Capítulo 62

Martes, 12 de abril de 2005

1:15 p.m.


Marzo dio paso a abril. Muchas cosas habían sucedido en las dos semanas transcurridas desde aquella noche en Belle Chere. Stacy había declarado no menos de cuatro veces. Se descubrió que Troy era un vagabundo, un fracasado que utilizaba su físico para aprovecharse de las mujeres, dejándolas sin un centavo y con el corazón destrozado.

Troy era también muy astuto. Sin antecedentes penales, su conversión en el Conejo Blanco no encajaba en ningún perfil, pero demostraba que, en lo referente al comportamiento criminal, todo era posible.

La policía estaba contactando con los diversos lugares donde había vivido en busca de asesinatos sin resolver de muchachas cuyo nombre fuera Alicia.

De momento, no habían encontrado ninguno, pero la búsqueda acababa de empezar.

El caso del Conejo Blanco había quedado oficialmente cerrado. Leo había recibido sepultura. Spencer y el jefe Battard, de Carmel-by-the-Sea, California, se habían mantenido en contacto.

El accidente que la policía de Carmel había clasificado en principio como el suicidio de Dick Danson había pasado a ser un homicidio perpetrado por el propio Danson. La víctima permanecía anónima. El jefe Battard confiaba en poder aclarar ese extremo cuanto antes.

Bobby Gautreaux había sido oficialmente acusado de los asesinatos de Cassie Finch y Beth Wagner. Stacy seguía sin estar muy convencida de su culpabilidad, pero había llegado al final del camino. Sus pistas se habían agotado, y la policía y la fiscalía del distrito creían tener pruebas suficientes para conseguir una condena en firme.

¿Quién era ella para decir lo contrario? Ya no era policía. Por lo menos, eso seguía diciéndose a sí misma. Naturalmente, tampoco era estudiante.

Paró el coche delante de su apartamento, aparcó y salió de su Bronco. Había anulado oficialmente la matrícula del curso. El jefe del Departamento de Filología Inglesa había admitido circunstancias atenuantes y había aceptado su regreso en el semestre de otoño. A fin de cuentas, hasta el asesinato de Cassie, se había defendido bastante bien.

Stacy agradecía su comprensión y su ofrecimiento, pero le había dicho que no estaba segura de lo que quería hacer.

Estaba quemada.

Aquello no era nada, sin embargo, que no pudiera resolverse regresando a Dallas. O eso decía su hermana. Habían hablado esa mañana. Jane había intentado convencerla de que volviera a casa, por lo menos hasta que supiera con certeza qué quería hacer. Le había puesto al corriente de las primicias de Annie: que había empezado a gatear, que dormía toda la noche de un tirón, que se reía al ver su cara en el espejo…

Stacy también echaba de menos a la pequeña. Ansiaba formar parte de la vida de Annie.

Luego estaba Spencer. Con él también había hablado esa mañana. Apenas se habían visto desde aquella noche en la plantación de Belle Chere. Y no porque ella no estuviera interesada.

Pero tenía que ocuparse de su vida, hacer lo mejor para ella a largo plazo.

Y un engreído detective de homicidios no era lo que más le convenía.

Por lo menos, eso se decía. Qué fastidio, se estaba volviendo una tiquismiquis y una pelmaza.

Subió los escalones del porche y se acercó a la puerta. Su nueva vecina, una rubia petulante y flaca como un espárrago asomó la cabeza por su puerta.

– Hola, Stacy.

– Hola, Julie -la chica llevaba puestas unas mallas cortas de licra. De su apartamento salía el sonido de un vídeo de ejercicios de aeróbic-. ¿Qué tal?

– Tengo un paquete para ti.

Se metió dentro y al cabo de un momento regresó con una caja enviada por mensajería.

– Lo dejaron justo después de que te fueras. Les dije que te lo daría.

Stacy tomó la caja. Para su tamaño, era bastante pesada. La zarandeó y el contenido golpeó los lados.

– Gracias.

– De nada. ¡Que pases un buen día!

La chica desapareció dentro de la casa. Stacy se acercó a su puerta, la abrió y entró. Cerró con el pie tras ella, dejó el bolso y las llaves sobre la mesa de la entrada y fijó su atención en el paquete. Al instante notó que no había etiqueta de envío pegada a la caja y frunció el ceño. Regresó a casa de su vecina y llamó. Julie apareció en la puerta.

– Hola, Stacy.

– Una pregunta. El paquete no lleva etiqueta de envío. ¿Te la dado han dado a ti?

– No. Te he dado lo que me han dado.

– ¿Has firmado tú?

La rubia pareció confusa.

