Capítulo 2

Lunes, 28 de febrero de 2005

1:50 a.m.


El detective Spencer Malone detuvo su impecable Chevrolet Camaro rojo cereza de 1977 delante de la casa del barrio de City Park. Su hermano mayor, John, había comprado el coche a estrenar, y el Camaro había sido su ojito derecho, su orgullo y su alegría hasta que se casó y empezó a tener niños a los que llevar y traer a la guardería o a las fiestas de cumpleaños.

Ahora el Camaro era el orgullo y la alegría de Spencer. Spencer echó el freno y miró la casa a través del parabrisas. Los primeros agentes en llegar habían acordonado la zona; la cinta policial amarilla cruzaba el porche delantero, algo destartalado. Tras ella montaba guardia un agente que iba anotando el nombre de quienes hacían acto de presencia y la hora de su llegada. Spencer entornó los ojos al ver que era un novato que apenas llevaba tres años en el cuerpo, uno de sus más firmes detractores.

“Connelly. El muy capullo”.

Respiró hondo, intentando controlar su mal humor, aquel pronto que en tantas broncas le había metido. El mal carácter que le había impedido ascender, que había contribuido a que todo el mundo hubiera aceptado con tanta facilidad las acusaciones que habían estado a punto de poner fin a su carrera.

Cabreado y vehemente. Una fea combinación.

Spencer ahuyentó aquellos pensamientos. Aquel caso era suyo. El estaba al mando. No iba a cagarla.

Abrió la puerta del coche y salió al mismo tiempo que el coche del detective Tony Sciame se detenía ante la casa. En el cuerpo de policía de Nueva Orleans, los detectives no tenían compañeros fijos; se turnaban. Cuando surgía un caso, el siguiente en la lista se hacía cargo de él. El detective en cuestión elegía a otro para que lo ayudara, y esa elección dependía de factores tales como la disponibilidad, la experiencia y las relaciones de amistad.

La mayoría tendía a buscar a alguien con quien congeniara. Una especie de compañerismo simbiótico. Tony y él trabajaban bien juntos por diversas razones. Cada uno llenaba las lagunas del otro, por así decirlo.

Spencer tenía muchas más lagunas que llenar que Tony. Tony era un carroza, un veterano que llevaba treinta años en el cuerpo, veinticinco de ellos en Homicidios. Felizmente casado desde hacía treinta y dos años, durante los cuales había engordado a razón de medio kilo por año, tenía cuatro hijos (uno ya mayor, que se había independizado, otro que vivía en casa y dos que estudiaban en la Universidad Estatal de Luisiana en Baton Rouge), además de una hipoteca y un perro roñoso llamado Frodo. Aunque hacía poco que eran compañeros, ya se les comparaba con Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco. Spencer hubiera preferido que los compararan con Gibson y Glover (reservándose para sí mismo el personaje guapo y rebelde que interpretaba Mel Gibson), pero sus colegas no parecían muy por la labor.

– Eh, tú, Niño Bonito.

– Gordinflón.

A Spencer le gustaba meterse con Tony por su barriga; su compañero le devolvía el favor dirigiéndose a él como Niño Bonito, junior o Mandamás. Daba igual que Spencer, a sus treinta y un años y con nueve de servicio a sus espaldas, no fuera ni un novato ni un crío. Era nuevo tanto en el rango de detective como en la división de Homicidios, lo cual, en el mundillo del Departamento de Policía de Nueva Orleans, bastaba para convertirlo en blanco de continuas bromas.

Tony se echó a reír y se dio una palmada en la tripa.

– Estás celoso.

– Lo que tú digas -Spencer señaló la furgoneta del equipo de criminalística-. Los técnicos se nos han adelantado.

– Valientes gilipollas. Son unos trepas.

Echaron a andar el uno al lado del otro. Tony miró el cielo sin estrellas.

– Me estoy haciendo viejo para esta mierda. Cuando me avisaron Betty y yo le estábamos echando la bronca a nuestra hija pequeña por saltarse el toque de queda.

– Pobre Carly.

– Y un cuerno. Esa chica es un peligro. Cuatro hijos, y justo la pequeña es un demonio. ¿Ves esto? -señaló la coronilla, casi calva, de su cabeza-. Todos han contribuido, pero Carly… Tú espera y verás.

Spencer se echó a reír.

– Tengo seis hermanos. Sé cómo son los niños. Por eso no pienso tenerlos.

– Lo que tú digas. Por cierto, ¿cómo se llamaba?

– ¿Quién?

