Capítulo 16

Sábado, 5 de marzo de 2005

11:00 a.m.


Stacy intentaba concentrarse en el texto que tenía delante. La Oda a Psique, de John Keats. Había decidido estudiar a los románticos porque su sensibilidad le parecía muy ajena a la del mundo actual, y también muy alejada de la brutal realidad de la que ella había formado parte durante una década.

Ese día, sin embargo, aquel canto a la belleza y el amor espiritual le parecía recargado y banal.

Se sentía aturdida y vapuleada, aunque no sabía muy bien por qué. Aquel individuo no le había hecho nada, aparte de un par de magulladuras. A decir verdad, salvo por la descarga de adrenalina, ni siquiera se había asustado. En ningún momento había tenido la sensación de que la situación escapara a su control.

Así pues, ¿por qué temblaba de pronto?

“Mantente al margen. O te las verás conmigo”.

Una advertencia. Había conseguido que alguien se sintiera muy incómodo.

Pero ¿quién? ¿Bobby Gautreaux? No parecía probable, dado que la policía ya había centrado sus sospechas en él. ¿Alguna otra persona con la que había hablado de Conejo Blanco? Sí. Pero ¿quién?

La policía no le serviría de nada. Estaban convencidos de que su agresor era el violador de aquellas otras chicas, que había recrudecido sus ataques.

No se lo reprochaba; el modus operandi era casi idéntico al de las violaciones. Repasó lo que le habían dicho sobre el violador del campus. Un sujeto corpulento que atacaba a mujeres solas, en el campus, de noche, agarrándolas por detrás. Le habían puesto de mote Romeo por las naderías que les susurraba al oído. Cosas como “te quiero”, “estaremos juntos para siempre” y, la más sangrante de todas, “quédate conmigo”.

“Puede que no estés tan llena de mierda, a fin de cuentas”. ¿De veras la creía Malone? ¿O sencillamente le había tirado un hueso para cerrarle la boca?

“No me atrevería a ligar contigo, Killian. Me darías una patada en el culo”.

Aquel comentario la irritaba. ¿Tanto intimidaba a los hombres? ¿Tan agria era? ¿Habría perdido en algún punto del camino la capacidad de hacerse accesible a los demás?

Killian la rompepelotas, la llamaban sus colegas de la policía de Dallas. Por lo visto estaba progresando: ahora sólo era una pateadora de culos. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Una revientatripas?

– Hola, detective Killian.

Stacy levantó la vista. Leonardo Noble estaba cruzando el Café Noir en dirección a su mesa; en una mano llevaba un plato con un bollo y en la otra una taza de café.

– No soy detective -dijo ella cuando llegó a su lado-. Pero sospecho que ya lo sabe.

Sin preguntar si podía sentarse, Noble puso su café y su plato sobre la mesa, retiró una silla y tomó asiento.

– Y sin embargo lo es -dijo-. De homicidios. Diez años en la policía de Dallas. Varias veces condecorada. La última, el otoño pasado. Presentó su renuncia en Enero para ponerse a estudiar literatura inglesa.

– Cierto -dijo ella-. ¿Pretende decirme algo?

Él hizo oídos sordos a su pregunta y tomó tranquilamente un sorbo de café.

– Si no fuera por usted, su hermana estaría muerta y el asesino libre. Y sin duda su marido estaría pudriéndose en prisión y usted…

Ella le cortó. No necesitaba que le recordaran dónde estaría. Ni lo cerca que había estado Jane de morir.

– Deje ya el informe, señor Noble. Lo viví en carne propia. Con una vez es suficiente.

Él probó el bollo, profirió una exclamación de placer y volvió a fijar su atención en ella.

– Es increíble cuántas cosas se pueden averiguar hoy día simplemente con pulsar un par de teclas.

– Ahora ya lo sabe todo sobre mí. Enhorabuena.