– No. Pensé que no hacía falta, porque habrían dejado un impreso o algo así en tu puerta.

– No han dejado nada.

– No sé qué decirte, Stacy -su confusión parecía haberse convertido en fastidio.

– No impor… ¡Espera! Una última pregunta.

La rubia se detuvo en la puerta con expresión exasperada.

– El tipo de FedEx, ¿llevaba uniforme?

– Era una chica -puntualizó Julie, frunciendo las cejas como si intentara recordar-. No me acuerdo.

– ¿Y la furgoneta? ¿La viste?

– Lo siento -cuando Stacy abrió la boca para hacer otra pregunta, la joven la cortó-. Me estoy perdiendo la mejor parte de los ejercicios. ¿Te importa?

Stacy dijo que no y regresó a su apartamento. Se acercó a la caja, agarró una de las solapas troqueladas, la levantó de un tirón y sacó el contenido. Dentro había un objeto envuelto en papel de burbujas. El envoltorio llevaba pegada una tarjeta.

Despegó la tarjeta y la abrió. Decía simplemente:

El juego no ha acabado aún.

Empezaron a temblarle las manos. El Conejo Blanco.

No podía ser.

Despegó cuidadosamente la cinta adhesiva. Apartó el envoltorio de burbujas.

Se quedó sin respiración. Un ordenador portátil. Un Apple de doce pulgadas. Una bonita carcasa blanca.

Un ordenador que ella conocía.

El ordenador de Cassie.

Mientras intentaba convencerse de que podía ser cualquier portátil Apple, lo abrió y pulsó el botón de encendido. El aparato cobró vida.

Se obligó a respirar mientras se cargaban los programas; luego el escritorio llenó la pantalla. Repasó las carpetas y se detuvo en el titulado Mis imágenes.

Lo abrió. En las preferencias se había seleccionado el visionado en miniatura de los iconos. Aparecieron varias hileras de pequeñas fotografías. Pulsó la primera. Una imagen llenó la pantalla. Cassie y Magda, vestidas con sombreros de Nochevieja y soplando unos matasuegras. En la siguiente aparecía una chica del grupo de juegos de rol bailando el cancán. Luego había una foto de la madre y la hermana de Cassie.

La siguiente hizo que el corazón se le subiera a la garganta.

Cassie y ella. En el Café Noir. Posando para la cámara.

Un grito escapó de sus labios. Se levantó de un salto y se acercó a la ventana. Se llevó las manos a los ojos y se los apretó, intentando refrenar el dolor. La sensación de pérdida.

Recordaba el día en que se tomó esa fotografía. La había hecho Billie. Con la cámara de su móvil. Parecía que había sido ayer.

Cassie aún estaba viva. Y ahora ya no estaba.

Stacy cerró los puños con fuerza. Tenía que concentrarse. No en el pasado. Ni en el dolor. Sino en lo que estaba sucediendo. Y en por qué sucedía.

Bobby Gautreaux no había matado a Cassie y a Beth.

Pero ¿quién lo había hecho? ¿Y por qué le habían enviado a ella el ordenador?

Dejó caer las manos y se volvió hacia el aparato. Alguien quería que supiera que existía un vínculo entre el asesinato de Cassie y Conejo Blanco. Que la muerte de Troy no había puesto fin a la partida.

El Conejo Blanco seguía haciendo de las suyas.

Stacy respiró hondo bruscamente, se dio la vuelta y volvió al ordenador. Cerró la carpeta de las fotografías y recorrió el administrador de archivos hasta detenerse en una carpeta titulada “Conejo Blanco”.

Bingo.

Pulsó la carpeta. Se abrió mostrando un menú con un solo archivo.

El Juego.

A juzgar por la fecha, el documento había sido creado el domingo 27 de febrero a las 10:15 de la noche.

La noche que Cassie había sido asesinada.

Stacy abrió el documento y comenzó a leer. Comprendió al instante que se trataba de una estrategia de juego cuerpo a cuerpo. El juego tal y como ella lo había jugado con Malone y los demás. El Conejo Blanco había reunido a todos los personajes. Da Vinci y Angel. El Profesor. Nerón. Alicia.

Y, tal y como en la partida que habían jugado, el ratón, los dos naipes y el Gato de Cheshire no se contaban entre los personajes.

Ellos eran los obstáculos. Los monstruos enviados por el Conejo Blanco para debilitar o matar a los jugadores.

Los jugadores.

Claro. Ahora estaban todos muertos. Incluso el Conejo Blanco.

Todos, excepto Angel y Alicia.

Stacy se levantó de un salto. ¡Eso era! Naturalmente. Claro, Leo se quedaba con todo si Kay desaparecía de escena.

