Viernes, 18 de marzo de 2005
11:10 a.m.
Cuando Spencer llegó a la mansión de los Noble, el oficial de guardia le dirigió hacia la casa de invitados. Allí encontró a Tony.
– Hola, Niño Bonito. Has tardado poco.
– Creo que he batido un récord de velocidad en tierra firme -paseó la mirada por la ordenada habitación, fijándose en el buen gusto con que estaba decorada. Parecía salida de la revista Southem Living. Se preguntó si los recién fallecidos Wright y Zapeda se habrían encargado de la decoración-. Ponme al día.
– Por lo visto Kay no se presentó a desayunar esta mañana. La asistenta no le dio mucha importancia. Aunque por lo visto la señora suele madrugar, de vez en cuando se queda durmiendo hasta tarde. Además, sufre de migrañas. También ocasionalmente -miró sus notas-. Ayer por la tarde se quejó de una.
– ¿Quién dio por fin la voz de alarma?
– La cría.
– ¿Alicia?
– Sí. A las diez y media, al ver que Kay no aparecía, Leo la mandó a ver cómo estaba su madre.
– ¿La puerta estaba abierta?
– Sí.
– ¿Por qué nos han llamado? Podría estar dando un paseo o haberse ido por ahí con sus amigas.
– No es probable. Echa un vistazo a esto.
Su compañero lo condujo al dormitorio. A diferencia del cuarto de estar, que estaba perfectamente ordenado, aquella habitación mostraba signos de lucha. La lámpara estaba volcada. Los cuadros torcidos. La cama deshecha.
Spencer se fijó en las sábanas revueltas. La colcha de seda, estampada con margaritas azules y beis, estaba salpicada de manchas oscuras.
Sangre. Se acercó a la cama. No había mucha, pero sí más de la que habría causado un rasguño o cualquier otra pequeña herida. En el suelo había un reguero que conducía a una puerta arqueada situada al fondo de la habitación. En el dintel del arco, la roja huella de una mano se destacaba sobre la pared pintada de un suave color azul.
Spencer se acercó. Observó la huella un momento y luego miró a Tony.
– Por el tamaño parece la mano de una mujer.
Tony asintió con la cabeza.
– Deberíamos compararla con las manos de otros miembros del personal de la casa, ver si el zapatito de cristal encaja.
Quizá fuera la huella del culpable, no de la víctima. No parecía así, pero podía no significar nada en absoluto.
Spencer señaló la puerta.
– Un estudio -dijo Tony-. Y un patio más allá.
Spencer asintió con la cabeza. Esquivó el reguero de sangre para no alterar ninguna prueba. Cada gota de sangre sería recogida y analizada. Sólo las pruebas de laboratorio demostrarían si pertenecían a la misma persona.
En el estudio había también signos de violencia. Muebles torcidos. Figurillas volcadas y rotas. Como si Kay se hubiera resistido con uñas y dientes, agarrándose a los muebles.
Eso era buena señal. Significaba que entonces aún estaba viva.
Las puertas de cristal correderas que daban al patio estaban abiertas. Había más sangre en el marco y en el panel de cristal. Spencer se acercó y miró fuera. El patio estaba rodeado de arbustos que hacían de él un lugar recoleto, una especie de glorieta interior. El agresor conocía la distribución de la casa, había elegido la ruta adecuada para evitar miradas curiosas. Se las había ingeniado para que se diera la voz de alarma lo más tarde posible.
– ¿Los técnicos están de camino? -preguntó Spencer.
– Los he llamado yo mismo.
– ¿Has hablado con alguien ya?
– No. Lo sé todo por Jackson. Unidad de Investigación Criminal, Distrito 3.
– Entonces, ¿fue Noble quien llamó a la policía?
– Sí. Los de centralita contactaron primero con la UIC. Los chicos del Distrito 3 se dieron cuenta de que estaba relacionado con nuestro caso y me llamaron.
– Me pregunto por qué no nos llamó Noble directamente -murmuró Spencer más para sí mismo que para Tony.
– Quizá para que se diera la alarma lo más tarde posible.
– Quiero interrogar a todos los de la casa. Empecemos por el dueño en persona.
– ¿Vamos juntos o por separado? -preguntó Tony.
– Por separado, así acabaremos antes. Tú empieza con la asistenta, y sigue a partir de ahí. Luego compararemos notas.
Tony estuvo de acuerdo y se dirigió a la cocina. Spencer encontró a Leo en su despacho. Estaba sentado a su mesa, con la mirada perdida y el semblante inexpresivo. Su hija, en cambio, permanecía acurrucada en un rincón del sofá, con las rodillas pegadas al pecho. A diferencia de su padre, parecía destrozada.
– Necesito hacerle unas preguntas, señor Noble.
– Leo -le corrigió él-. Adelante.
– ¿Cuándo vio por última vez a su mujer?
– Ex mujer. Anoche. Sobre las siete.
– ¿Se quedó trabajando hasta tarde?
