Capítulo 11

Jueves, 3 de marzo de 2005

11:00 a.m.


De pie al fondo de la capilla del Centro Religioso Newman, Spencer observaba salir en fila a los amigos de Cassie Finch y Beth Wagner. La capilla ecuménica, situada en el campus de la Universidad de Nueva Orleans, tenía un aspecto utilitario y desangelado, como todos los demás edificios del complejo universitario. Había resultado demasiado pequeña para dar cabida a las muchas personas que habían acudido a despedirse de Cassie y Beth. Se había llenado hasta rebosar.

Spencer intentó sacudirse el cansancio que lo aplastaba. Había cometido el error de quedar con unos amigos en el Shannon la noche anterior. Una cosa había llevado a otra y al final se había ido a la cama a las dos de la madrugada.

Esa mañana estaba pagando el precio de su inconsciencia. Y con creces.

Se obligó a concentrarse en las hileras de rostros. Stacy Killian, con expresión pétrea, acompañada por Billie Bellini. Los miembros del grupo de juego de Cassie, con todos los cuales había hablado ya. Los amigos y familiares de Beth. Bobby Gautreaux.

Aquello le pareció interesante. Muy interesante.

El chico no había mostrado remordimiento alguno un par de días antes; ahora, de pronto, parecía la efigie misma de la desesperación.

Desesperación por su propia suerte, sin duda.

El registro de su coche y su habitación en la residencia no les había proporcionado un vínculo directo… aún. Los chicos del laboratorio de criminalística estaban examinando cientos de huellas y evidencias materiales encontradas en la escena del crimen. Spencer no había descartado a Gautreaux. El chico era su mejor baza, de momento.

Miró a Mike Benson, uno de sus compañeros, que se hallaba al otro lado de la capilla, le hizo una leve seña con la cabeza y se apartó de la pared. Salió detrás de los estudiantes a la mañana fresca y luminosa.

Tony había estado apostado fuera durante el servicio religioso. Había también fotógrafos de la policía camuflados, encargados de capturar en película fotográfica las caras de todos los allegados para formar un archivo que cotejarían con los posibles sospechosos.

Spencer paseó la mirada por el grupo. Si no era Gautreaux, ¿estaría allí el asesino? ¿Observando? ¿Reviviendo la muerte de Cassie? ¿O divirtiéndose? ¿Riéndose de ellos, congratulándose por su astucia?

Fuera como fuese, Spencer no tenía ninguna intuición al respecto. Nadie destacaba. Nadie parecía fuera de lugar.

La frustración se apoderó de él. Una sensación de incompetencia. De ineptitud.

Maldición, no estaba capacitado para llevar el caso. Tenía la sensación de estar ahogándose.

Stacy se separó de sus amigos y se acercó a él. Spencer la saludó inclinando la cabeza y adoptó el talante de buen chico que tan bien le sentaba.

– Buenos días, ex detective Killian.

– Guárdate el encanto para otras, Malone. Yo paso.

– ¿Ah, sí, Killian? Por aquí a eso lo llamamos buenos modales.

– Pues en Texas lo llamamos chorradas. Sé a qué has venido, Malone. Sé lo que estás buscando. ¿Alguien te ha llamado la atención?

– No, pero no conocía a todos sus amigos. ¿Y a ti?

– No -ella soltó un bufido de exasperación-. Salvo Gautreaux.

Él siguió su mirada. El joven permanecía más allá del círculo de amigos de Cassie. Spencer sabía que el individuo que había a su lado era su abogado. Le daba la impresión de que el chico se esforzaba con ahínco por parecer destrozado.

– ¿Ése que va con él es su abogado? -preguntó ella.

– Sí.

– Pensé que quizá esa pequeña sabandija estaría en prisión.

– No tenemos pruebas suficientes para pedir su procesamiento. Pero estamos buscándolas.

– ¿Conseguisteis una orden de registro?

– Sí. Todavía estamos esperando los informes del laboratorio sobre las huellas y las muestras de tejidos.

Stacy esperaba en parte mejores noticias: el arma, o alguna otra prueba incontrovertible. Miró al joven y luego volvió a fijar la mirada en Spencer. Él advirtió su enojo.

– No lo siente -dijo Stacy-. Finge que está deshecho, pero no es cierto. Eso es lo que me saca de quicio.

Él le tocó ligeramente el brazo.

– No vamos a rendirnos, Stacy. Te lo prometo.

– ¿De veras esperas que eso me tranquilice? -ella apartó la mirada un momento y luego volvió a mirarlo-. ¿Sabes lo que les decía a los amigos y familiares de todas las víctimas de los casos en que trabajaba? Que no iba a rendirme. Les daba mi palabra. Pero eran chorradas. Porque siempre había otro caso. Otra víctima -se inclinó hacia él con la voz crispada por la emoción y los ojos vidriosos por las lágrimas que no había derramado-. Esta vez no voy a tirar la toalla -dijo con énfasis.

Se dio la vuelta y se alejó. Spencer la miró marchar, sintiendo pese a sí mismo cierta admiración. Stacy Killian era muy dura, de eso no había duda. Y muy decidida. Obstinada. Y altanera de un modo en que pocas mujeres lo eran, al menos allí.

Y lista. Eso había que reconocerlo.

Spencer entornó los ojos ligeramente. Quizá demasiado lista para su propio bien.

Tony se acercó tranquilamente. Siguió la mirada de Spencer.

– ¿Esa pijotera de Killian te ha dado algo?

– ¿Aparte de dolor de cabeza? No -miró a su compañero-. ¿Y tú? ¿Te has fijado en alguien?

– No. Pero eso no significa que ese cabrón no esté aquí.

Spencer asintió con la cabeza y volvió a mirar a Stacy, que estaba con la madre y la hermana de Cassie. Mientras la observaba, ella tomó de la mano a la señora Finch y se inclinó hacia ella. Le dijo algo con expresión casi feroz.

Spencer se volvió hacia su compañero.

– Sugiero que no perdamos de vista a Stacy Killian.

– ¿Crees que está ocultando algo?

Acerca del asesinato de Cassie, no. Pero creía, en cambio, que Stacy tenía capacidad y determinación suficientes para destapar la información que necesitaban. Y de un modo que tal vez llamara la atención. De la persona indebida.

– Creo que es demasiado lista para su propio bien.

– Eso no es necesariamente malo. Puede que resuelva el caso por nosotros.

– O que se deje matar -miró de nuevo a los ojos a su compañero-. Quiero que sigamos el rastro del Conejo Blanco.

– ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?

Killian. Su cerebro.

Sus agallas.

Pero eso no iba a decírselo a Tony. Si no, las bromas no acabarían nunca.

Se encogió de hombros.

– No tenemos nada mejor. Qué más da, ya que estamos.

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