Capítulo 38

Martes, 15 de marzo de 2005

9:30 a.m.


Alicia entró súbitamente en la cocina. Posó un instante la mirada en Stacy y luego se acercó a la asistenta.

– Me voy corriendo al Café Noir a tomarme un moccaccino.

Stacy rebuscó en su memoria. ¿Alicia frecuentaba el Café Noir? ¿La había visto alguna vez por allí? Muchos adolescentes acudían al Café Noir, sobre todo a última hora de la tarde y justo después de clase. Pero no recordaba haber visto por allí a Alicia.

La señora Maitlin, que estaba frente al fregadero, miró a la muchacha por encima del hombro.

– ¿Y tus clases?

– Aún no he empezado. El señor Dunbar no se encuentra bien. Me ha preguntado si me importaba que empezáramos más tarde.

Saltaba a la vista que Alicia estaba encantada. A Stacy se le pasó por la cabeza la idea de que tal vez el pobre señor Dunbar hubiera sido envenenado.

La asistenta le lanzó a Stacy una mirada nerviosa y luego se volvió hacia la muchacha.

– Tus padres han dado órdenes estrictas de que no salgas sola de casa. Si me esperas unos minutos, te…

Alicia se enfurruñó.

– ¡El Café Noir no está ni a seis manzanas de aquí! Seguro que no se referían a…

– Lo siento, tesoro, pero con todo lo que ha pasado…

– ¡Esto es absurdo!

– Yo iré contigo -dijo Stacy, poniéndose en pie-. Me vendrá bien dar un paseo.

Alicia la miró con enojo.

– No, gracias. Prefiero que no vengas.

– Como quieras -se encogió de hombros-. Pero aun así necesito un paseo. ¿Quieres que te traiga algo?

La muchacha se quedó mirándola un momento con los ojos entornados.

– Está bien. Pero no quiero que vayas a mi lado. Puedes andar detrás de mí.

Por lo visto no le gustaba que le llevaran la contraria.

Stacy disimuló una sonrisa.

– Como quieras.

Unos minutos después, se aproximaron al Café Noir. Tal y como había prometido, Stacy se había mantenido varios pasos por detrás de Alicia. No le había prometido mantenerse a distancia en la cafetería, pero eso pensaba decírselo llegado el momento.

Cuando entró en la cafetería, Alicia ya estaba pidiendo en la barra. Billie levantó la vista y le dio la bienvenida con una sonrisa.

– Hola -dijo-. Cuánto tiempo sin verte. ¿Qué te ha pasado?

– He estado liada -Stacy se acercó a la barra; Alicia la miró con enfado-. Billie, ésta es Alicia, la hija de Leonardo Noble.

Billie sonrió a la muchacha.

– No me digas. Ahora por fin puedo ponerle nombre a su cara.

Alicia metió una pajita en su moccaccino con hielo extra grande.

– Hasta luego.

Stacy la miró alejarse y se volvió luego hacia Billie.

– Es la versión adolescente del doctor Jeckyll y mister Hyde.

Billie enarcó una ceja.

– Más Hyde que Jeckyll, según parece.

– ¿Viene a menudo por aquí?

– A veces.

– ¿Habló con Cassie alguna vez?

– Sí, puede ser.

Stacy no sabía qué la sorprendía más, su pregunta o la respuesta de Billie.

– ¿Cassie y ella se conocían?

– No eran amigas, pero creo que hablaban. ¿Lo de siempre?

Stacy se dio cuenta de que Billie se refería a su bebida de siempre y negó con la cabeza.

– Un café con hielo. Grande.

Billie asintió, preparó el café, lo deslizó sobre el mostrador y, cuando Stacy se disponía a pagar, hizo un ademán para detenerla.

– Invita la casa.

– Gracias -Stacy frunció el ceño. Seguía pensando en Cassie y Alicia-. Cuando dices que hablaban, ¿te refieres a algo más que “hola” y “qué tal”?

– Hablaban de juegos.

De juegos de rol. Naturalmente. Tras aquella idea surgió otra. ¿Sería Alicia quien le había prometido a Cassie presentarle al Conejo Blanco?

– ¿Qué ocurre? -Billie bajó la voz-. ¿Dónde coño te has metido? Y no me vengas con ese rollo de que has estado liada.