– Todo no -se inclinó hacia delante, los ojos iluminados por el interés-. ¿Por qué presentó su dimisión después de tantos años? Por lo que he leído, parece que nació para ese trabajo.

“¿Alguna vez has oído ese viejo refrán que dice que puedes sacar al poli del trabajo, pero no el trabajo del poli?”.

– No debería creer todo lo que lee. Además, eso es asunto mío, no suyo -soltó un bufido de irritación-. Mire, lamento que el otro día se hiciera una idea equivocada. No pretendía…

– Tonterías. Claro que lo pretendía. Me confundió deliberadamente. Y, seamos sinceros, señorita Killian, tampoco lo lamenta. Ni siquiera un poquito.

– Está bien -Stacy cruzó los brazos-. No lo lamento. Necesitaba información e hice lo necesario para conseguirla. ¿Satisfecho?

– No. Quiero algo de usted -Noble masticó otro trozo de bollo mientras aguardaba su reacción. Al ver que ella no se inmutaba, continuó-. El otro día no fui del todo sincero con usted.

Eso sí que ella no se lo esperaba. Sorprendida, se echó hacia delante.

– ¿Su respuesta a mi pregunta sobre la posibilidad de juego conduzca a comportamientos violentos?

– ¿Cómo lo sabe?

– Como usted mismo ha dicho, fui policía diez años. Todos los días interrogaba a sospechosos.

Noble inclinó la cabeza con aparente admiración.

– Es usted muy sagaz -hizo una pausa-. Lo que dije de que era la gente la que se mataba entre sí era cierto. Lo creo firmemente. Pero hasta la cosa más inocente en manos equivocadas…

Dejó que el significado de sus palabras quedara suspendido entre ellos un momento; luego se metió la mano en el bolsillo, sacó dos postales y se las dio.

La primera era una ilustración a lápiz y tinta: un dibujo oscuro e inquietante de la Alicia de Lewis Carroll persiguiendo al Conejo Blanco. Stacy le dio la vuelta a la postal. Leyó la única palabra escrita al dorso.

Pronto.

Fijó su atención en la otra tarjeta. A diferencia de la anterior, era una postal del Barrio Francés, de las que podían comprarse en cualquier tienda de souvenirs.

Llevaba escrito:

¿Listo para jugar?

Stacy clavó la mirada en Leonardo

– ¿Por qué me enseña esto?

En lugar de contestar, él dijo:

– Recibí la primera hace más o menos un mes. La segunda, la semana pasada. Y ésta ayer.

Le entregó una tercera tarjeta. Stacy vio que se trataba de otra ilustración a lápiz y tinta. En ella se veía lo que parecía un ratón ahogándose en un pequeño estanque o un charco. Le dio la vuelta.

Listo o no, el juego está en marcha.

Stacy pensó en los anónimos que había recibido su hermana. En cómo la policía, incluida ella, los había considerado una broma macabra, en lugar de una amenaza. Hasta el final. Después había descubierto que se trataba, en efecto, de una amenaza.

– Conejo Blanco es distinto a otros juegos de rol -murmuró Noble-. En los demás siempre hay un maestro, una especie de referente que controla el juego. Inventa obstáculos para los jugadores, puertas ocultas, monstruos y cosas por el estilo. Los mejores maestros de juego son completamente neutrales.

– ¿Y en Conejo Blanco? -preguntó ella.

– El Conejo Blanco es el maestro de juego. Pero su posición dista mucho de ser neutral. Anima a los jugadores a seguirlo, a bajar por su madriguera, a descender a su mundo. Una vez allí, miente. Hace favores. Es un tramposo, un embustero. Y sólo el jugador más astuto logra vencerlo.

– El Conejo Blanco juega con mucha ventaja.

– Sí, siempre.

– Yo creía que jugar con las cartas marcadas no tenía gracia.

– Queríamos darle la vuelta al juego. Desconcertar a los jugadores. Y funcionó.

