Capítulo 20

Martes, 8 de marzo de 2005

11:15 p.m.


Parado en la acera, delante del destartalado complejo de apartamentos, Spencer esperaba a Tony. Su compañero había llegado justo detrás de él, pero aún no había salido de su coche. Estaba hablando por el móvil; la conversación parecía acalorada. Sin duda la famosa Carly, pensó Spencer. Otra vez lo mismo.

Fijó su atención en la calle, en las hileras de casas, casi todas ellas viviendas multifamiliares. En una escala de preferencia, aquel barrio de Bywater no superaba el tres, aunque Spencer suponía que eso dependía de la perspectiva de cada cual. Algunas personas se morían por vivir allí; otras se matarían antes.

La comisura de su boca se alzó en una sonrisa amarga. A otros, sencillamente, se les venía la muerte encima.

Desvió la mirada hacia el complejo de cuatro apartamentos. Los primeros agentes habían acordonado la zona y la cinta amarilla se extendía ante el soportal. En sus buenos tiempos, el edificio había sido una vivienda de clase media con espacio suficiente para albergar a una familia numerosa. En algún momento, cuando aquella zona cayó en la desidia y el abandono, había quedado dividido en pequeños apartamentos, y su hermosa fachada fue recubierta con aquel espantoso papel embreado que tan popular se hizo tras la II Guerra Mundial.

Spencer se volvió al oír cerrarse la puerta del coche. Tony había acabado de hablar; aunque, por su cara de enfado, Spencer dedujo que la cosa no había acabado ahí.

– ¿Te he dicho que odio a los adolescentes? -dijo Tony al llegar a su lado.

– Repetidas veces -echó a andar a su lado-. Gracias por venir.

– Últimamente aprovecho cualquier excusa para salir de casa.

– Carly no es tan mala -dijo Spencer con una sonrisa-. Es sólo que tú estás viejo, Gordinflón.

Tony lo miró con enfado.

– No te pases de listo, Niño Bonito. Esa chica me está sacando de quicio.

– El poli se cabrea. Mal asunto -Spencer levantó la cinta policial para que pasara Tony y luego pasó por debajo de ella.

Un perro de mísero aspecto los miraba desde la valla de alambre del vecino. No había ladrado ni una sola vez, cosa que a Spencer le extrañaba.

Se acercaron al primer agente, una mujer con la que había salido su hermano Percy. La cosa no había acabado bien.

– Hola, Tina.

– Spencer Malone. Veo que has ascendido.

– En Nueva Orleans todo es posible.

– ¿Cómo está el inútil de tu hermano?

– ¿Cuál de ellos? Tengo varios que encajan con esa descripción.

– En eso tienes razón. Mejorando lo presente.

– Eso no se lo discuto, agente DeAngelo -Spencer sonrió-. ¿Qué tenemos?

– Ha sido en el apartamento de arriba. La víctima está en la bañera. Totalmente vestida. Se llamaba Rosie Allen. Vivía sola. Llamó el inquilino de abajo. Se le estaba mojando el techo. Intentó reanimarla, no pudo y nos llamó.

– ¿Por qué nos has llamado a nosotros y no a la UIC?

– Esto tiene toda la pinta de ser un caso para la DAI. El asesino nos dejó su tarjeta de visita.

Spencer frunció el ceño.

– ¿Oyó algo el vecino? ¿Vio algo sospechoso?

– No.

– ¿Y los otros vecinos?

– Nada.

– ¿Habéis llamado a los técnicos?

– Vienen de camino. Y el forense también.

– ¿Habéis tocado algo?

– Le buscamos el pulso y cerramos los grifos. Y también apartamos la cortina de la ducha. Eso es todo.

Spencer asintió con la cabeza. Tony y él echaron a andar por la acera. Al llegar a la puerta abierta del edificio, Spencer se detuvo y se dio la vuelta.

– Le diré a Percy que has preguntado por él.

– Si quieres morir, hazlo.

Tony y él subieron riendo las escaleras, que desembocaban en el cuarto de estar del apartamento. La habitación había sido convertida en un taller, provisto de dos mesas con sendas máquinas de coser profesionales. A lo largo de una pared había una serie de canastos llenos de ropa; a lo largo de otra, percheros repletos de prendas colgadas, uno de ellos cargado de disfraces, de ésos que despertaban los mayores aplausos en el desfile gay de los carnavales. Montones de lentejuelas. Recargados hasta el extremo.

