Capítulo 15

Sábado, 5 de marzo de 2005

12:30 a.m.


Spencer saludó al policía que montaba guardia a la puerta de la biblioteca universitaria. Era un veterano.

– ¿Cómo va eso?

El otro se encogió de hombros.

– Bien. Ojalá llegue pronto la primavera. Todavía hace demasiado frío para estos pobres huesos.

Sólo un oriundo de Nueva Orleans se habría quejado de una temperatura nocturna que rondaba los veinte grados.

El agente le tendió un portafolios.

Spencer firmó.

– ¿Arriba?

– Sí. En la cuarta.

Spencer encontró el ascensor. Estaba en la cama cuando recibió la llamada. Al principio pensó que había entendido mal a la operadora. No había ningún muerto. Un intento de violación. Pero la víctima aseguraba que tenía algo que ver con el asesinato de Cassie Finch.

Su caso.

Así que se había levantado de mala gana y había puesto rumbo a lo que entonces le había parecido el fin del mundo: el campus de la Universidad de Nueva Orleans.

El ascensor llegó a la cuarta planta; Spencer salió y siguió las voces. El grupo apareció ante su vista. Se detuvo. Killian. Estaba de espaldas a él, pero la reconoció de todos modos. No sólo por su hermoso pelo rubio, sino también por su porte. Erecto. Dotado de una especie de aplomo ganado a pulso.

A su derecha permanecían de pie un par de guardias de seguridad y John Russell, de la Unidad de Investigación Criminal, Distrito 3.

Spencer se acercó a ellos.

– Los problemas te persiguen, ¿eh, Killian?

Los otros tres lo miraron. Ella se giró. Spencer vio que tenía camisa manchada de sangre.

– Eso empieza a parecer -dijo ella.

– ¿Necesitas atención médica?

– No. Pero puede que él sí.

A él no le sorprendió que le hubiera dado su merecido. Señaló la mesa que había más cerca. Se acercaron y tomaron asiento.

Spencer se sacó del bolsillo la libreta de espiral.

– Cuéntame qué ha pasado.

Russell se acercó tranquilamente.

– Intento de violación -comenzó a decir-. El mismo modus operandi que las otras tres violaciones, las que están sin resolver…

Spencer levantó una mano.

– Quisiera oír primero la versión de la señorita Killian.

– Gracias -dijo ella-. No ha sido un intento de violación.

– Continúa.

– Me he quedado estudiando hasta tarde.

Él miró el material que había sobre la mesa y leyó los títulos por encima.

– ¿Estás documentándote?

– Sí.

– ¿Sobre los juegos de rol?

Ella levantó ligeramente el mentón.

– Sí. La biblioteca estaba desierta, o eso parecía. Oí algo detrás de las estanterías. Llamé. No hubo respuesta y fui a echar un vistazo.

Hizo una pausa. Se pasó las manos por los muslos, su único signo externo de nerviosismo.

– Cuando llegué a las estanterías, se fue la luz. La puerta de la escalera se abrió de golpe y entró alguien. Me dirigí hacia él. Entonces fue cuando me agarraron desde atrás.

– Entonces, ¿había otras dos personas, además de ti?

En el semblante de Stacy apareció algo semejante al asombro. Spencer sólo había repetido sus palabras de un modo distinto; saltaba a la vista que ella no había caído en la cuenta hasta ese momento.

Asintió con la cabeza. Él miró a los guardias.

– ¿Alguna otra de las víctimas informó de la presencia de más de un agresor?

– No -contestó el más joven.

Spencer volvió a fijar la mirada en ella.

– ¿Te agarró desde atrás?

– Sí. Y me sujetó de un modo que indicaba que sabía lo que hacía.

– Enséñamelo.

Ella asintió con la cabeza, se levantó y le hizo una seña al guardia.

– ¿Le importa? -él dijo que no, y ella hizo una demostración. Un instante después, soltó al guardia y volvió a su asiento-. Era varios centímetros más alto que yo. Y bastante fuerte.

– Entonces, ¿cómo lograste soltarte?

– Le clavé un bolígrafo en la tripa.

– Tenemos el bolígrafo -dijo Russell-. Embolsado y etiquetado.

– ¿Y qué tiene esto que ver con los asesinatos de Finch y Wagner?

Ella soltó un bufido exasperado.

– Ese tipo me dijo que me mantuviera al margen. O me las vería con él. Entonces me metió la lengua en la oreja. Y me preguntó si le había entendido.

– Parece una amenaza directa de violación -dijo Russell.

– Me estaba advirtiendo que no me metiera en la investigación -ella se levantó de un salto-. ¿Es que no lo ven? Le he tocado las narices a alguien. Me he acercado demasiado.

– ¿Las narices de quién?

– ¡No lo sé!

– Hemos alertado a la enfermería del campus por si aparece algún estudiante con una herida incisa.

Stacy dejó escapar un bufido de incredulidad.

– Habiendo al menos dos docenas de clínicas que atienden por Internet en la zona metropolitana, ¿cree que irá a la enfermería?

– Puede ser -dijo el guardia, poniéndose a la defensiva-. Si es un estudiante.

– Yo diría que eso es mucho suponer, agente -Stacy miró a Spencer-. ¿Puedo irme ya?

– Claro. Te llevo.

– Tengo mi coche, gracias.