Pero aquella idea funcionaba también a la inversa. Ninguno de ellos lo había tenido en cuenta.

Con la desaparición de Leo, Kay se quedaba con todo.

Stacy empezó a pasearse de un lado a otro. Estaba excitada. Kay era quien había contactado con Pogo, quien había puesto el nombre de Leo en la lista de correo de la Galería 124. Estaba compinchada con Troy. Pero por alguna razón sus planes se habían ido al traste.

Por culpa de ella. Tenía que ser eso.

Así pues, ¿por qué mandarle el ordenador?

Alicia

Alicia lo había descubierto todo. Sabía que su madre era culpable. Que había matado a Leo.

El asesino se lo lleva todo. Todos los despojos. El patrimonio de Leo en su conjunto. Los beneficios de los lucrativos contratos de licencia firmados recientemente.

Stacy habría apostado a que Troy había empezado a trabajar para los Noble poco después de la firma de esos acuerdos. Pero ¿y Dunbar? Stacy se frotó las sienes. ¿Le había reconocido Kay de inmediato? ¿Era eso lo que la había impulsado a actuar? ¿Se había dado cuenta de que Danson era un perfecto cabeza de turco y había recabado la ayuda de Troy?

Aquella mujer era brillante. El plan era brillante.

Soy más lista que ellos dos juntos. ¿Te ha dicho eso él?

Alicia. Ella se había dado cuenta de todo.

Naturalmente, pensó Stacy. Dos personajes todavía en pie. El juego no acababa hasta que todos los jugadores estaban muertos, menos uno.

El asesino se lo lleva todo.

Alicia necesitaba ayuda.

Stacy se llevó una mano a la boca. ¿Pensaba Kay matar también a su hija? ¿Más adelante, de un modo que no despertara sospechas?

¿Qué había dispuesto Leo en su testamento? ¿Era Kay la única beneficiaria de sus bienes? ¿O era una mera albacea?

Stacy agarró su teléfono móvil, marcó el número de Malone y colgó cuando le respondió el contestador. Marcó el número de la DAI. La operadora que contestó la informó de que el detective Malone estaba en una reunión y le preguntó si podía pasarla con alguna otra persona.

– ¿El detective Tony Sciame está disponible?

Lo estaba y, un momento después, se puso al teléfono.

– Stacy, ¿qué ocurre?

– Estoy intentando hablar con Spencer. Es importante.

– Está con la comisaria y un par de tipos de la DIP

La División de Integridad Pública. Asuntos Internos. La unidad que justificaba su existencia por el número de policías a los que empapelaba. Una reunión con aquellos tipos siempre era de mal agüero. Ella lo sabía por experiencia: justo antes de abandonar la policía de Dallas, se las habían hecho pasar moradas.

Frunció el ceño, preocupada.

– ¿Qué está pasando?

– No estoy seguro. La comisaria se incorpora hoy y esos tipos aparecen avasallando. En cuanto nos descuidemos, le meterán un paquete a Malone.

– Tú eres su compañero, Tony. Tienes que tener alguna idea de qué está pasando.

El se quedó callado un momento. Cuando habló, Stacy notó que elegía cuidadosamente sus palabras.

– Llevaba algún tiempo bajo el microscopio y últimamente ha habido algunas irregularidades.

¿Un juez aprobó ese dispositivo de búsqueda?

Tergiversé un poco los datos.

– Es por mi culpa, ¿verdad, Tony? ¿Porque me mantuvo informada?

– No sólo eso.

Ella masculló una maldición.

– ¿Qué más?

– No puedo decírtelo.

– Estaría muerta si no fuera por Malone. Y Alicia también.

Pero no Kay. ¿Cómo había pensado explicarlo todo aquella mujer? ¿Matando a Troy? ¿Fingiendo que había logrado escapar?

– ¿Stacy? ¿Estás ahí?

– Sí, estoy aquí. ¿Cuánto crees que tardará Malone?

– No lo sé. Pero ya llevan ahí dentro un buen rato.

– Dile que me llame al móvil. Es sobre el Conejo Blanco y Cassie Finch.

– ¿El Conejo Blanco? Pero ¿qué…?

– No se ha acabado. No lo olvides, ¿de acuerdo? Es importante.

– Stacy, espera…

Ella colgó. No tenía un plan para enfrentarse a Kay Noble, sólo una sensación de premura que la impulsaba a actuar. Alicia la necesitaba. Ella dudaba de que Kay hiciera algún movimiento estando tan reciente la muerte de Leo, pero no iba a arriesgar la vida de la chiquilla. Ni la suya propia.

Con eso en mente, guardó su Glock en el bolso.

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