Capítulo 5

Lunes, 28 de febrero de 2005

10:30 a.m.


Spencer entró en el Café Noir. El olor a café y galletas horneadas lo golpeó como un mazazo. Hacía mucho tiempo que había desayunado: un hojaldre relleno de salchicha en un figón de carretera, al rayar el alba.

Lo de las cafeterías no le entraba en la cabeza. ¿Tres pavos por una taza de café con nombre extranjero? ¿Y qué era eso de taza alta, supergrande y gigante? ¿Qué tenían contra las tazas pequeñas, medianas y grandes? ¿O incluso con las extra grandes? ¿A quién querían engañar?

Una vez había cometido el error de pedir un americano, creyendo que le servirían una buena taza de café americano a la vieja usanza. Pero aquello no se parecía en nada.

Un chorro de café solo y agua. Sabía a pis quemado.

Decidió ahorrarse el dinero y esperó a volver al cuartel general para tomarse un café. Al mirar alrededor vio que, hasta donde alcanzaba a ver, aquélla era la típica cafetería. Colores terrosos y densos, asientos grandes y confortables intercalados entre mesas para estudiar o conversar. El edificio, situado en una parcela triangular de las que en Nueva Orleans se llamaban suelo neutral, tenía incluso una chimenea vieja y grande.

Para lo que servía, pensó Spencer. A fin de cuentas, estaban en Nueva Orleans. Calor y humedad y entre veinticinco y veintisiete grados nueve meses al año.

Se acercó al mostrador y le preguntó a la chica de la caja por el propietario o el encargado. La chica, que parecía tener edad de ir a la universidad, sonrió y señaló a la rubia alta y espigada que estaba surtiendo el bufé.

– Es la dueña, Billie Bellini.

Él le dio las gracias y se acercó a la mujer.

– ¿Billie Bellini? -preguntó.

Ella se dio la vuelta y levantó la vista. Era preciosa. Una de esas mujeres inmaculadamente bellas que podían (y probablemente lo hacían) elegir a cualquier hombre. La clase de mujer que uno no esperaba encontrarse regentando una cafetería.

Spencer habría sido un embustero o un eunuco si hubiera dicho que era inmune a sus encantos, si bien podía afirmar con sinceridad que Billie Bellini no era su tipo. Demasiado cara de mantener para un tipo corriente como él.

Una sonrisa tocó las comisuras de los labios carnosos de Billie Bellini.

– ¿Sí? -dijo.

– Soy el detective Spencer Malone, del Departamento de Policía de Nueva Orleans -contestó él mostrándole su insignia.

Una ceja perfectamente arqueada se levantó.

– ¿Qué puedo hacer por usted, detective?

– ¿Conoce a una chica llamada Cassie Finch?

– Sí, es una de nuestras clientas habituales.

– Una clienta habitual. ¿Qué significa eso exactamente?

– Que pasa mucho tiempo aquí. Todo el mundo la conoce -su tersa frente se arrugó-. ¿Por qué?

Él ignoró la pregunta y replicó con otra.

– ¿Y a Beth Wagner?

– ¿La compañera de piso de Cassie? Pues no. Sólo ha estado aquí una vez. Cassie nos la presentó.

– ¿Qué me dice de Stacy Killian?

– También viene con frecuencia. Son amigas. Pero supongo que eso ya lo sabe.

Spencer bajó la mirada. El anillo anular de la mano izquierda de Billie Bellini mostraba una enorme piedra y una alianza de oro tachonada de diamantes. Eso no le sorprendió.

– ¿Cuándo vio por última vez a la señorita Finch?

Sus ojos adquirieron de pronto una expresión preocupada.

– ¿A qué viene esto? -preguntó-. ¿Le ha pasado algo a Cassie?

– Cassie Finch ha muerto, señora Bellini. Ha sido asesinada.

Ella se llevó una mano a la boca, que había formado una O perfecta.

– Debe de haber algún error.

– Lo lamento.

– Perdóneme, yo… -buscó a tientas tras ella una silla y se dejó caer. Se quedó inmóvil un momento, luchando, sospechaba Spencer, por sobreponerse.

Cuando por fin levantó la mirada hacia él, no había lágrimas en sus ojos.

– Estuvo aquí ayer por la tarde.

– ¿Cuánto tiempo?

– Un par de horas. De tres a cinco, más o menos.

– ¿Estuvo sola?

– Sí.

– ¿Habló con alguien?