– Cenamos todos juntos. ¿Verdad, tesoro?
La chica levantó la mirada como un ciervo paralizado ante los faros de un coche y asintió con la cabeza.
– Fuimos a comprar sushi.
Se le quebró la voz y apoyó la frente sobre las rodillas.
Spencer señaló la puerta.
– Quizá debiéramos hablar en el pasillo.
– Claro. Por supuesto -Leo se acercó a su hija-. ¿Tesoro? -ella levantó la vista-. El detective y yo vamos a salir un momento al pasillo. ¿Estarás bien sola?
Ella asintió con la cabeza, a pesar de que parecía aterrorizada.
– Llámame si me necesitas, ¿de acuerdo?
Alicia le hizo una seña de que lo haría y los dos salieron de la habitación y cerraron despacio la puerta tras ellos.
– Me ha parecido mejor que no nos oyera -dijo Spencer con voz suave. Lo cual era cierto, si bien no por la razón que creía Noble. No quería que las respuestas del padre influyeran en las de la hija.
– Debería haberme dado cuenta -dijo Leo-. Yo la mandé a buscar a Kay. Es culpa mía que viera… -se le quebró la voz-. ¿Por qué no fui yo mismo?
Parecía sentirse sinceramente culpable. Pero ¿por qué? ¿Por haber enviado inadvertidamente a su hija a la que muy bien podía ser la escena del asesinato de su madre? ¿O por hallarse involucrado en el crimen?
– Volvamos a anoche -dijo Spencer-. ¿El nombre del restaurante donde compraron el sushi?
– Jardín japonés. Está en esta misma calle, un poco más arriba.
Spencer hizo una anotación.
– ¿Cenan juntos a menudo?
– Varias veces por semana. A fin de cuentas, somos una familia.
– Pero no una familia típica.
– El mundo es muy variado, detective.
– ¿Y no volvió a verla después de la cena?
– No. Salí al porche de atrás a eso de medianoche…
– ¿A medianoche?
– Sí, a fumar un puro. Sus luces estaban encendidas.
Lo dijo como si fuera lo más natural del mundo.
– En la cena, ¿comentó algo acerca de un dolor de cabeza?
– ¿Un dolor de cabeza? No, que yo recuerde. ¿Por qué?
Spencer ignoró la pregunta y le lanzó otra.
– ¿La señora Noble suele acostarse tarde?
– No. El noctámbulo soy yo.
– ¿Alguna vez deja la puerta abierta?
– Nunca. Yo solía burlarme de ella, le decía que era una neurótica por hacer esas cosas. Siempre era muy detallista.
Spencer se extrañó al oírle hablar en pasado.
– ¿Era? ¿Sabe usted algo que nosotros ignoramos, señor Noble?
Leo se azoró.
– Claro que no. Me refería a los años que estuvimos casados. Y a su capacidad para los negocios.
– En lo que se refiere a sus negocios, ¿qué papel desempeña Kay?
– Es básicamente mi representante. Colabora con los contables y los abogados, revisa los contratos, supervisa a los empleados… y suele dejarme a mí la parte creativa.
– La parte creativa -repitió Spencer-. Discúlpeme, pero eso suena bastante egoísta.
– Supongo que sí, para usted. La mayoría de la gente no entiende el proceso creativo.
– ¿Por qué no me lo explica?
– El cerebro tiene dos lados, el derecho y el izquierdo. El izquierdo controla la organización y la lógica. Controla también el lenguaje y el habla, el pensamiento crítico y ese tipo de cosas.
– Así que tenía usted a Kay para que se ocupara de todas esas minucias del lado izquierdo del cerebro. ¿No podría haber contratado a otra persona para eso?
Leo pareció perplejo por la pregunta.
– Claro. Pero ¿por qué iba a hacerlo?
Spencer se encogió de hombros.
– Sospecho que habría tenido que pagarle menos. Dado que es su ex mujer, seguramente ella se siente con derecho a la mitad de todo cuanto posee.
Leo se sonrió.
– Tiene ese derecho. Yo nunca se lo he negado. Sin Kay, no habría llegado donde estoy. Ella hacía que me mantuviera concentrado, encauzaba mi entusiasmo y mi creatividad de tal forma que pudiera ganar dinero usando mi imaginación.
– Dice que tiene derecho a la mitad de todo. ¿Es eso lo que le da?
– Sí. La mitad.
– ¿De todo?
La expresión de Leo se alteró, como si de diera miedo.
– ¿Cree que tengo algo que ver con esto?
– Conteste a la pregunta, por favor.
– De todo -flexionó los dedos-. Yo no soy esa clase de hombre, detective.
– ¿Qué clase de hombre?
– De ésos que anteponen el dinero a las personas. El dinero no significa tanto para mí.
– Ya lo veo.
Al sentir su sarcasmo, el rubor inundó la cara de Leo.
– Yo sé quién ha hecho esto, y usted también debería saberlo.
– ¿Y quién es, señor Noble?
– El Conejo Blanco.