Capítulo 8

Martes, 1 de marzo de 2005

10:30 a.m.


La Universidad de Nueva Orleans, la mayoría de cuyos alumnos se desplazaba diariamente desde las zonas cercanas, sólo disponía de tres residencias de estudiantes, y una de ellas albergaba únicamente a estudiantes con familia. Bobby Gautreaux era de Monroe, de modo que Stacy supuso que vivía en una de las residencias para estudiantes solteros, bien en Bienville Hall, bien en Privateer Placer.

Supuso también que no llegaría a ninguna parte si intentaba conseguir su dirección en la oficina de matriculación, pero quizá sacara algo en claro si se pasaba por el departamento de Ingeniería.

Ideó rápidamente un plan y ensambló las piezas que necesitaba para llevarlo a cabo. Después se dirigió a la facultad de Ingeniería, situada, con respecto al Centro Universitario, en el otro extremo del campus.

Cada departamento tenía su propia secretaría. La persona que ocupaba el puesto de secretario o secretaria conocía su departamento por dentro y por fuera, estaba familiarizada con los estudiantes y conocía a todos los miembros del claustro y sus peculiaridades. Los secretarios también solían arrogarse el papel de dioses en sus respectivos dominios.

Stacy sabía también por experiencia que, si les caías bien, eran capaces de remover cielo y tierra para ayudarte a resolver un problema. Pero, si no, lo tenías crudo.

Stacy reparó en que la señora al frente del feudo del departamento de Ingeniería tenía la cara tan redonda como la luna y una amplia sonrisa.

Una del tipo maternal. Bien.

– Hola -sonrió, acercándose a su mesa-. Soy Stacy Killian. Soy alumna de licenciatura del departamento de Filología Inglesa.

La señora le devolvió la sonrisa.

– ¿En qué puedo ayudarte?

– Estoy buscando a Bobby Gautreaux.

La otra frunció un poco el ceño.

– Hoy no he visto a Bobby.

– ¿No tiene clase los martes?

– Creo que sí. Déjame ver -se giró hacia su terminal de ordenador, accedió al archivo de alumnos y tecleó el nombre de Bobby.

– Veamos. Tenía clase temprano, pero no lo he visto. A lo mejor yo puedo ayudarte.

– Soy una amiga de su familia, de Monroe. Este fin de semana he estado allí, visitando a mis padres. Su madre me pidió que le trajera esto -levantó la tarjeta que acababa de comprar en la librería y en cuyo sobre había escrito Bobby.

La secretaria sonrió y le tendió la mano.

– Se lo daré encantada.

Stacy retiró el sobre.

– Prometí dárselo en mano. Su madre insistió mucho. Vive en Bienville Hall, ¿no?

Stacy vio que el semblante de la secretaria adquiría cierta expresión de recelo.

– Pues no lo sé.

– ¿Podría comprobarlo? -Stacy se inclinó un poco hacia ella y bajó la voz-. Es dinero. Cien dólares. Si se lo dejo y pasa algo… jamás me lo perdonaría.

La otra frunció los labios.

– Yo no puedo asumir la responsabilidad de quedarme con dinero, desde luego.

– Eso mismo me pasa a mí -dijo Stacy-. Cuanto antes se lo dé a Bobby, mejor.

La otra vaciló un momento mientras la miraba con fijeza, como si la calibrara. Al cabo de un momento asintió con la cabeza.

– Voy a ver si tengo su dirección.

Volvió a fijarse en la pantalla del ordenador, introdujo algunos datos y se giró hacia Stacy.

– Sí, vive en Bienville House. Habitación 210.

– Habitación 210 -repitió Stacy con una sonrisa-. Gracias. Ha sido de gran ayuda.

Bienville Hall, una residencia de varias plantas, utilitaria y desangelada, databa de 1969 y estaba situada frente al comedor del departamento de Ingeniería.

Stacy entró en el edificio. Los días de las residencias para un solo sexo y cerradas a cal y canto habían corrido la misma suerte que los dinosaurios, y ninguno de los estudiantes con los que se cruzó le dedicó la menor atención.

Subió por las escaleras hasta el segundo piso y se dirigió luego a la habitación 210. Llamó una vez y, al ver que nadie respondía, volvió a llamar.

Pero no hubo respuesta. Miró a su alrededor, vio que estaba sola en el pasillo y, estirando el brazo tranquilamente, intentó abrir.

La puerta se abrió.

Stacy entró y cerró sin hacer ruido a su espalda. Lo que estaba haciendo era ilegal, aunque, ahora que ya no pertenecía a las fuerzas de la ley, suponía una infracción menor. Extraño, pero cierto.

Recorrió rápidamente con la mirada la pequeña habitación, que estaba muy limpia. Qué interesante, pensó. Los chicos solteros no tenían fama de limpios. ¿Qué otras convenciones desafiaría Bobby Gautreaux?

Se acercó a la mesa. Sobre ella había tres pulcros montones de papeles. Los hojeó uno por uno y abrió luego el cajón de la mesa. Rebuscó entre su contenido.

Al no ver nada que llamara su atención, cerró el cajón y se fijó en una fotografía que había clavada en un panel de corcho, sobre la mesa. Era de Cassie. Llevaba bikini y sonreía a la cámara.

Bobby había dibujado una diana sobre su cara.

Stacy apartó la mirada con nerviosismo. Había otras instantáneas de Cassie. A una, le había puesto cuernos de diablo y una cola afilada; en otra había escrito Vete al infierno, zorra.

O Bobby era inocente… o era increíblemente estúpido. Si había matado a Cassie, tenía que saber que la policía iría a interrogarlo. Dejar aquellas fotos en el corcho iba a darle muchos quebraderos de cabeza.