Stacy miró hacia atrás y vio que no había nadie cerca que pudiera escucharlas.

– Las cosas se han complicado un poco desde la última vez que hablamos. El Conejo Blanco reivindicó abiertamente un asesinato. Una tal Rosie Allen. Ayer dejó una tarjeta de visita en casa de los Noble. Según parece, hay otras dos víctimas más en camino. Y, no sé si te lo he dicho, pero a mí también me dio la bienvenida al juego.

– ¿Al juego? -repitió ella-. Rebobina, guapa. Hasta muy, muy atrás.

– ¿Recuerdas que te dije que Leo Noble creía que alguien, quizás un admirador perturbado, había empezado a jugar al Conejo Blanco en la vida real? ¿Que había recibido unas extrañas tarjetas que indicaban que le habían metido en ese juego en el que quien vence es el asesino?

Billie dijo que sí y Stacy prosiguió.

– Una de las tarjetas representaba una especie de ratón ahogándose. Una mujer llamada Rosie Allen fue encontrada ahogada en su bañera. El asesino dejó un mensaje en la escena del crimen. “Pobre ratoncito, ahogado en un charco de lágrimas”. Esa mujer estaba relacionada con los Noble. Arreglaba la ropa de la familia. El sábado, el asesino dejó otra tarjeta de presentación en casa de los Noble. “Las rosas ya son rojas”. El mensaje estaba escrito con sangre.

Billie se quedó callada un momento. Cuando por fin habló, lo hizo en susurros, como si no quisiera que la oyera algún empleado o algún cliente.

– Deja de hacer el tonto, Stacy. Tú ya no eres detective. No tienes el respaldo de un cuerpo de policía.

– Demasiado tarde. Por lo visto he picado la curiosidad del asesino. El jueves por la noche me dio la bienvenida al juego. Me dejó una cabeza de gato. El Gato de Cheshire, supongo. Me he mudado temporalmente a casa de los Noble para echarle un ojo a…

– Maldita sea, Stacy, estás jugando con…

– ¿Con fuego? Dímelo a mí -miró hacia la puerta de entrada. Alicia estaba sentada en una mesa de la terraza-. Tengo que irme.

– ¡Espera! -Billie la agarró de la mano-. Prométeme que tendrás cuidado o te juro que te doy una patada en el culo.

Stacy sonrió.

– Yo también me preocupo por ti. Ya te contaré.

Salió y se acercó a Alicia.

– ¿Quieres compañía?

– No.

Stacy se sentó de todos modos. La muchacha soltó un bufido exasperado. Stacy sofocó una sonrisa. Su madre solía resoplar así. Cuando Jane o ella se ponían especialmente testarudas.

– Te vi mirando a Troy -dijo Alicia de repente.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo fue eso?

– Ayer. En el jardín.

Cuando al levantar la mirada la había descubierto observándola.

– No te molestes en negarlo, les pasa a todas. Hasta a mi madre.

Qué interesante. ¿Estaría Kay enamorada del apuesto chofer?

Bebió un sorbo de su café con hielo.

– ¿Y tú, Alicia? ¿Tú no lo miras?

La chica se sonrojó.

– Perderías el tiempo con él. Es gay.

Podría ser, pensó Stacy. Pero no lo creía.

– Gay o no, da gusto mirarlo.

Alicia frunció el ceño.

– ¿No vas a preguntarme por qué lo sé?

– No.

– ¿Por qué no?

La verdad era que tenía una idea bastante clara de cuál era la verdad. Alicia estaba enamorada de Troy. Había flirteado con él; y él la había rechazado. O bien Alicia pretendía hacerle pasar por gay para mitigar su resentimiento, o bien pretendía desalentar el interés de otras mujeres por el chofer.

– Porque no me importa.

Comprendió por su expresión que a la muchacha no le gustaba su respuesta.

– Sé lo de tu hermana -dijo Alicia-. Lo de ese tipo de la barca que estuvo a punto de matarla.

– ¿Y?

Ella se quedó callada un momento.

– Nada. Sólo lo sé, eso es todo.

– ¿Quieres que te hable de ello?

Stacy notó que deseaba decirle que no. Pero la curiosidad pudo con ella.

