Capítulo 29

Viernes, 11 de marzo de 2005

2:10 a.m.


Spencer abrió los ojos, súbitamente despierto. Buscó su arma, que había guardado bajo el colchón, cerró los dedos sobre la culata y aguzó el oído.

El ruido que lo había despertado sonó otra vez.

Stacy, pensó. Llorando.

El ruido sonaba apagado, como si intentara sofocarlo. Sin duda para ella las lágrimas eran un signo de debilidad. Odiaría que él la oyera. Se avergonzaría si iba a interesarse por ella.

Spencer cerró los ojos e intentó bloquear aquel sonido. Pero no podía. El sufrimiento de Stacy, aquellos gemidos suaves y desesperanzados, le rompían el corazón. Eran tan ajenos a la imagen que había querido forjarse de ella…

No podía esperar a que dejara de llorar. Aquello iba contra su naturaleza.

Se levantó, se puso los vaqueros y se los abrochó. Respiró hondo y se acercó al dormitorio de Stacy. Se quedó parado junto a la puerta un momento y luego llamó.

– Stacy -dijo alzando la voz-, ¿te ocurre algo?

– Vete -respondió ella con voz densa-. Estoy bien.

No lo estaba. Saltaba a la vista. Spencer vaciló y llamó otra vez.

– Tengo un hombro excelente. El mejor del clan de los Malone.

Ella profirió un sonido estrangulado que sonó a medio camino entre una risa y un sollozo.

– No te necesito.

– Estoy seguro de ello.

– Entonces vuélvete a dormir. O, mejor, vete a casa.

Él agarró el pomo y lo giró. La puerta se abrió sin oponer resistencia.

Stacy no había echado el cerrojo, a fin de cuentas.

– Voy a entrar. Por favor, no dispares.

Mientras entraba en la habitación se encendió la luz.

Stacy estaba sentada en la cama, con el pelo rubio enmarañado y los ojos rojos e hinchados por el llanto. Sostenía la Glock con ambas manos, apuntándole al pecho.

Spencer se quedó mirando el arma un momento. Se sentía como un ladrón pillado in fraganti. O como un ciervo paralizado ante los faros de un camión. Un camión enorme y lanzado a toda velocidad.

Levantó las manos por encima de la cabeza, intentando sofocar una sonrisa. Cabrearla no era buena idea.

– ¿Al pecho, Stacy? ¿No podrías apuntar a una pierna o algo así?

Ella bajó un poco el cañón.

– ¿Mejor?

A Spencer se le encogieron las pelotas.

– Prefiero morir a pasar sin esa herramienta, cariño. ¿Te importa?

Ella sonrió y bajó la Glock.

– ¿Tienes hambre?

– Yo siempre tengo hambre. Es genético.

– Bien. ¿Quedamos en la cocina a las cinco?

– Me parece bien -empezó a cruzar la puerta, pero se detuvo-. ¿Por qué eres tan amable conmigo?

– Me has hecho olvidar -contestó ella con sencillez.

Spencer salió del dormitorio dándole vueltas a su respuesta. Al giro de los acontecimientos. Stacy le había sorprendido. La invitación. La contestación sincera a su pregunta.

Stacy Killian era una mujer compleja y exigente. De ésas de las que él solía huir.

Así pues, ¿por qué demonios iba a encontrarse con ella para celebrar una especie de fiesta a medianoche?

Stacy se reunió con él en la cocina.

– ¿Qué te gusta comer?

– De todo. Menos remolacha, hígado y coles de Bruselas.

Ella se echó a reír mientras se acercaba a la nevera.

– Por eso no tienes que preocuparte conmigo -miró dentro-. Enchilada. Sobras de pato a la pekinesa. Aunque yo primero le haría la prueba del olfato. Atún. Y huevos.

Él miró por encima de su hombro e hizo una mueca.

– No hay mucho donde elegir, Stacy.

– Recuerda que fui policía. Los polis siempre comemos fuera.

Era cierto. Su nevera estaba aún más vacía que la de ella.

– ¿Qué te parecen unos cereales? -preguntó Stacy.

– Eso depende, ¿de cuales tienes?

– Copos de avena o fibra con pasas.

– Copos de avena, no hay duda.

– ¿Leche entera o desnatada?

– Da igual.

Stacy sacó el cartón de leche de la nevera y cerró la puerta. Spencer notó que miraba la fecha de caducidad antes de poner el recipiente sobre la encimera. Ella extrajo dos cuencos de un armario y dos cajas de cereales de otro.