Contra la pared del fondo había un tresillo viejo. Delante de él, una mesa baja y desportillada. Sobre ella había apiladas un montón de novelas de bolsillo. Una de ellas estaba abierta boca abajo. Junto a ella había una linda taza de porcelana con su platillo. Parecía antigua. Y femenina.

Spencer se acercó a la mesa. En la taza sólo quedaban unos posos. Sobre el platillo había una galleta a medio comer.

Fijó su atención en los libros. Novelas de amor. Unas cuantas de misterio. Hasta una del oeste. No reconoció ningún título.

– No hay tele -dijo Tony, sorprendido-. Todo el mundo tiene tele.

– Puede que esté en el dormitorio.

– Puede.

Tras ellos oyeron el alboroto de los técnicos que llegaban. Como un rebaño de reses subiendo las escaleras de madera. Spencer, que no quería darles la bienvenida a sus compañeros, le indicó a Tony el cuarto de baño. Ellos habían llegado primero; tenían derecho a examinar en primer lugar la escena del crimen.

El apartamento tenía un solo cuarto de baño, situado en la parte de atrás, entre el dormitorio y la cocina. El suelo de baldosas blanquinegras estaba cubierto por varios centímetros de agua. Nada parecía fuera de su sitio, salvo los pies calzados con pantuflas y las piernas huesudas que asomaban por el borde de la bañera con patas en forma de garra.

Spencer recorrió la habitación con la mirada. La escena intacta de un crimen podía contar muchas cosas, en susurros que ahogaba el exceso de cuerpos calientes. No siempre. Pero a veces, si había suerte…

Entró en el cuarto de baño. Y sintió una especie de presencia. Algo parecido al eco del crimen, que hizo que se le erizara la piel.

Paseó la mirada por el cuarto, en el que apenas cabía la bañera, apoyada contra la pared del fondo. La cortina de vinilo, colgada de una barra circular, estaba apartada hacia un lado.

Se acercaron a la bañera. Tony masculló algo acerca de que se le estropearían los zapatos. Spencer no le hizo caso. No podía apartar los ojos de la mujer.

Ella lo miraba fijamente desde su tumba de agua, sus ojos de un azul desvaído. ¿Los habría descolorido la edad?, se preguntó. ¿O la muerte? El pelo le rodeaba la cabeza como un halo de algas grises y livianas. Tenía la boca abierta.

Llevaba puesta una bata de felpilla del mismo color que sus ojos. Bajo ella, un camisón de algodón blanco. Las zapatillas de pelillo rosa que colgaban de sus pies estaban secas.

Aquellos ojos, su mirada ciega, parecían llamarlo. Parecían suplicarle que los escuchara.

Spencer se inclinó. “Háblame. Estoy escuchando”.

Ella se había preparado para irse a la cama. Estaba leyendo. Disfrutando de una taza de té y una galleta. A juzgar por el estado del baño y por las zapatillas secas, no se había resistido a su agresor.

Sus manos, que colgaban inermes bajo el agua, parecían limpias.

– Qué raro -dijo Tony-. ¿Dónde está esa tarjeta de visita?

– Buena pregunta. Vamos a ver el…

– Sonreíd, chicos.

Se giraron. La cámara soltó un fogonazo y el fotógrafo del equipo de criminalística les lanzó una sonrisa.

Empleados del Departamento de Policía de Nueva Orleans, aunque no fueran policías, algunos de los técnicos eran tipos extraños. Entre ellos, Ernie Delaroux. Spencer había oído decir que Delaroux guardaba un álbum con imágenes de cada crimen que fotografiaba: su propio libro de los horrores.

– Vete a la mierda, Ernie.

El otro se limitó a reír y entró ruidosamente en el cuarto de baño, levantando el agua como un niño de cinco años que chapoteara en un charco.

Disipando los susurros, pensó Spencer. Antes de que él tuviera ocasión de llegar a distinguirlos.

– Será mamón -masculló Tony, haciendo sitio para que el fotógrafo hiciera su trabajo.

– Te he oído -dijo Delaroux casi alegremente.

– Hola, chicos.

El saludo procedía de Ray Hollister.

– Hola, Ray. Bienvenido a la fiesta.

– Dudoso honor -Hollister miró el suelo-. Se me van a estropear los zapatos. Y me gustan estos zapatos.

– Lo mismo digo -dijo Tony.