Ella juntó las manos con fuerza sobre su regazo.

– Sí. Con todos los sospechosos habituales.

– ¿Cómo dice?

– Disculpe -se aclaró la garganta-. Con otros clientes habituales. Vinieron los de siempre.

– ¿Stacy Killian vino ayer?

Su expresión se crispó de nuevo.

– No. ¿Stacy está… está bien?

– Que yo sepa, sí -hizo una pausa-. Nos ayudaría inmensamente conocer los nombres de las personas con las que Cassie solía salir. Los clientes habituales.

– Desde luego.

– ¿Tenía algún enemigo?

– No. Imagino que no, al menos.

– ¿Tuvo algún altercado con alguien?

– No -le tembló la voz-. No puedo creer que haya pasado esto.

– Tengo entendido que era aficionada a los juegos de rol -hizo una pausa; al ver que ella no lo negaba, prosiguió-. ¿Traía siempre su ordenador?

– Sí, siempre.

– ¿Nunca la vio sin él?

– No, nunca.

Él asintió con la cabeza.

– Me gustaría hablar con sus empleados, señora Bellini.

– Por supuesto. Nick y Josué llegan a las dos y a las cinco, respectivamente. Ésa es Paula. ¿Quiere que la llame? -él asintió con la cabeza y se sacó del bolsillo una tarjeta de visita. Se la entregó-. Si se le ocurre algo más, avíseme.

Resultó que Paula sabía aún menos que su jefa, pero Spencer le dio su tarjeta de visita de todos modos.

Salió de la cafetería a la mañana fresca y luminosa. La meteoróloga del Canal 6 había pronosticado que el mercurio alcanzaría los cuarenta grados, y a juzgar por el calor que hacía ya, no se equivocaba.

Spencer se aflojó la corbata y echó a andar hacia su coche, que había aparcado junto a la acera.

– ¡Eh, Malone, espera!

Se detuvo y dio media vuelta. Stacy Killian cerró la puerta de su coche y corrió hacia él.

– Hola, Killian.

Ella señaló la cafetería.

– ¿Has conseguido todo lo que necesitabas?

– De momento, sí. ¿En qué puedo ayudarte?

– Me estaba preguntando si habíais indagado ya sobre Conejo Blanco.

– Aún no.

– ¿Puedo preguntar a qué se debe la tardanza?

Spencer miró su reloj y luego fijó la vista en ella.

– Según mis cálculos, esta investigación dura sólo ocho horas.

– Y la probabilidad de que el caso se resuelva disminuye con cada hora que pasa.

– ¿Por qué dejaste la policía de Dallas, Killian?

– ¿Disculpa?

Spencer notó que se envaraba ligeramente.

– Era una pregunta sencilla. ¿Por qué te marchaste?

– Necesitaba un cambio de aires.

– ¿Fue ésa la única razón?

– No veo qué importancia tiene eso, detective.

Él entornó los ojos.

– Me lo preguntaba porque pareces estar muy ansiosa por hacer mi trabajo.

Ella se puso colorada.

– Cassie era amiga mía. No quiero que su asesino escape.

– Yo tampoco. Así que mantente al margen y déjame hacer mi trabajo.

Hizo ademán de pasar a su lado, pero ella lo agarró del brazo.

– Conejo Blanco es la mejor pista que tenéis.

– Eso dices tú. Yo no estoy tan seguro.

– Cassie había conocido a alguien que prometió introducirla en el juego. Habían planeado un encuentro.

– Podría ser una coincidencia. Todos los días se conoce gente, Killian. Las personas entran y salen de nuestras vidas, todos los días hay extraños que se cruzan en nuestro camino, nos entregan paquetes, se dirigen a nosotros en la cola del supermercado, se ofrecen a recoger algo que se nos ha caído… Pero no nos matan.

– Casi nunca -puntualizó ella-. Su ordenador ha desaparecido, ¿verdad? ¿A qué crees que se debe?

– Su asesino se lo llevó como trofeo. O pensó que le hacía falta uno. O quizá esté en el taller.

– Algunos juegos se juegan online. Puede que Conejo Blanco sea uno de ellos.

El le apartó la mano.

– Te estás extralimitando, Killian. Y lo sabes.

– Fui detective diez años…

– Pero ya no lo eres -replicó él, cortándola-. Eres una civil. No te pongas en mi camino. No interfieras en la investigación. La próxima vez no te lo pediré con tanta amabilidad.

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