Llenaron los cuencos (ella eligió la fibra, cosa nada extraña) y se los llevaron a la mesita baja que había junto a la ventana.

Comieron en silencio. Spencer quería darle tiempo. Un poco de espacio. La oportunidad de sentirse a gusto con él. Y de decidir si le bastaba con olvidar o si necesitaba hablar con alguien.

Stacy no le había invitado a la cocina porque tuviera hambre. Ni porque la preocupara que la tuviera él.

Necesitaba compañía. El apoyo de otra persona, aunque ese apoyo se tradujera en compartir con ella unos cereales.

Mary, una de sus hermanas, la tercera en edad de los hermanos Malone, era igual. Dura como el pedernal, terca como una mula, demasiado orgullosa para su propio bien. Un par de años antes, durante su divorcio, había intentado callárselo todo, encargarse de todo (incluido su dolor) ella sola.

Finalmente se había confiado a Spencer. Porque él primero le había dejado espacio y le había dado luego la oportunidad de hablarle. Y quizá también porque creía que, habiendo cometido tantos errores en su vida, él la juzgaría con menos severidad.

– ¿Quieres hablar? -preguntó Spencer por fin mientras rebañaba el cuenco con la cuchara.

Stacy no preguntó sobre qué; lo sabía. Se quedó mirando su cuenco como si preparara su respuesta.

– No quería que esto volviera a pasar -dijo al cabo de un momento, mirando a Spencer-. Nunca más.

– ¿Desayunar cereales con prácticamente un desconocido?

Una sonrisa fantasmal asomó a la boca de Stacy.

– ¿Alguna vez hablas en serio?

– Lo más raramente posible.

– Ése me parece un buen método.

El pensó en el teniente Moran.

– Te aseguro que tiene sus inconvenientes -apartó un poco su cuenco-. Así que ¿dejaste atrás tu trabajo en la policía y te mudaste a Nueva Orleans para estudiar literatura y empezar una nueva vida?

– Algo por el estilo -contestó ella con un atisbo de amargura-. Pero no era mi trabajo en la policía lo que quería dejar atrás. Era su fealdad. Y el absoluto abandono de mi vida privada -dejó escapar un largo y cansino suspiro-. Y aquí estoy, metida otra vez hasta el cuello.

– Por decisión propia.

– El asesinato de Cassie no fue decisión mía.

– Pero meterte en la investigación, sí. Y trabajar para Noble también. Y cruzar cada puerta que se te abría.

Ella parecía tener ganas de contradecirle. Spencer estiró el brazo sobre la mesa y la agarró de la mano.

– No te estoy criticando. Lejos de eso. Estás haciendo lo más natural. Fuiste policía diez años. Los dos sabemos que trabajar en la policía no es un simple empleo, es un modo de vida. No se trata de a qué te dedicas, sino de quién eres.

Él había descubierto la verdad que encerraban esas palabras cuando fue falsamente acusado y suspendido y tuvo que afrontar la posibilidad de un futuro fuera del cuerpo.

– No quiero seguir siendo esa persona.

– Entonces déjalo estar, Stacy. Olvídate de ello. Vuelve a Texas.

Ella profirió un bufido de frustración y se levantó. Llevó el cuenco al fregadero y se dio la vuelta para mirarlo de nuevo.

– ¿Y Cassie? No puedo marcharme sin más.

– ¿Qué pasa con Cassie? Apenas la conocías.

– ¡Eso no es cierto!

– Sí lo es, Stacy. Erais amigas desde hacía menos de dos meses.

– Pero no se merecía morir. Era joven. Y buena. Y…

– Y el depósito está lleno de personas jóvenes y buenas que tampoco deberían estar muertas y lo están.

– ¡Pero para mí son extraños! Y Cassie… Cassie era como a mí me hubiera gustado ser -se quedó callada un momento; Spencer notó que luchaba por dominarse-. Y alguien la mató. La misma fealdad de la que quería escapar… me ha seguido hasta aquí.

Spencer comprendió lo que quería decir; se levantó y se acercó a ella. La tomó de las manos.

– ¿Crees que esa fealdad te ha encontrado? ¿Que te ha seguido? ¿Que Cassie murió por eso?

– Yo no he dicho eso -ella movió la cabeza de un lado a otro, con los ojos llenos de lágrimas, e intentó apartar las manos.

Spencer se las apretó un poco más.

– La muerte de Cassie no tiene nada que ver con el lío en el que te has metido. No hay en su muerte nada parecido a los asesinatos del Conejo Blanco.

Ella sabía que tenía razón; Spencer lo advirtió en su expresión.

