Domingo, 6 de marzo de 2005
8:00 a.m.
Leonardo propuso la hora de su encuentro y Stacy escogió el lugar: el Café Noir.
Los domingos por la mañana, antes de las diez, solía haber poco jaleo en la cafetería. Por lo visto la clientela habitual o bien iba temprano a los servicios religiosos o se quedaba durmiendo hasta tarde.
– Qué pronto has venido -le dijo Stacy a Billie al llegar a la barra.
– Tú también -Billie la recorrió con la mirada-. Vas a aceptar el trabajo, ¿verdad? ¿El que te ofreció el inventor del juego?
– Leonardo Noble. Sí.
Su amiga marcó en la caja el importe de su pedido sin preguntar lo que quería. No hacía falta; Billie sabía que, si quería algo aparte del capuchino de siempre, largo de café, se lo diría.
Stacy le dio un billete de veinte; Billie le devolvió el cambio y se acercó a la cafetera. Puso el café y batió la leche sin decir nada.
Stacy frunció el ceño.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– No sé si esto me gusta.
– Pues peor para ti.
– ¿Estás segura de que hablaba en serio?
– ¿Qué quieres decir?
– Tengo la impresión de que alguien que inventa juegos de rol tiene que disfrutar jugando a ellos.
Stacy ya había considerado aquella idea. Que Billie lo hiciera le causó cierta sorpresa.
– Eres muy lista, ¿lo sabes?
– Y yo que creía que sólo era otra cara bonita.
Stacy se echó a reír. Cuando una mujer tenía el físico de Billie, rara vez se la valoraba por su inteligencia. Incluso ella había caído en la trampa. Al conocer a Billie, la había clasificado como una rubia sin cerebro. Ahora sabía que no lo era.
– Se me da bastante bien averiguar cosas -dijo-. Si necesitas un topo, avísame.
Billie Bellini, la súper espía.
– Estarías muy guapa con gabardina.
– Puedes apostar a que sí -sonrió-. Y no lo olvides.
No lo olvidaría, pensó Stacy mientras se alejaba de la barra. Sin duda Billie podía conseguir información que otros no conseguirían arrancar ni con una palanca.
Siempre y cuando sus fuentes fueran hombres.
Stacy eligió una mesa al fondo y se sentó. Mientras daba el primer sorbo al café caliente apareció Leonardo Noble. Solo. Stacy había creído que llevaría a Kay.
Él recorrió el local con la mirada, buscándola, y al verla sonrió. Le indicó por señas que iba a pedir un café y le preguntó si quería uno. Ella levantó su taza para decirle que ya estaba servida.
Café solo. El elixir de la vida.
Stacy lo observó mientras pedía. Él le dijo algo a Billie, que se echó a reír. ¿Iría en serio?, se preguntaba. ¿Serían auténticas las extrañas postales que había recibido? ¿O las habría fabricado él mismo?
Hasta que hubiera pasado más tiempo con él se reservaba la respuesta a todos sus interrogantes, incluida la cuestión de su honestidad.
Leonardo se acercó a la mesa. Su enérgico paso de siempre parecía haberse transformado en un soñoliento arrastrar de pies. Tenía los ojos hinchados. Su pelo estaba más revuelto que de costumbre.
– Veo que no es muy madrugador -dijo ella.
– Soy un noctámbulo -contestó él-. Sólo necesito dormir un par de horas al día.
Stacy enarcó una ceja.
– Pues no es ésa la impresión que me da.
Él sonrió y el primer indicio de vivacidad apareció en sus ojos.
– Confíe en mí.
– Le dijo la araña a la mosca.
Él bebió un sorbo de café. Stacy reparó en que había pedido el tamaño más grande. Por la montaña de espuma, supuso que era un capuchino.
– Entonces, a eso respondía esa mirada -dijo-. Era una mirada de desconfianza.
– ¿Qué mirada? -ella bebió un trago de café.
– La que me ha lanzado cuando estaba pidiendo. He tenido la clara impresión de que me estaba diseccionando.
– Y con toda razón. Gajes del oficio -lo miró a los ojos sin vacilar-. Nadie está libre de sospecha, señor Noble. Incluido usted.
Él se echó a reír tranquilamente.
– Por eso precisamente quiero contratarla. Y llámame Leo o se acabó el trato.
Ella también sonrió.
– Está bien, Leo. Háblame de tu casa.
Él la miró por encima del borde de la taza.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo. Por ejemplo, ¿tienes el despacho allí?
– Sí. Y Kay también.
– ¿Algún otro empleado?
– La asistenta, la señora Maitlin. Troy, mi chofer y mi chico para todo. Barry se encarga del jardín y la piscina. Ah, y el tutor de mi hija, Clark Dunbar.
Aquélla era la primera vez que Stacy oía hablar de su hija, y eso la resultó extraño. Al ver su expresión, Leonardo prosiguió:
– Kay y yo tenemos una hija, Alicia. Tiene dieciséis años. O, como a ella le gusta decir, casi diecisiete.
– ¿Vive contigo o con Kay?
– Con los dos.
– ¿Con los dos?
– Kay vive en la casa de invitados -la comisura de su boca se alzó en una especie de sonrisa ladeada y sagaz-. Veo por tu expresión que nuestro acuerdo doméstico te parece extraño.
– No estoy aquí para juzgar tu vida privada.
Como si la creyera a pie juntillas, él siguió hablando.
– Alicia es la luz de mi vida. Hasta hace poco se… -se detuvo un momento-. Es una superdotada. Intelectualmente hablando.
– Supongo que es normal. He oído decir que eres un moderno Leonardo da Vinci.
El sonrió.