– Vale.

– Hicimos novillos. O debería decir que Jane hizo novillos conmigo y con unos amigos míos. Era marzo, y todavía hacía mucho frío. La desafiamos a meterse en el mar.

– ¿Y la atropelló una barca? -dijo Alicia con los ojos como platos.

– Sí. La atropelló deliberadamente. O eso pareció. Nunca atraparon al culpable -Stacy respiró hondo-. Jane estuvo a punto de morir. Fue… horrible.

La muchacha se inclinó hacia ella.

– Le dejó la cara destrozada, ¿verdad?

– Eso es poco decir, en realidad.

– He visto una foto suya. Parece normal.

– Ahora. Después de muchísimas operaciones.

Alicia bebió de su pajita.

– Te echaba la culpa a ti, ¿verdad?

Stacy sacudió la cabeza.

– No, Alicia. Era yo quien se echaba la culpa.

Siguieron bebiendo en silencio. Al cabo de un momento, Alicia frunció el ceño.

– Siempre me he preguntado cómo sería tener una hermana.

Dijo aquellas palabras casi a regañadientes. Como si supiera desde el principio que iba a revelarle a Stacy más sobre sí misma de lo que pretendía. Pero, aun así, no pudo remediarlo.

En ese momento Stacy comprendió lo sola que estaba Alicia Noble.

– Ahora es fantástico -dijo-. Aunque no siempre hemos estado tan unidas. De hecho, durante años apenas nos hablamos.

Alicia parecía fascinada.

– ¿Y eso?

– Había malentendidos y rencores entre nosotras.

– ¿Por lo que le pasó?

– Hubo también otras cosas que contribuyeron, pero sí. Ya te lo contaré algún día.

Alicia volvió a sorber de la pajita con expresión ansiosa.

– Pero ¿ahora os lleváis bien?

– Es mi mejor amiga. Tuvo una niña en octubre. Su primera hija. Apple Annie -Stacy sonrió-. Así la llamo yo. Tiene unos mofletes muy redondos y sonrosados.

– Un bebé -repitió Alicia con melancolía-. Qué bonito.

Stacy apartó la mirada, temiendo que la chica viera compasión en sus ojos. A pesar de que de pequeña había deseado muchas veces ser hija única, no habría cambiado a su hermana por nada del mundo.

Alicia jamás conocería esa alegría.

– ¿Las echas de menos? -preguntó la muchacha.

– Más que a cualquier otra cosa.

– Entonces, ¿por qué viniste a vivir aquí?

Stacy se quedó callada un momento, intentando decidir hasta qué punto debía ser precisa.

– Necesitaba empezar desde cero -dijo por fin-. Demasiados malos recuerdos.

La chica parecía perpleja.

– Pero tu hermana, su bebé, eso no son malos recuerdos.

– No, no lo son -Stacy dirigió de nuevo la conversación hacia Alicia-. ¿Tienes algún primo de tu edad?

Ella sacudió la cabeza.

– Pero tengo una tía que es genial. La hermana de mi padre, la tía Grace.

– ¿Dónde vive?

– En California. Es profesora de antropología en la Universidad de Irvine. A veces nos vamos por ahí juntas.

Por lo visto la inteligencia era cosa de familia. Y también la falta de emociones.

Alicia miró su reloj.

– Será mejor que me vaya. Clark quería que estuviera de vuelta en una hora.

– Espera. Creo que conocías a una amiga mía.

Ella entornó los ojos, dubitativa.

– ¿A quién?

– Era aficionada a los juegos de rol. Venía mucho por aquí. Se llamaba Cassie.

Los ojos de Alicia brillaron al reconocer aquel nombre.

– ¿Rubia, con el pelo rizado?

– Ajá.

– No la he visto últimamente.

Stacy sintió una opresión en el pecho.

– Yo tampoco.

La muchacha frunció el ceño.

– ¿Se encuentra bien?

Stacy ignoró la pregunta y respondió con otra.

– ¿Alguna vez habéis hablado del Conejo Blanco?

Alicia sacudió con la cabeza y bebió un poco más de café pajita.

– ¿Ella juega?

– No. Pero mencionó que había conocido a alguien que jugaba. He pensado que tal vez fueras tú.