– Me han dicho que su juego es el más violento de todos. Que el vencedor se lo lleva todo.

– El asesino se lo lleva todo -puntualizó él-. Enfrenta a los jugadores. El último que queda en pie se enfrenta con él -se inclinó hacia ella-. Y, una vez está en marcha, el juego no acaba hasta que todos los jugadores han muerto, menos uno.

El asesino se lo lleva todo.

Stacy sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– ¿Pueden unirse los personajes para derrotarlo?

El pareció sorprendido, como si nadie le hubiera sugerido tal cosa.

– No es así como se juega.

Ella repitió su primera pregunta.

– ¿Por qué me enseña esto?

– Quiero averiguar quién me las ha mandado y por qué. Quiero que me diga si debo tener miedo. Le estoy ofreciendo trabajo, señorita Killian.

Ella se quedó mirándolo un instante, momentáneamente desconcertada. Luego comprendió lo que quería decir y sonrió. Ella le había tomado el pelo; ahora él se tomaba la revancha.

– Ahora es cuando usted dice “la pillé”, señor Noble.

Pero él no dijo nada. Al darse cuenta de que hablaba en serio, Stacy sacudió la cabeza.

– Llame a la policía. O contrate a un investigador privado. Yo no trabajo de guardaespaldas.

– Pero de investigadora sí -él levantó una mano, anticipándose a sus objeciones-. No me han amenazado abiertamente, ¿qué va a hacer la policía? Absolutamente nada. Y, si lo que temo es cierto, un detective privado estaría fuera de su elemento.

Ella entornó los ojos y reconoció para sus adentros que sentía curiosidad.

– ¿Y qué es exactamente lo que teme, señor Noble?

– Que alguien haya empezado a jugar de verdad, señorita Killian. Y, a juzgar por esas postales, yo estoy en la partida, me guste o no -puso una tarjeta de visita sobre la mesa y se levantó-. Puede que su amiga también estuviera dentro. Puede que fuera la primera víctima de Conejo Blanco. Piénselo. Y luego llámeme.

Stacy lo miró alejarse mientras en su cabeza se agolpaban las cosas que le había dicho, las cosas que había averiguado sobre el juego. Volvió a pensar en el individuo que la había agredido la noche anterior.

La había advertido de que “se mantuviera al margen”. ¿Al margen de qué?, se preguntaba. ¿De la investigación? ¿O del juego?

“Lo peligroso no es el juego, sino la obsesión por el juego”.

Stacy se detuvo ahí. ¿Y si alguien se había obsesionado con el juego hasta el punto de ponerlo en práctica en el mundo real, confundiendo realidad y fantasía?

¿Habría caído Cassie sin saberlo en aquella trama?

Un arma poderosa en las manos equivocadas.

Había tantas cosas en la vida que lo eran… El poder. Las armas. El dinero. Casi cualquier cosa.

Contempló el cuadro que Leonardo Noble había pintado ante sus ojos: un chiflado jugando de verdad a un juego de rol fantástico. Una partida en la que el único modo de ganar era liquidar a los demás personajes y enfrentarse luego al Conejo Blanco en persona, el personaje que controlaba el juego, el tramposo definitivo.

Un auténtico Conejo Blanco.

La relación entre Cassie y el cuadro que había pintado Leonardo Noble era endeble en el mejor de los casos, pero Stacy no podía evitar preguntarse si habría algún vínculo.

Cosas más raras habían pasado.

El año anterior, en Dallas.

Billie se acercó con una bandeja de degustación. Stacy vio que eran magdalenas de chocolate. Chocolate negro y de sabor intenso. La bandeja de degustación de Billie y la hora de su aparición constituían materia de bromas entre los clientes habituales de la cafetería. Si había líos a la vista o un plato jugoso que probar, la bandeja de degustación hacía acto de aparición. Billie parecía saber de manera innata cuál era el momento idóneo (y el pastelillo adecuado) para compartir con sus clientes.