– ¿Qué coño…?

Ella se giró. El joven que había en la puerta parecía haber pasado una pésima noche. Podía haber servido como modelo para ilustrar un póster de Alcohólicos Anónimos.

O bien una ficha policial.

– La puerta estaba abierta.

– Chorradas. Fuera de aquí.

– Bobby, ¿no?

Él tenía el pelo mojado. Llevaba una toalla sobre los hombros. Recorrió con la mirada a Stacy.

– ¿Quién quiere saberlo?

– Una amiga.

– Mía no.

– Soy amiga de Cassie.

Una fea expresión atravesó su cara. Cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿Y a mí qué? Hace siglos que no hablo con Cassie. Vete de una puta vez.

Stacy se acercó a él. Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.

– Es curioso, por lo que me dijo tenía la impresión de que habíais hablado hace poco.

– Entonces no es sólo una zorra. También es una mentirosa.

Stacy dio un respingo, ofendida. Miró a Bobby de arriba abajo. Tenía el pelo rizado y oscuro y los ojos marrones, herencia de sus ancestros franceses. De no ser por su mal carácter, le habría parecido bastante guapo.

– Me dijo que sabías algo de Conejo Blanco.

Su expresión se alteró sutilmente.

– ¿Qué pasa con Conejo Blanco?

– Conoces el juego, ¿no?

– Sí, lo conozco.

– ¿Has jugado alguna vez?

El titubeó.

– No.

– No pareces muy seguro.

– Y tú pareces una poli.

Ella entornó los ojos y pensó que aquel joven no era muy de su agrado. Era un niñato maleducado de la cabeza a los pies. Stacy había tenido que vérselas con muchos de su catadura durante sus años de servicio en la policía de Dallas.

Empapelar a gamberros como aquél era lo mejor de su trabajo. De pronto deseó tener una insignia. Le habría gustado verlo mearse en los pantalones.

Sonrió con sólo imaginárselo.

– Como te decía, soy sólo una amiga. Estoy investigando un poco. Háblame de Conejo Blanco.

– ¿Qué quieres saber?

– Cosas sobre el juego. Cómo es. Cómo jugáis. Cosas así.

Él contrajo el labio superior. Stacy supuso que aquélla era su sórdida idea de una sonrisa.

– No es un juego corriente. Es oscuro. Y violento -hizo una pausa. Su expresión pareció cobrar vida-. Como si el Doctor Seuss se encontrará con Lara Croft, la de Tomb Raider. El escenario es el País de las Maravillas. Es una locura. Un mundo extraño.

Sí, parecía desternillante.

– Has dicho que es oscuro. ¿Qué significa eso?

– Tú no juegas, ¿no?

– No.

– Entonces que te jodan -dio media vuelta.

Stacy lo agarró del brazo.

– Hazme ese favor, Bobby.

Él miró la mano apoyada sobre su brazo y luego miró sus ojos. Su expresión pareció convencerlo de que hablaba en serio.

– Conejo Blanco es un juego de supervivencia. Sobreviven los más listos, los más capaces. El último que queda en pie se lo lleva todo.

– ¿Cómo que se lo lleva todo?

– Matar o morir, muñeca. El juego no acaba hasta que queda un solo personaje vivo.

– ¿Cómo sabes tanto si nunca has jugado?

El le apartó la mano.

– Tengo contactos.

– ¿Conoces a alguien que juega?

– Puede ser.

– Muy gracioso. ¿Sí o no?

– Conozco al jefazo. Al Conejo Blanco Supremo.

Bingo.

– ¿Quién es?

– El inventor del juego en persona. Un tío llamado Leonardo Noble.

– Leonardo Noble -repitió ella, rebuscando aquel nombre en su memoria.

– Vive aquí, en Nueva Orleans. Le oí hablar en la Convención de Ciencia Ficción y Fantasía. Es muy amable, aunque un poco maniático. Si quieres saber algo sobre el juego, habla con él.

Ella dio un paso atrás.

– Lo haré. Gracias por tu ayuda, Bobby.

– No hay de qué. Es un placer ayudar a una amiga de Cassie.

Stacy percibió en su sonrisa algo casi viperino. Pasó a su lado en dirección a la puerta.

– ¿Te has enterado? -dijo él alzando la voz-. A Cassie la han matado.

Stacy se detuvo en la puerta y se giró lentamente para mirarlo.

– ¿Qué has dicho?

– Que se la han cargado. Ella, esa bollera amiga suya, me ha llamado. Estaba histérica. Me acusó de haberla matado.

– ¿Y la mataste?

– Que te jodan.

Stacy sacudió la cabeza, asombrada por su actitud.

– ¿De veras eres tan estúpido? ¿A qué viene eso? ¿Es que no lo entiendes? Ahora mismo eres el principal sospechoso. Te aconsejo que no te des tantos aires, amigo mío, porque la policía no necesita ninguna excusa para detenerte.

Dos minutos después, salió al día gris y ventoso. Hacia ella iban el detective Malone y su compañero.

– Hola, chicos -dijo alegremente.

Malone frunció el ceño al reconocerla.

– ¿Qué haces aquí?

– Me he pasado a ver al amigo de una amiga. Eso no va contra la ley, ¿no?

Tony intentó contener la risa.

Malone frunció más aún el ceño.

– Interferir en una investigación, sí.

– ¿Alguien ha dicho que esté interfiriendo?

– Es sólo una advertencia.

– Tomo nota -sonrió y se alejó, notando sus miradas clavadas en la espalda. Se detuvo y miró hacia atrás-. Mirad el tablón de corcho de encima de la mesa. Creo que lo encontraréis interesante.

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