– Ya. ¿Y por qué no se lo preguntas a ella?

Las palabras de Alicia golpearon a Stacy con fuerza. Por un momento no pudo respirar, y menos aún hablar.

– Puede que lo haga -logró decir cuando recuperó el habla. Se levantó-. Deberíamos volver.

Alicia echó otro vistazo a su reloj, dijo que sí y se levantó. Miró a Stacy a los ojos con expresión ligeramente compungida.

– No hace falta que vayas detrás de mí.

– ¿Estás segura? -bromeó Stacy-. No quisiera humillarte ni nada por el estilo.

– Creo que antes me porté como una idiota. Perdona.

No parecía sentirlo, pero Stacy le agradeció la disculpa. Recordaba lo que era ser una adolescente atrapada en circunstancias extraordinarias.

Cuando llegaron a la mansión, Alicia se fue en busca de Clark y Stacy regresó a la cocina. La señora Maitlin estaba vaciando unas bolsas llenas de comida.

Miró a Stacy.

– Presiento el principio de una tregua.

– Una pequeña tregua, creo. Pero no se haga ilusiones, puede que sólo sea temporal.

La señora Maitlin se echó a reír.

– El señor Noble la estaba buscando. Está en su despacho, creo.

– Gracias. Voy a verlo.

– ¿Puede llevarle su correo? -la señora Maitlin recogió un fajo de cartas que había sobre la encimera-. Así me ahorrará un viaje.

– Claro, Valerie -Stacy tomó las cartas y se dirigió al despacho de Leo. Encontró la puerta entreabierta. Llamó. La puerta se abrió un poco más y ella asomó la cabeza-. ¿Leo?

No estaba allí. La policía había despejado la habitación para su aseo; un equipo de limpieza había pasado por allí hacía dos días. La sangre había dejado una leve mancha en la tarima. Stacy pasó por encima, se acercó a la mesa y dejó las cartas encima del ordenador Apple. Se quedó mirando el portátil un momento y pensó en Cassie, que tenía también un Apple, aunque un modelo distinto. Parpadeó, dándose cuenta de pronto de lo que estaba mirando: una postal de la Galería 124. Anunciando una exposición de arte.

La galería de Pogo.

Frunció el ceño y recogió la tarjeta. La habían enviado por correo a nombre de Leo. Lo cual significaba que estaba en la lista de correo de la galería. Leo Noble había visitado aquella galería. Quizás incluso hubiera comprado algo en ella.

¿Una coincidencia?

Stacy detestaba las coincidencias. Siempre le daban mala espina.

– Hola, Stacy. ¿Puedo hacer algo por ti?

Se giró bruscamente, poniéndose colorada.

– Leo. Valerie me pidió que te trajera el correo.

– ¿Valerie?

– La señora Maitlin. ¿Querías verme?

– ¿Yo?

– ¿No?

El sonrió y cerró la puerta.

– Supongo que sí. Aunque no recuerdo por qué. ¿Qué es eso?

Señaló la tarjeta, que ella tenía todavía en la mano.

– Un anuncio -dijo ella, levantando la tarjeta.

Leo se acercó a ella. Tomó la tarjeta. Stacy lo miró mientras la observaba, buscando algún signo de nerviosismo o de sorpresa, atenta al instante en que relacionara la tarjeta con lo sucedido.

Pero no vio nada. ¿Le había mencionado alguna vez el nombre de la galería de Pogo?

– No me gusta mucho el arte abstracto. No me dice nada.

– Me ha llamado la atención el nombre de la galería, no la exposición -al advertir su desconcierto, añadió-: Galería 124. Ahí es donde exponía Pogo.

– Qué pequeño es el mundo.

¿Tan pequeño?

¿Era Leo un consumado actor? ¿O de veras vivía en la ignorancia?

– Estás en su lista de correo. ¿Les has comprado algo alguna vez?

– No, que yo recuerde -dejó la postal sobre su mesa-. ¿Has dormido bien?

– ¿Perdón?

Él sonrió, curvando sus labios de niño. Con malicia.

– Ha sido tu primera noche con nosotros. Quería cerciorarme de que estabas cómoda.

– Sí -Stacy dio un paso atrás-. Todo va bien.

Leo la agarró de las manos.

– No huyas.