La Oficina del Forense de la parroquia de Nueva Orleans tenía seis patólogos en plantilla. Todos ellos, a los que se llamaba también “investigadores forenses”, podían acudir a examinar la escena de cualquier muerte violenta que se produjera en la parroquia. Junto a ellos iba un conductor, también empleado de la Oficina del Forense, cuyo deber consistía en envolver y cargar el cuerpo… y en fotografiar el lugar de los hechos. No se trataba únicamente de que la Oficina del Forense quisiera disponer de su propio archivo fotográfico: a menudo, los archivos dobles resultaban de incalculable valor en la sala de un tribunal.

Era esencial que las fotografías se tomaran antes de que se tocara el cuerpo.

Ray aguardó mientras los dos fotógrafos hacían su trabajo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Esperábamos que tú nos lo dijeras.

– A veces llevo un conejo en la chistera y a veces no.

Spencer asintió con la cabeza. Cualquier policía que mereciera su salario sabía que así eran las cosas. Algunos casos se cerraban con toda facilidad y rapidez; casi por arte de magia. En otros, en cambio, iba surgiendo un muro de ladrillo tras otro, por más hábil y minucioso que fuera el equipo de criminalística.

La naturaleza de la bestia.

– Parece que la víctima se ha ahogado -dijo Spencer-. La posición de las piernas y de los pies indica un homicidio, pero no hay signos de lucha. Es extraño.

– He visto cosas más raras, detective Malone -los dos fotógrafos acabaron y fueron a fotografiar el resto del apartamento. Ray se puso unos guantes y se acercó a la bañera-. Va a ser un infierno extraer pruebas, con tanto agua.

– Dinos algo que no sepamos.

– Lo intentaré. Dadme cinco minutos.

Spencer y Tony salieron al cuarto de estar. Los técnicos ya se habían puesto manos a la obra buscando huellas. Spencer y Tony los rodearon y entraron en el dormitorio. La colcha estaba pulcramente retirada. En un cesto había ropa sucia. En la mesilla de noche, un vaso de agua intacto y, junto a él, una pequeña píldora blanca.

Nada fuera de lugar. Ni un solo indicio de que faltara algo.

Como un decorado de teatro, pensó Spencer. Un instante congelado en el tiempo. Daba escalofríos.

Examinaron los armarios y los cajones y entraron luego en la pequeña cocina. Estaba en orden, como el resto del apartamento. Una lata de galletas de mantequilla sobre la encimera. Una caja de té a su lado. Hora de dormir, pensó Spencer.

– Me encantan esas galletas -dijo Tony-. Pero mi mujer se niega a comprarlas. Dice que tienen demasiada grasa.

Spencer miró a su compañero.

– Es una mujer muy sabia, Gordinflón. Deberías hacerle caso.

– Bésame el culo, Niño Bonito.

– Gracias, pero paso. Los culos gordos y peludos no me van.

Tony se echó a reír.

– Bueno, ¿qué opinas? ¿Qué le pasó a Rosie?

– Iba a meterse en la cama. La bata, las zapatillas, la colcha retirada…

Tony asintió con la cabeza y prosiguió.

– Está sentada en el sofá, tomándose una taza de té y una galleta y leyendo unas pocas páginas antes de irse a dormir.

– Suena el timbre. Contesta y ¡bam! Adiós, Rosie.

– Conocía al tipo, en mi opinión. Por eso abre la puerta en bata, le deja entrar. Por eso no hay lucha.

– Pero ¿no se habría resistido al ver que la cosa se ponía fea? Sigo sin entenderlo.

– El la incapacita, amigo mío.

– ¿Cómo?

– Puede que Ray pueda decírnoslo.

Cuando llegaron al cuarto de baño, vieron que el patólogo ya había envuelto con bolsas de plástico las manos de la víctima.

– Las manos parecen limpias -dijo sin mirarlos-. No hay sangre, ni hematomas. No parece que tenga ningún hueso roto. Sospecho que encontraremos agua en sus pulmones.

– ¿No hay rastro de un golpe en la cabeza o algo por el estilo?

– No.

– ¿No puedes darnos nada, Ray?

El los miró por encima del hombro.

– Tenéis un verdadero misterio entre las manos, chicos. Echad un vistazo a esto.

Apartó la cortina de la pared del fondo. Spencer inhaló bruscamente. Tony dejó escapar un silbido.

La tarjeta de visita. Un mensaje escrito en la pared de azulejos, detrás de la cortina, con lo que parecía lápiz de labios. Un espantoso tono anaranjado.

Pobre Ratoncito. Ahogado en un charco de lágrimas.

Загрузка...