– Tu cita de esta noche.

La verdad era que había salido con sus hermanos Percy y Patrick. Habían tomado un par de cervezas y una hamburguesa en la Taberna de Shannon. Lo más cerca que había estado de marcarse un tanto había sido colar la octava bola en la tronera del rincón para derrotar a Patrick, el as del billar de la familia.

Pero Tony no quería que le contara eso. Los hermanos Malone eran una leyenda en la policía de Nueva Orleans. Guapos, pendencieros y juerguistas, con fama de mujeriegos.

– Yo no voy contando esas cosas por ahí, socio.

Llegaron junto a Connelly. Spencer lo miró a los ojos y el recuerdo lo asaltó de nuevo. Estaba trabajando en la Unidad de Investigación del Distrito 5, a cargo del dinero destinado a los soplones. Quinientos pavos, una miseria en los tiempos que corrían, pero suficiente para que lo arrastraran por el fango cuando el dinero desapareció. Suspendido de empleo y sueldo, acusado y enjuiciado.

Los cargos fueron sobreseídos, su nombre quedó limpio. Al final resultó que el teniente Moran, su inmediato superior, el que había puesto la caja a su cuidado, le había tendido una trampa. Porque “confiaba en él”. Porque creía que “estaba a la altura de esa responsabilidad”, a pesar de que sólo llevaba seis meses en la Unidad.

Lo más probable era que Moran lo creyera un primo.

Si no hubiera sido porque su familia se había negado a aceptar su culpabilidad, el muy cabrón se habría salido con la suya. Si Spencer hubiera sido declarado culpable, no sólo lo habrían expulsado del cuerpo: habría ido a la cárcel.

Al final, había malgastado un año y medio de su vida.

Cuando pensaba en ello todavía se ponía enfermo. Le enfurecía recordar cuántos compañeros se habían vuelto en su contra, incluida aquella sabandija de Connelly. Hasta entonces, había considerado el cuerpo de policía de Nueva Orleans como una especie de extensa familia cuyos agentes eran sus hermanos y hermanas.

Y, hasta ese momento, la vida había sido para él una gran fiesta. Laissez les bon temps rouler, al estilo de Nueva Orleans.

Todo eso había cambiado por culpa del teniente Moran. Aquel tipo había convertido su vida en un infierno. Había destruido sus ilusiones acerca del cuerpo y de lo que significaba ser policía.

Las juergas ya no eran tan divertidas. Ahora veía las consecuencias de sus actos.

Para impedir que se querellara, el Departamento le había pagado los atrasos y lo había ascendido a la DAI.

La División de Apoyo a la Investigación. Su trabajo soñado.

A fines de los años noventa el Departamento se había descentralizado sacando de su sede algunas unidades de investigación, como las de Homicidios y Crimen Organizado, y dividiéndolas entre las ocho comisarías de distrito de la ciudad. Los habían empaquetado a todos, con prisas y de cualquier manera, en una Unidad de Investigación Criminal que desempeñaba distintas funciones. Los detectives de UIC no se especializaban; se ocupaban de todo tipo de casos, desde robos a delitos relacionados con las mafias, pasando por los homicidios sin premeditación.

Sin embargo, para los mejores detectives de homicidios (aquéllos que contaban con más experiencia y formación, la flor y nata del cuerpo), se había creado la DAI. Enclavada en la sede central de la policía, sus detectives se ocupaban de homicidios enfriados (los que, después de un año, seguían sin resolverse) y de todo tipo de asuntos jugosos: crímenes sexuales, asesinatos en serie, secuestros de niños…

Algunos decían que la descentralización había sido un gran éxito. Otros la consideraban un embarazoso fracaso. Sobre todo, en lo que se refería a los casos de homicidio. Al final sólo una cosa había quedado clara: le ahorraba dinero al departamento.

Spencer había aceptado el manifiesto soborno del departamento porque era poli. Más que de su profesión, se trataba de su identidad. Nunca se había considerado otra cosa. ¿Cómo iba a hacerlo? Llevaba el trabajo policial en la sangre. Su padre, su tío y su tía eran policías. Y también varios primos y todos sus hermanos, menos dos. Su hermano Quentin había abandonado el cuerpo después de dieciséis años de servicio para estudiar Derecho. Pero, aun así, no se había alejado demasiado del “negocio” familiar. Como letrado de la fiscalía de distrito de la parroquia de Orleans, contribuía a sentenciar a los tipos a los que los otros Malone se encargaban de atrapar.