Spencer la recorrió con la mirada. Si, por alguna razón, la paraba un coche de la policía, sólo tendrían que echarle un vistazo y acabaría en comisaría.

Las camisas manchadas de sangre surtían ese efecto sobre la policía.

– Creo que, teniendo en cuenta tu estado, lo mejor es que te siga.

Pareció que ella se disponía a protestar. Pero no lo hizo.

– Está bien.

Spencer cruzó tras ella la ciudad y aparcó su Camaro en un vado. Bajó el parasol para que se viera la identificación policial y salió del coche.

La cinta policial recorría aún el lado de la casa donde había vivido Cassie Finch. Spencer anotó mentalmente que debía quitarla antes de irse. El lugar de los hechos debía haberse despejado para su limpieza hacía días. Le extrañaba que Stacy no le hubiera dado la lata con eso.

Stacy cerró con fuerza la puerta de su coche.

– Puedo ir sola desde aquí.

– ¿Qué pasa? ¿Ni siquiera vas a darme las gracias?

Ella cruzó los brazos.

– ¿Por qué? ¿Por acompañarme a casa? ¿O por pensar que estoy de mierda hasta el cuello?

– Yo no he dicho eso.

– No hace falta. Lo llevabas escrito en la cara.

Él enarcó una ceja.

– ¿Escrito?

– Olvídalo.

Giró sobre sus talones y echó a andar hacia el porche. Él la detuvo agarrándola del brazo.

– ¿Se puede saber cuál es tu problema?

– Ahora mismo, tú.

– Estás muy guapa cuando te enfadas.

– ¿Y muy fea cuando no?

– Deja de poner palabras en mi boca.

– Créeme, no podría. Yo no hablo como un paleto. Él se quedó mirándola un momento, dividido entre la desesperación y la risa. Por fin venció ésta última: se echó a reír y le soltó el brazo.

– ¿Tienes café ahí dentro?

– ¿Intentas ligar conmigo?

– No me atrevería, Killian. Es que se me ha ocurrido darle una oportunidad a tu teoría.

– ¿Y eso por qué?

– Porque puede que se lo merezca -sonrió-. Cosas más raras se han visto.

– No me refería a eso, sino a lo otro. ¿Por qué no te atreverías a intentar ligar conmigo?

– Muy sencillo. Porque me darías una patada en el culo.

Ella lo miró un momento y luego le lanzó una sonrisa mortífera.

– Tienes razón, eso haría.

– Ya estamos de acuerdo en algo -se llevó una mano al corazón-. Es un milagro.

– No te pases, Malone. Vamos.

Subieron las escaleras y cruzaron el porche hasta la puerta. Ella abrió, entró y encendió la luz. Spencer la siguió a la cocina, situada en la parte de atrás del apartamento.

Stacy abrió la nevera, echó un vistazo y volvió a mirarlo.

– Esta noche no me basta con un café -sacó una botella de cerveza-. ¿Y a ti?

Él tomó la cerveza y giró el tapón.

– Gracias.

Ella hizo lo mismo y le dio un largo trago a la botella.

– Lo necesitaba.

– Una noche genial.

– Un año genial.

Spencer había llamado al Departamento de Policía de Dallas y sabía ya algunas cosas sobre el pasado de Stacy Killian. Era una veterana en la policía de Dallas, con diez años de servicio a sus espaldas. Muy considerada en el cuerpo. Dimitió de repente tras resolver un caso importante en el que se había visto implicada su hermana, Jane. El capitán con el que había hablado mencionó ciertas razones personales para justificar su dimisión, pero no le dio pormenores. Spencer no había querido insistir.

– ¿Quieres hablar de ello?

– No -ella bebió otro trago.

– ¿Por qué dejaste el cuerpo?

– Como le dije a tu compañero, necesitaba cambiar de aires.

Él hizo girar la botella entre las palmas de sus manos.

– ¿Tuvo algo que ver con tu hermana?

Jane Westbrook. La única hermana de Stacy, aunque lo fuera sólo a medías. Una artista de cierto renombre. Objetivo de un complot para asesinarla. Un complot que había estado a punto de tener éxito.

– Has estado investigándome.

– Claro.

– La respuesta a tu pregunta es no. Lo de dejar el cuerpo tuvo que ver sólo conmigo.

Él se llevó la botella a los labios y bebió sin apartar los ojos de ella.

Stacy frunció el ceño.

– ¿Qué?

– ¿Alguna vez has oído ese viejo refrán que dice que puedes sacar al poli del trabajo, pero no el trabajo del poli?

– Sí, lo he oído. Pero no confío mucho en viejos refranes.

– Pues quizá deberías.

Ella miró su reloj.

– Se está haciendo tarde.

– Tienes razón -bebió otro trago de cerveza, ignorando su poco sutil indirecta para que se marchara. Apuró la cerveza parsimoniosamente. Dejó la botella con cuidado sobre la mesa y se levantó.

Ella cruzó los brazos, irritada.

– Creía que querías oír mi historia otra vez.

– Mentí -agarró su chaqueta de cuero-. Gracias por la birra.

Ella soltó un bufido. De estupor y de rabia, pensó Spencer. Reprimió una sonrisa, se acercó a la puerta y luego la miró.

– Dos cosas, Killian. Primero, está claro que no tienes ni idea de lo que es un paleto.

Ella esbozó una sonrisa.

– ¿Y segundo?

– Puede que no estés tan llena de mierda, a fin de cuentas.

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