– Veo que no soy el único que ha estado curioseando por Internet. Pero Alicia es realmente un genio. Hace que Kay y yo parezcamos vulgares.
Stacy intentó digerir aquella información. Se preguntó por la carga que suponía un intelecto así. Cómo debía teñir aquello cada aspecto de la vida de una adolescente, desde sus intereses intelectuales a sus relaciones sociales.
– ¿Ha ido alguna vez a una escuela normal?
– Nunca. Siempre ha tenido tutores privados.
– ¿Y da resultado?
– Sí. Hasta… -entrelazó los dedos y por primera vez pareció intranquilo-. Hasta hace poco. Está empeñada en ir a la universidad. Se ha vuelto desafiante. Me temo que le hace la vida imposible a Clark.
Parecía la típica adolescente.
– ¿A la universidad? -dijo ella-. ¿A Tulane o a Harvard, por ejemplo?
– Sí. Intelectualmente está preparada desde hace ya algún tiempo. Pero emocionalmente… Es muy joven. Muy inmadura. La verdad es que la hemos protegido mucho. Demasiado, me temo -se aclaró la garganta-. Además, el divorcio fue difícil para ella. Más difícil de lo que creíamos.
Stacy no podía concebir que alguien pudiera manejarse en la vida universitaria a los dieciséis años.
– Lo siento.
Él se encogió de hombros.
– Como el aceite y el agua, así somos Kay y yo. Pero nos queremos. Y queremos a Alicia. Así que llegamos a un acuerdo.
– ¿Por Alicia?
– Por todos, pero sobre todo por Alicia -sonrió de pronto: una sonrisa sencilla y abierta-. Bueno, ya sabes todo lo que hay que saber sobre nuestra pequeña y extraña troupe. ¿Sigues dispuesta a unirte a nosotros?
Ella escudriñó su semblante y se preguntó de nuevo si hablaba en serio. ¿Cómo conseguía un hombre todo lo que había conseguido Leonardo Noble sin ser cruel? ¿Sin reservarse y al mismo tiempo explotar la información de que disponía?
Se inclinó hacia él, muy seria.
– Éste es el trato, Leo. Las notas anónimas como las que has recibido suelen enviarlas personas pertenecientes al círculo del destinatario.
– ¿A mi círculo? No sé…
Ella lo cortó.
– Sí, a tu círculo. Las envían con ánimo de aterrorizar al otro.
– Y no tiene sentido enviarlas si la persona que las envía no está lo bastante cerca como para asistir al terror de su víctima, ¿no es eso?
Muy listo.
– Sí. Cuanto más asustado estés, tanto mejor.
Él entornó los ojos ligeramente. Stacy notó que eran de un castaño suave.
– Pues que se jodan. Si no me ven asustado, se cansarán. Como esos matones de colegio que no causan el efecto que van buscando.
– Puede ser, si la persona que escribió esos anónimos se parece a las de su calaña. Envían notas y cartas porque les gusta mirar. Pero no quieren acercarse demasiado.
– En el fondo son unos cobardes.
– Sí. Les da miedo exponer su ira o su odio en una confrontación directa. Así que son una amenaza mínima.
– Eso es lo típico. ¿Y lo atípico?
Ella apartó la mirada, pensando en su hermana Jane. La persona que la había mantenido aterrorizada era tan atípica como cupiera esperar. Había planeado cuidadosamente cada paso, y con cada uno de ellos se había acercado un poco más al asesinato. Stacy volvió a fijar la mirada en él.
– A veces las llamadas o las cartas son sencillamente una especie de anticipo de la verdadera función -al ver su expresión de perplejidad, se inclinó ligeramente hacia delante-. Esos se acercan hasta tocarte, Leo.
Él se quedó callado un momento, como si intentara digerir sus palabras. Por primera vez parecía impresionado.
– Te agradezco muchísimo que hayas aceptado ayudarme…
Ella levantó una mano para atajarlo.
– En primer lugar, no voy a aceptar este trabajo para ayudarte a ti. Lo hago por Cassie, por si su asesinato y esas postales tienen algo en común. En segundo lugar, tienes que entender que estoy estudiando. Mis estudios son lo primero. Así tiene que ser. ¿Algún problema con esas dos condiciones?
– Absolutamente ninguno. ¿Por dónde empezamos?
– Voy a empezar por integrarme en tu casa. Por conocer a todo el mundo. Por ganarme su confianza.
– Crees que el culpable está allí.
– El culpable o la culpable -puntualizó ella-. Es posible. Muy posible.
El asintió lentamente con la cabeza.
– Si quieres ganarte la confianza de todo el mundo, tendremos que inventar una razón verosímil para justificar tu presencia allí.
– ¿Se te ocurre alguna idea?
– Podrías ser una asesora técnica. Para una nueva novela. El protagonista sería un inspector de homicidios de la policía de una gran ciudad.
– Por mí, bien -Stacy sonrió un poco-. ¿De veras estás escribiendo una novela?
– Sí, entre otras cosas.
– Supongo que querrás informar a tu ex mujer y a tu hija sobre la verdadera razón de mi presencia.
– A Kay, sí. A Alicia, no. No quiero asustarla.
– Está bien -Stacy se acabó su café-. ¿Cuándo empiezo?
Él sonrió.
– Por mí, ahora mismo. ¿Y por ti?
Stacy estuvo de acuerdo. Leo se levantó, ansioso por llegar a casa. Mientras cruzaba la cafetería tras él, Stacy miró a Billie y descubrió que la estaba observando.
Algo en la expresión de su amiga hizo vacilar su paso. Leo miró hacia atrás.
– ¿Stacy? ¿Ocurre algo?
Ella se sacudió aquella sensación y sonrió.
– Nada. Tú primero.