– Hola, Connelly -dijo Spencer secamente-. Aquí estoy, de vuelta del mundo de los muertos. ¿Sorprendido?

El agente miró hacia otro lado.

– No sé a qué se refiere, detective.

– Y un cuerno -se inclinó hacia él-. ¿Te causa algún problema trabajar conmigo?

El agente dio un paso atrás.

– No, señor, ningún problema.

– Me alegro. Porque he venido para quedarme.

– Sí, señor.

– ¿Qué tenemos?

– Doble homicidio -al novato le tembló ligeramente la voz-. Dos mujeres. Estudiaban en la universidad -miró sus notas-. Cassie Finch y Beth Wagner. Avisó esa vecina de ahí. Se llama Stacy Killian.

Spencer miró hacia donde le indicaba. Una joven que sostenía en brazos un perrito dormido permanecía de pie en el porche. Era alta, rubia y, por lo que podía ver desde allí, bastante atractiva. Parecía llevar un pijama debajo de la chaqueta vaquera.

– ¿Qué ha contado?

– Creyó oír disparos y fue a investigar.

– A eso lo llamo yo una maniobra inteligente -Spencer sacudió la cabeza con fastidio-. ¡Civiles!

Echaron a andar hacia el porche. Tony lo miró de reojo.

– Bien hecho, Niño Bonito, le has puesto en su sitio. Menudo capullo.

Tony nunca había sucumbido al vapuleo de Malone, que se había convertido en el pasatiempo favorito de muchos en el Departamento de Policía de Nueva Orleans. Había permanecido a su lado y al de todo el clan Malone a la hora de defender su inocencia. Y eso no siempre había sido fácil. Spencer lo sabía. Sobre todo, cuando empezaron a acumularse las pruebas en su contra.

Había algunos que todavía no se habían convencido de su inocencia… o de la culpabilidad del teniente Moran, ni siquiera a pesar de su readmisión en el cuerpo y de la confesión y suicidio de Moran. Creían que la familia Malone lo había “preparado” todo de algún modo, usando su considerable influencia en el Departamento para que el asunto cayera en el olvido.

Aquello sacaba a Spencer de sus casillas. Detestaba haber contribuido, aunque fuera involuntariamente, a empañar la reputación de su familia, y odiaba las miradas recelosas y los chismorreos de sus compañeros.

– Ya se les pasará -murmuró Tony como si le hubiera leído el pensamiento-. Los polis no tenemos tan buena memoria. Es por el envenenamiento por plomo, en mi modesta opinión.

Spencer le sonrió mientras subían los escalones.

– ¿Tú crees? Yo me inclino más bien hacia una exposición prolongada al tinte azul.

Cruzaron el porche. Spencer era consciente de la mirada de la vecina clavada en él. No la miró. Más tarde habría tiempo para su angustia, y para hacer preguntas. De momento, tenían otras cosas entre manos.

Entraron en la casa. Los técnicos estaban trabajando. Spencer experimentó un leve arrebato de euforia al recorrer con la mirada el lugar de los hechos.

Deseaba trabajar en Homicidios desde que tenía uso de razón. De niño, escuchaba embobado las discusiones de su padre y su tío Sammy sobre los casos en que trabajaban. Luego había mirado con maravillado asombro a sus hermanos John y Quentin. Cuando el Departamento se había descentralizado, quiso integrarse en la DAI.

La DAI era la leche. Lo mejor de lo mejor.

Él era demasiado chapucero para conseguir un puesto en aquella unidad. Y sin embargo allí estaba, en pago por su cooperación y su buena voluntad.

No era tan orgulloso como para haberse negado a aquel soborno.

Fijó la atención en la escena que tenía ante sí. Era el típico apartamento de estudiantes. El suelo estaba cubierto de muebles baratos de tercera y cuarta mano, de ceniceros a rebosar y de botes de Coca-cola light. Un piso de chicas, pensó. Si allí viviera un chico, las latas serían de cerveza Miller. O quizá de Abita, la cerveza característica del sur de Luisiana.

La primera víctima yacía boca abajo en el suelo. Le habían volado parcialmente la parte de atrás de la cabeza. El forense ya le había cubierto las manos con bolsas.

Spencer dirigió la mirada hacia un joven detective al que conocía del Distrito 6. No recordaba su nombre.

Tony, sí.

– Eh, Bernie. ¿Eres tú el que nos ha llamado?

– Sí, lo siento. No es un homicidio involuntario, así que he pensado que cuanto antes os hagáis cargo, mejor.

