerte. Invirtió el resto del viaje en repasar lo que sabía sobre los acontecimientos recientes y en prepararse para lo que la aguardaba.

Los naipes estaban muertos. Kay había desaparecido. Malone y su compañero habían conseguido una orden de registro, lo cual significaba que tenían pruebas suficientes para convencer a un juez.

¿Qué tenían contra Leo?

Stacy pensaba averiguarlo.

Llegó a la mansión en lo que sospechaba había sido un tiempo récord. A juzgar por el número de coches aparcados frente a la casa, uno de ellos un coche patrulla del Departamento de Policía de Nueva Orleans, Malone y compañía seguían allí.

Aparcó, salió del coche y se acercó apresuradamente a la puerta.

La señora Maitlin, pálida y temblorosa, salió a abrir.

– Valerie -dijo Stacy, tendiéndole una mano-. Ya me he enterado. ¿Qué está pasando?

La mujer le agarró la mano y miró hacia atrás. Luego volvió a fijar la mirada en Stacy.

– Lo están revolviendo todo. Como si el señor Leo pudiera haberle hecho algo a la señora Noble. Y la pobre Alicia es la que… la sangre…

– ¡Stacy! -Leo cruzó corriendo el vestíbulo-. Gracias a Dios -llegó a la puerta y la hizo entrar-. Esto es increíble. Es una locura. Primero desaparece Kay. Y ahora este registro…

– ¿Has llamado a tu abogado?

– Sí. Ya habían ido a verlo, le habían enseñado la orden. Dice que parecía legal. Que no podía hacer nada, excepto cooperar.

– Si eres inocente, no tienes nada que…

Él la interrumpió con expresión dolida.

– ¿Si soy inocente? ¿Es que dudas de mí, Stacy?

– No era eso lo que quería decir. Intenta concentrarte, Leo. No van a encontrar nada. Así que tendrán que buscar en otra parte.

Vio a Alicia por el rabillo del ojo acurrucada en un sofá del salón. Parecía desorientada.

Aunque se compadeció de la muchacha, Stacy no apartó su atención de Leo.

– ¿Dejaron algún tipo de mensaje en la casa de invitados?

– No, que yo haya visto.

– Da la impresión de que sospechan que hay algo turbio. ¿Por qué? -él la miró sin comprender-. En el lugar de los hechos -dijo ella con suavidad-. ¿Había signos de lucha? ¿Sangre?

Él asintió con la cabeza, comprendiendo por fin.

– Sí. Yo… mandé a Alicia a buscar a Kay -se le quebró la voz-. Ella vio… Es culpa mía.

– ¿Cómo entraron, Leo?

– No lo sé -se pasó las manos por la cara-. La policía me ha preguntado si Kay dejaba alguna vez la puerta abierta.

Lo cual significaba que no había indicios de que hubieran forzado la entrada.

– ¿Qué les dijiste?

– Les dije que no.

Stacy posó una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.

– ¿Dónde están?

– Arriba.

– Enseguida vuelvo. Tú mantén la calma.

Stacy subió las escaleras y siguió el sonido de las voces. Vio que estaba todo revuelto. Típico de la policía, pensó al encontrarlos en su cuarto. Revolviendo el cajón de su ropa interior.

– ¿Se divierte, detective?

Spencer miró hacia atrás.

– Killian.

– Son de la talla mediana. No muy sexys, pero cómodas.

Tony se echó a reír y Malone cerró el cajón, algo azorado.

– La orden de registro incluye toda la finca. Ya sabes cómo son estas cosas.

– Sí, lo sé. ¿Podría hablar un momento contigo?

Él miró a su compañero, que le indicó con una seña que se fuera, y luego se reunió con ella en el pasillo.

– El reloj está haciendo tictac.

– Así que iré derecha al grano. Te equivocas respecto a Leo.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué estás tan segura?

– Dick Danson está vivo. Él…

– ¿Quién?

– El antiguo socio de Leo. Leo y él se separaron en muy malos términos. Supuestamente, Danson se suicidó el año pasado.

– Se tiró por un acantilado en Carmel, California. Ahora empiezo a acordarme. Por eso estabas allí. Tu corazonada.

– Sí.

– Creía que esa corazonada se había esfumado.

Ella le explicó rápidamente lo del suicidio y el hecho de que Danson hubiera sido identificado a partir de su dentadura. Malone miró deliberadamente su reloj.

– Para mí es prueba suficiente -dijo.

– Para mí también. Hasta que esta mañana me enteré de que el dentista que procuró los registros dentales fue asesinado poco después -hizo una pausa-. Nunca atraparon a su asesino.

Stacy pensó por un instante que le había convencido. Luego él la agarró por el codo y la alejó un poco de la puerta.

– Hemos hecho algunas averiguaciones sobre los asuntos financieros de tu amigo Leo Noble. Parece que le van muy bien las cosas. Realmente bien. Hace poco firmó un par de contratos de licencia. Por valor de millones, Stacy. Millones.

– ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver con…?

– Kay se lleva la mitad. De todo. Pasado, presente y futuro.

Ella se quedó mirándolo como si comprendiera al fin. Codicia. Uno de los motivos más viejos para el asesinato.

Sacudió la cabeza.

– Leo la quiere. Es la madre de su hija y su mejor amiga -mientras decía estas palabras, comprendió lo ingenuas que sonaban. Insistió, de todos modos-. Esta vez no había mensaje del Conejo Blanco, ¿verdad? -comprendió por su expresión que no lo había-. Ni mensaje, ni cuerpo. No encaja con el modus operandi del Conejo Blanco.

– Todas las víctimas están relacionadas con Leo. Él recibió las primeras tres notas y la última fue encontrada en su despacho. Y él conoce el juego mejor que nadie.

– Clark Dunbar está liado con Kay. ¿Lo sabías?

Stacy advirtió por su expresión que era la primera noticia que tenía.

– Los vi juntos. Una noche, muy tarde -señaló hacia su habitación-. Mi ventana da a la entrada de la casa de invitados.

Él sacó su libreta.

– ¿Cuándo fue eso?

– La noche antes de irme a California. El miércoles.

El tomó nota.

– ¿Estás segura de que era Dunbar?

– Absolutamente. No podía distinguir quién era, así que abrí la ventana. Oí su voz.

Spencer levantó una ceja.

– ¿Abriste la ventana?

– Me picó la curiosidad. ¿Has hablado con Dunbar?

– Está de viaje. Se ha tomado un largo fin de semana libre.

– Y la mujer con la que estaba liado desaparece, dejando detrás un montón de indicios sospechosos. Qué conveniente.

Spencer cerró la libreta de espiral y se la guardó en el bolsillo de la pechera.

– Lo comprobaremos.

Esta vez fue ella quien lo agarró del codo.

– Danson está vivo -dijo-. Es el Conejo Blanco. Y está intentando vengarse de Leo y de su familia.

– Piénsalo bien, Killian. Noble ha inventado toda esa historia del Conejo Blanco para matar a su mujer y salirse con la suya.

– Eso no tiene sentido.

– Claro que lo tiene. Es brillante. Una inmensa e intrincada pantalla de humo. Hasta tú formas parte del tinglado, Stacy -Malone se desasió de su mano y echó a andar por el pasillo.

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