Billie esbozó la enigmática sonrisa que le había permitido cazar a cuatro maridos, incluyendo a su actual esposo, el multimillonario y nonagenario Rocky St. Martin.

– ¿Una magdalena?

Stacy tomó un trocito, consciente de que la golosina no le saldría gratis. Billie esperaba su recompensa… en forma de datos.

Como cabía esperar, dejó la bandeja en la mesa, retiró una silla y se sentó.

– ¿Quién era ése y qué quería?

– Era Leonardo Noble. Quería contratarme.

Billie enarcó una de sus cejas perfectas y empujó la bandeja llena de trocitos de magdalena hacia Stacy.

Ésta se echó a reír, tomó otro trocito y volvió a deslizar la bandeja hacia Billie.

– Tiene que ver con Cassie. Más o menos.

– Eso me parecía. Explícate.

– ¿Recuerdas que te dije que Cassie iba a encontrarse con un tal Conejo Blanco? -la otra asintió-. Ese hombre, Leonardo Noble, es el inventor del juego.

Stacy vio brillar el interés en los ojos de Billie.

– Continúa.

– Desde la última vez que hablamos, he descubierto algunas cosas sobre el juego. Que es oscuro y violento. Que el Conejo Blanco y el último jugador vivo se enfrentan a muerte.

– Qué encantador.

Stacy le habló de las postales que había recibido Noble y le explicó su teoría acerca de que alguien había empezado a jugar en la vida real.

– Sé que parece una locura, pero…

– Pero podría ocurrir -concluyó Billie en su lugar. Se inclinó hacia Stacy-. Hay estudios que demuestran que en personas que no distinguen claramente entre realidad y fantasía los juegos de rol pueden ser una herramienta peligrosa. Si a eso se le añade un juego como Dragones y Mazmorras o Conejo Blanco, juegos con una implicación emocional y psicológica intensa… el resultado puede ser explosivo.

– ¿Cómo sabes tú todo eso? -preguntó Stacy.

– En una vida anterior fui psicóloga clínica.

Stacy supuso que debía sorprenderse. O sospechar que Billie Bellini era una mentirosa patológica o una artista del timo. A fin de cuentas, en el tiempo relativamente corto que hacía que la conocía, Billie le había hablado de cuatro matrimonios y de sus experiencias como azafata de vuelo y modelo de pasarela. Y ahora, esto. Tan vieja no era.

Pero Billie siempre tenía datos o anécdotas auténticas para respaldar sus afirmaciones.

Stacy sacudió la cabeza y volvió a pensar en que sonaban a Leonardo Noble y en los acontecimientos de los días anteriores.

– Le he tocado las narices a alguien.

Lo dijo casi para sí misma, pero Billie arrugó la frente inquisitivamente. Stacy le contó en pocas palabras lo ocurrido la noche anterior. El asunto de la agresión, las palabras que aquel hombre le había murmurado al oído, el hecho de que el servicio de seguridad del campus creyera que era el mismo que había violado a tres alumnas unos meses antes, ese mismo curso.

– Sé lo que oí -concluyó.

Su amiga permaneció callada un momento y luego asintió.

– Lo sé. Fuiste policía, es uno de esos errores que no cometerías nunca -se levantó y recogió la bandeja. Miró a Stacy-. Te aconsejo que tengas mucho cuidado, amiga mía. No me apetece ir a tu entierro.

Stacy la miró alejarse mientras consideraba lo que le había dicho. La línea borrosa entre la fantasía y la realidad. ¿Habría trabado Cassie sin darse cuenta relación con un demente que había iniciado una partida en la vida real? ¿Le habría molestado ella de algún modo, habría atraído su atención?

Maldición. Sabía lo que tenía que hacer. Abrió su teléfono móvil y marcó el número de Leonardo Noble.

– Acepto el trabajo -dijo cuando él contestó-. ¿Cuándo quiere que empiece?

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