Martes, 8 de marzo de 2005
9:30 p.m.
Stacy estaba sentada a una mesa de la segunda planta de la biblioteca de la Universidad de Nueva Orleans, rodeada de libros. Uno de ellos era una edición de Alicia en el País de las Maravillas. Había leído las 224 páginas del relato y se había puesto luego a hojear unos pocos ensayos críticos sobre el autor y su obra más célebre.
Había descubierto que Lewis Carroll era considerado por algunos el Leonardo da Vinci de su tiempo. Aquello le pareció interesante, ya que su nuevo jefe se consideraba un moderno Da Vinci. Se reservó aquella idea y fijó de nuevo su atención en las cosas que había aprendido acerca del autor decimonónico. A pesar de que en principio no había sido más que un cuento ideado para divertir a una muchacha durante un paseo por el parque, y de que sólo posteriormente había sido puesto por escrito, aquella historia se había convertido en un clásico.
Y no sólo en un clásico, sino en una obra analizada casi hasta el hartazgo. Según los ensayos críticos, Alicia en el País de las Maravillas distaba mucho de ser una fantasía infantil acerca de una niña que se cae en la madriguera de un conejo y aparece en un mundo rocambolesco, y ahondaba en temas como la muerte, el abandono, la esencia de la justicia, la soledad, la naturaleza y la educación.
Nada que ver, por tanto, con un alegre pasatiempo.
Stacy se preguntaba si los críticos y estudiosos inventaban aquellas cosas para justificar su propia existencia. Frunció el ceño al pensarlo. Aquellas ideas no serían del agrado de sus profesores.
Ya había conseguido que el profesor Grant la incluyera en su lista negra. Había llegado tarde a clase y Grant se había enfadado. Para colmo, no iba preparada y el profesor se había percatado de ello enseguida y le había dejado bien claro que el departamento esperaba algo más de sus estudiantes de licenciatura.
Stacy dejó el bolígrafo y se frotó el puente de la nariz. Estaba cansada, hambrienta y desilusionada consigo misma. La universidad era su oportunidad de cambiar de vida. Si la echaba a perder, ¿qué haría? ¿Volver a la policía?
No. Eso nunca.
Pero tenía que atrapar al canalla que había matado a Cassie. Se lo debía a su amiga. Si por ello le bajaban las notas, que así fuera.
Volvió a fijar su atención en el ensayo que tenía ante ella. La idea subyacente de un mundo en el que la locura es cordura y las normas de…
Las letras se emborronaron. Le escocían los ojos. Intentó contener las lágrimas, el deseo de llorar. No había llorado desde aquella primera noche, al encontrar los cuerpos. Y no lloraría. Era fuerte, podía evitarlo.
De pronto cobró conciencia de lo silenciosa que estaba la biblioteca. Tuvo la sensación de haber vivido ya aquel momento y un escalofrío le erizó la nuca. Cerró los dedos alrededor del bolígrafo.
Aguardó. Escuchó. Como en una repetición de la noche del jueves anterior, oyó un ruido tras ella. Una pisada, un susurro.
Se levantó de un salto y se giró bruscamente, con el bolígrafo en la mano.
Malone. Sonriéndole como el maldito Gato de Cheshire de Carroll.
El levantó las manos en un gesto de rendición. Llevaba un ejemplar de las Notas de Cliff sobre Alicia en el País de las Maravillas.
Estupendo, los dos pensaban lo mismo. Ahora sí que tenía ganas de llorar.
Spencer señaló el bolígrafo.
– Tranquila. Voy desarmado.
– Me has asustado -repuso ella, irritada.
– Perdona.
Él no parecía sentirlo en absoluto.
Stacy dejó el bolígrafo en la mesa.
– ¿Qué haces merodeando por la biblioteca?
El enarcó las cejas.
– Lo mismo que tú, por lo visto.
– Que Dios se apiade de mí.
Spencer se echó a reír, retiró una silla, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas frente a ella.
– A mí también me gustas.
Stacy sintió que se sonrojaba.
– Yo nunca he dicho que me gustaras, Malone.
Antes de que Spencer pudiera contestar, a ella le sonaron las tripas.
Él sonrió.
– ¿Tienes hambre?
Ella se llevó una mano al estómago.
– Y además estoy cansada y tengo un dolor de cabeza que me está matando.
– Tienes bajo el nivel de azúcar, seguro -metió la mano en el bolsillo de su chubasquero y sacó una chocolatina. Se la ofreció-. Tienes que cuidarte más.
Ella aceptó la chocolatina. La abrió, dio un mordisco y dejó escapar una exclamación de placer.
– Gracias por tu interés, Malone, pero estoy perfectamente.
Dio otro mordisco. El azúcar surtió un efecto casi inmediato sobre su dolor de cabeza.
– ¿Siempre llevas chocolatinas en el bolsillo?
– Siempre -dijo él solemnemente-. Para pagar a los soplones.
– O para sonsacar información a mujeres hambrientas y con jaqueca.
El se inclinó hacia delante.
– Corre el rumor de que pasas mucho tiempo con Leo Noble. ¿Te importa decirme por qué?