– ¿Qué me dices de su ordenador?

– ¿Qué pasa con él?

– Cassie se metió sin darse cuenta en algo peligroso. Algo que tenía que ver con el Conejo Blanco.

– Eso crees tú -contestó él-. Pero los hechos no te dan la razón -se inclinó hacia ella-. El culpable suele ser el más obvio. Tú lo sabes.

– Gautreaux.

– Sí, Gautreaux. Tenemos pruebas que lo relacionan con los asesinatos.

– ¿Cómo? preguntó ella, entornando los ojos-. ¿Qué pruebas?

– Una huella.

– ¿De él o de ella?

– De él. La sacamos del apartamento de Cassie. Y algunas otras pruebas materiales.

Stacy asintió con la cabeza. Su escepticismo parecía haberse transformado en excitación.

– ¿Qué clase de pruebas?

– Cabellos. De ella. En la ropa de Gautreaux. Pero, como habían sido pareja, ninguna es lo bastante sólida como para demostrar su culpabilidad.

– Chorradas. Es imposible que hubiera una huella de Gautreaux en casa de Cassie. No rompieron amistosamente. Ese tío la seguía y la amenazaba. Ella no iba a permitirle entrar a charlar un rato. Además, rompieron el año pasado. ¿Es que Gautreaux no lava su ropa?

– Se trata de una cazadora -puntualizó Spencer-. Vaquera. No parece que haya visto nunca una lavadora.

Ella masculló una maldición y se levantó.

– Odio a los abogados defensores. Pueden tergiversar los hechos y…

– Espera, hay algo más. Encontramos en la camiseta de Cassie un cabello que podría ser de él. Conseguimos una orden para hacerle un análisis de ADN. Los resultados llegarán la semana que viene. Si tenemos suerte…

– El ADN lo vinculará con la escena del crimen. El muy capullo.

Spencer le devolvió su pregunta anterior.

– Pero ¿por qué se llevaría su ordenador?

– Para cubrirse las espaldas. Puede que le hubiera mandado mensajes amenazadores, que supiera que ella los guardaba. Así que, cuando la mató, se llevó las pruebas. O se llevó el ordenador como una especie de trofeo. O porque tenía la impresión de que era lo que más le importaba a Cassie. Mucho más que él, desde luego.

Spencer sonrió.

– Creo que tienes razón.

Ella frunció el ceño de repente.

– ¿Cuándo le hicisteis las pruebas?

– Hace tres días.

– ¿Y de veras crees que no se ha largado?

– No soy del todo un novato, ¿sabes? Pusimos un dispositivo de seguimiento por satélite en su coche. Si se acerca siquiera a la frontera del estado, lo detendremos -la tomó de la mano y se la apretó con suavidad-. Vuelve a Texas, Stacy. Tenemos al asesino de Cassie. Ella ya no necesita tu ayuda.

A ella le temblaron las manos; Spencer sintió su indecisión, el conflicto que se libraba dentro de ella.

Stacy quería hacerle caso.

Pero no era capaz.

Él le apretó un poco los dedos.

– Márchate. Ve a visitar a tu hermana. Quédate hasta que encontremos a ese chiflado del Conejo Blanco y lo metamos entre rejas.

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

– En la universidad las cosas no funcionan así. No puedo estar yendo y viniendo. Además, me queda poco más de un mes para acabar este semestre.

Spencer frunció el ceño.

– Los dos sabemos que un mes es mucho tiempo. Pueden pasar muchas cosas en un mes.

Sabía que Stacy comprendía lo que quería decirle. Que la muerte podía encontrarla en un abrir y cerrar de ojos.

Y que aquello le asustaba.

– Me seguirá -dijo ella suavemente-. Ya lo sabe todo sobre mí.

– Eso es sólo una suposición. No lo sabes con seguridad…

– Sí, lo sé, Malone. Está jugando una partida. Y yo también. Y el juego no acaba hasta que sólo quede uno en pie.

Spencer le acarició las manos con los pulgares.

– Entonces vete a algún sitio donde no vaya a buscarte. A algún lugar con el que no tengas ningún vínculo.

– ¿Y cómo sabemos que no me esperará? Durante años, quizá toda mi vida. Tengo familia, una vida aparte de esto. No pienso esconderme.

– Pero vamos a atrapar a ese tipo. Y no tardaremos años.

– Eso es sólo una esperanza.

Intentó apartar las manos; Spencer le apretó un poco los dedos.

– Yo lo atraparé, Stacy. Te doy mi palabra.

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