– No estoy huyendo. Es que…

Él la besó.

Stacy dejó escapar un leve sonido de sorpresa y lo apartó empujándolo.

– No, Leo.

– Perdona -parecía casi cómicamente desilusionado-. Tenía ganas de besarte desde hacía tiempo.

– ¿Ah, sí?

– ¿No lo habías notado?

– No.

– Me gustaría hacerlo otra vez -posó un instante la mirada en su boca-. Pero no lo haré…, si no quieres.

Ella vaciló quizá demasiado, y Leo volvió a besarla. La puerta del despacho se abrió.

– ¿Leo? Clark y yo…

Al oír la voz de Kay, Stacy se apartó bruscamente de Leo. Se sentía avergonzada. Tanto que deseó poder acurrucarse bajo la mesa para esconderse.

– Lo siento -dijo Kay con voz crispada-, no sabíamos que estabais ocupados. Estamos buscando a Alicia.

Stacy se aclaró la garganta.

– Estuve con ella hace menos de media hora -dijo-. En el Café Noir.

Kay frunció el ceño y Stacy añadió:

– Nos encontramos por casualidad. Me dijo que Clark se encontraba mal. Me alegra ver que ya estás mejor.

Los Noble miraron a Clark. Estaba claro que era la primera noticia que tenían.

Él se llevó una mano al estómago.

– Anoche cené pescado. Creo que no estaba muy fresco. Hay que tener mucho cuidado con el pescado.

– Podéis preguntarle a la señora Maitlin si la ha visto -sugirió Stacy.

– Eso vamos a hacer -dijo Kay-. Gracias.

Salieron los dos del despacho cerrando con todo cuidado la puerta tras ellos.

– A ella no le importa, ¿sabes? -dijo Leo suavemente-. Ya no estamos casados.

Stacy lo miró, acalorada.

– Me ha mirado como si fuera una adúltera.

Leo se echó a reír.

– No es cierto.

– Entonces habrá sido mi mala conciencia.

– Ya te he dicho que no tienes por qué sentirte culpable. He sido yo quien te ha besado. Además, estoy libre.

Stacy pensó en cómo actuaban Kay y Leo, en el cariño con que bromeaban, en el evidente respeto que se profesaban.

Como una pareja casada. Una pareja muy enamorada.

– Tú me interesas, Stacy.

Ella no contestó, y Leo la tomó de las manos.

– Tengo la sensación de que yo también podría interesarte a ti. ¿Tengo razón?

Intentó estrecharla de nuevo entre sus brazos, pero Stacy se resistió.

– ¿Puedo preguntarte algo, Leo?

– Pregunta.

– ¿Qué os pasó a Kay y a ti? Es evidente os queréis mucho.

Él se encogió de hombros.

– Éramos muy distintos… Nos fuimos distanciando. No sé, puede que perdiéramos la chispa que nos mantenía unidos

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

– Trece años -él se echó a reír-. Kay aguantó mucho más de lo que habría aguantado la mayoría.

“Cuando pararon de reír, también paró Alicia”.

– Kay y yo somos como el País de las Maravillas. El orden y el caos. La locura y la cordura. Y mis disparates pudieron al fin con ella.

Ella había pedido el divorcio. Él la había vuelto loca.

Stacy comprendió que todavía amaba a su mujer. Apartó las manos.

– Esto no es buena idea.

– No hay razón para que no podamos estar juntos.

– Yo creo que sí la hay, Leo. No estoy preparada. Y tampoco creo que tú lo estés -Leo abrió la boca para protestar, pero Stacy lo atajó levantando la mano-. Por favor, Leo. Déjalo estar.

– Está bien, de momento. Pero no te prometo mantenerme alejado definitivamente.

Stacy retrocedió hacia la puerta, agarró el pomo, lo giró y salió.

Y se tropezó con Troy.

Él la agarró del codo para que no perdiera el equilibrio.

– Eh, ¿dónde vas con tanta prisa?

– Hola, Troy -azorada, ella dio un paso atrás-. Lo siento, estoy en las nubes.

– No importa. Luego nos vemos.

No fue hasta mucho después cuando Stacy se preguntó qué estaba haciendo Troy junto a la puerta de Leo. Y si los había estado espiando.

Загрузка...