– ¿A quién estás siguiendo? -replicó ella-. ¿A Leo o a mí?
– ¿Por qué ha contratado Noble a una ex detective de homicidios? ¿Para protegerse? Y, si es así, ¿de quién?
Ella no negó que trabajara para Noble. De todas formas, no serviría de nada. Malone ya lo sabía.
– Asesoramiento técnico. Está escribiendo una novela.
– Chorradas.
Ella cambió de tema y miró el libro que sostenía Malone.
– Estoy impresionada. Parece que estás haciendo tus deberes. Aunque sean los de literatura.
Él esbozó una sonrisa.
– No te hagas ilusiones. Aún no lo he leído.
– ¿Demasiado para ti?
– No está bien morder la mano que te da de comer. Y tienes chocolate en los dientes.
– ¿Dónde? -ella se pasó la lengua por los dientes.
– Hazlo otra vez -él apoyó la barbilla en el puño-. Me estás poniendo cachondo.
Ella se echó a reír a su pesar.
– Tú quieres algo -levantó una mano para detener la réplica mordaz que adivinaba-, ¿qué es?
– ¿Qué relación hay entre ese juego del Conejo Blanco y Alicia en el País de las Maravillas?
Stacy pensó en las tarjetas que había recibido Leo.
– Muy sencillo, Noble utilizó el relato de Carroll como inspiración para su juego. El Conejo Blanco controla el juego. Los personajes de la historia son los personajes del juego, aunque todo esté metamorfoseado en algo mucho más violento e inquietante.
Spencer señaló los libros que había encima de la mesa, delante de ella.
– Si es tan sencillo, ¿a qué viene todo esto?
Ahí la había pillado. Maldición.
– Sé por otros jugadores que Conejo Blanco no es un juego corriente. No es como los demás juegos de rol. Sus fans son más sectarios. Más misteriosos. Por lo visto eso forma parte del atractivo del juego.
– ¿Qué me dices de su estructura?
– Es más violenta, eso seguro -Stacy hizo una pausa, pensando en lo que había averiguado-. La principal diferencia en cuanto a estructura estriba en el papel del maestro de juego. La mayoría de los maestros son absolutamente imparciales. El de Conejo Blanco, no. Es un personaje como los demás, juega a ganar. Y todos los jugadores persiguen el mismo objetivo -concluyó-: matar o morir.
– O sobrevivir por cualquier medio, según se mire.
Ella abrió la boca para contestar; pero el sonido del teléfono móvil de Spencer la interrumpió.
– Malone.
Stacy observó su cara mientras escuchaba y advirtió la leve crispación de su boca. El modo en que sus cejas se juntaban en un ceño.
Era una llamada de trabajo.
– Entendido -dijo él-. Enseguida voy.
Stacy comprendió que tenía que irse. En alguna parte, alguien había muerto. Asesinado.
Él volvió a guardar el móvil en su funda y la miró a los ojos.
– Lo siento -dijo-. El deber me llama.
Ella asintió con la cabeza.
– Anda, vete.
Él se marchó sin mirar atrás. Su porte y sus andares resudaban aplomo y determinación.
Stacy se quedó observándolo. Durante diez años había recibido llamadas como aquélla. Y las odiaba. Las temía. Siempre llegaban en el peor momento.
¿Por qué, entonces, experimentaba aquella lacerante sensación de vacío? ¿Aquella impresión de hallarse fuera, como una mirona?
Se volvió para recoger sus cosas. Y vio a Bobby Gautreaux caminando hacia las escaleras. Lo llamó lo bastante fuerte como para que la oyera.
Pero él no aflojó el paso, ni miró hacia atrás. Stacy se levantó y lo llamó de nuevo. Alzando la voz. Él echó a correr. Stacy salió tras él; llegó en cuestión de segundos a la escalera.
Bobby ya había desaparecido.
Bajó corriendo las escaleras de todos modos. La bibliotecaria la miró con enojo. Stacy se dio cuenta de que era una becaria y se acercó a ella.
– ¿Has visto pasar a un chico moreno con una mochila naranja? Iba corriendo.
La joven miró a Stacy de arriba abajo con expresión abiertamente hostil.
– Veo a muchos chicos morenos.
Stacy entornó los ojos.
– La biblioteca no está tan llena. Iba corriendo. ¿Quieres cambiar tu respuesta?
Ella titubeó y luego señaló las puertas de la entrada principal.
– Se ha ido por ahí.
Stacy le dio las gracias y volvió arriba. No conseguiría nada persiguiendo a Bobby. Primero, dudaba de poder encontrarlo. Y, segundo, ¿qué demostraría con ello? Si la había estado espiando, él no lo reconocería.
Pero, si así era, ¿qué motivo tenía?
Llegó al segundo piso, se acercó a la mesa y comenzó a recoger sus cosas, pero se quedó paralizada al pasársele una idea por la cabeza. Bobby era muy corpulento. Más alto que ella. No tanto como le había parecido su agresor de la otra noche, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, quizá se hubiera equivocado.
Tal vez Bobby Gautreaux no estuviera espiándola. Quizá sus intenciones fueran más oscuras.
Tendría que andarse con cuidado.