El joven parecía nervioso. Era nuevo en la Unidad de Investigación Criminal. Seguramente sólo se había encargado de tiroteos entre bandas callejeras.

– Mi compañero, Spencer Malone.

Algo brilló en los ojos del joven. Spencer supuso que había oído hablar de él.

– Bernie St. Claude.

Se estrecharon la mano. Ray Hollister, el forense de la parroquia de Orleans, levantó la vista.

– Veo que está aquí la banda al completo.

– Los jinetes de medianoche -dijo Tony-. Qué suerte la nuestra. ¿Ya has trabajado con Malone, Ray?

– Con éste, no -el oficial inclinó la cabeza en su dirección-. Bienvenido al club de los homicidios a medianoche.

– Me alegra estar aquí.

Un par de técnicos bufaron al oírle.

Tony le lanzó una sonrisa.

– Lo peor de todo es que lo dice en serio. No te entusiasmes tanto, Niño Bonito, o darás que hablar.

– Bésame el culo, Tony -dijo Spencer con buen humor, y fijó de nuevo su atención en el forense-. ¿Qué ha descubierto hasta ahora?

– De momento parece todo bastante claro. Dos disparos. Si el primero no la mató, lo hizo el segundo.

– Pero ¿por qué le dispararon? -se preguntó Spencer en voz alta.

– Ése es su trabajo, muchacho, no el mío.

– ¿La han violado? -preguntó Tony.

– Creo que no, pero la autopsia nos lo dirá.

Tony asintió con la cabeza.

– Vamos a echarle un vistazo a la otra víctima.

– Que se diviertan.

Spencer no se movió; se quedó mirando la salpicadura de sangre en forma de abanico que había en la pared, junto a la víctima. Volviéndose hacia su compañero, dijo:

– El asesino estaba sentado.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fíjate -rodeó el cuerpo y se acercó a la pared-. Las manchas de sangre van hacia arriba.

– Que me aspen.

Hollister se quedó pensando.

– Las heridas corroboran esa teoría.

Spencer miró a su alrededor, excitado. Su mirada se posó en una mesa y una silla.

– Estaba ahí -dijo, acercándose a la silla. Se agachó a su lado para no alterar las pruebas. Visualizó la secuencia de los hechos: el asesino sentado, la víctima que se vuelve hacia él. Y luego bang, bang.

¿Qué estaban haciendo? ¿Por qué quería matarla él?

Dirigió la mirada hacia la mesa polvorienta. Había en ella una silueta sutil, del tamaño y forma de un ordenador portátil.

– Echa un vistazo a esto, Tony. Creo que aquí había un ordenador.

La colocación de la mesa apoyaba su hipótesis: en la pared contigua había un enchufe y un cajetín telefónico.

Tony asintió con la cabeza.

– Podría ser. Pero también podría ser un libro, o un cuaderno, o un periódico.

– Tal vez. Fuera lo que fuese, ya no está. Y parece que ha desaparecido hace poco -se puso unos guantes de látex y pasó un dedo por la marca rectangular. Al ver que no había polvo, le hizo una seña al fotógrafo y le pidió que hiciera unas fotos de la parte de arriba de la mesa y de la silla.

– Vamos a asegurarnos de que empolven bien esa zona.

Spencer, que sabía que se refería a empolvar las superficies en busca de huellas dactilares, asintió con la cabeza.

– Vale.

Tony y él siguieron adelante. Encontraron a la segunda víctima. También le habían disparado. El escenario, sin embargo, era totalmente distinto. La chica tenía dos disparos en el pecho y yacía de espaldas, en medio de la puerta de la habitación. La parte de delante del pijama estaba ensangrentada y un círculo rojo rodeaba su cuerpo.

Spencer se acercó a ella, le buscó el pulso y miró a Tony.

– Estaba en la cama, oyó los disparos y se levantó a ver qué pasaba.

Tony parpadeó y, apartando la vista de la víctima, miró a Spencer con una expresión extraña.

– Carly tiene un pijama igual. Se lo pone todo el tiempo.

Una coincidencia insignificante, pero que recordaba demasiado a casa.

– Atraparemos a ese cabrón.

Tony asintió con la cabeza y acabó de examinar el cuerpo.

– El robo no era el móvil -dijo Tony-. Tampoco quería violarlas. No hay signos de violencia.

Spencer frunció el ceño.

– Entonces, ¿por qué las mató?

– Tal vez la señorita Killian pueda ayudarnos.

– ¿Tú o yo?

– A ti se te dan mejor las mujeres -Tony sonrió-. Adelante.

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