Capítulo 42

Jueves, 17 de marzo de 2005

10:25 a.m.


– ¿Has hecho ya la declaración de la renta, Niño Bonito? -preguntó Tony cuando hubieron cerrado las puertas del coche y salido a la acera.

La cinta policial se extendía por delante del edificio con rejas de hierro forjado del Barrio Francés, situado en la misma manzana que dos de los más afamados bares gays de Nueva Orleans, el Oz y el Bourbon Pub and Parade. Algunos grupos de hombres se habían congregado alrededor del lugar de los hechos. Unos lloraban; otros los reconfortaban y algunos otros tenían el rostro petrificado por la ira o el estupor.

– No. Todavía tengo un mes. Me gusta esperar hasta el último minuto. Es un acto de rebeldía -contestó Spencer.

– Muerte e impuestos, amigo. No me libro de ninguna de las dos cosas.

La muerte era la razón de aquel particular téte-á-téte.

Doble homicidio. El aviso lo había dado un amigo de las víctimas que había descubierto los cuerpos.

Debía de ser aquél, pensó Spencer al ver a un individuo acurrucado en un banco del frondoso patio del edificio. Spencer y Tony se acercaron al agente de guardia y firmaron. Era muy joven y estaba algo verdoso.

Los dos detectives se miraron. Mala señal.

– ¿Qué tenemos?

– Dos varones -le temblaba ligeramente la voz-. Uno negro. El otro hispano. En el cuarto de baño. Llevan muertos algún tiempo.

– Genial -masculló Tony, y procedió a sacarse del bolsillo de la chaqueta el frasco de Vicks-. Otro apestoso.

– ¿Cuánto tiempo, en su opinión? -preguntó Spencer.

– Un par de días. Pero no soy patólogo.

– ¿Nombres?

– August Wright y Roberto Zapeda. Decoradores. Hacía un par de días que nadie los veía. Su amigo, ése de ahí, estaba preocupado. Vino a ver si les pasaba algo.

Spencer observó el folio de registro de firmas. Los técnicos no habían llegado aún; ni tampoco el forense.

– Vamos a subir -dijo, y señaló el banco y a los hombres de la puerta-.Vigile a ésos. Volveremos para interrogarlos.

El chaval asintió con la cabeza.

– De acuerdo.

Subieron hasta el apartamento del segundo piso. Otro policía montaba guardia junto a la puerta. Un tipo llamado Logan. Pasaba mucho tiempo en el Shannon.

Spencer lo saludó con una inclinación de cabeza cuando pasaron a su lado. Parecía resacoso. Cosa nada extraña.

Antes de entrar, Tony le alcanzó a Spencer el frasco abierto de Vicks. Spencer se puso un poco de ungüento bajo la nariz y se lo devolvió.

Entraron en el apartamento. El olor sacudió a Spencer en una oleada que le revolvió el estómago. Se obligó a respirar hondo por la nariz y contó hasta diez; luego hasta veinte. Entre el Vicks y la fatiga de sus glándulas olfativas, el hedor comenzó pronto a hacerse soportable.

El cuarto de estar parecía intacto. Estaba elegantemente decorado con una mezcla de muebles antiguos y nuevos, asombrosos arreglos florales y cuadros de ricos y repetitivos diseños.

– Cuánta clase -dijo Tony mientras paseaba la mirada por la habitación-. Esos maricas tienen un don, ¿sabes?

Spencer le lanzó una mirada de soslayo.

– Eran decoradores, Gordinflón. ¿Qué esperabas?

– ¿Alguna vez has visto ese programa de la tele? ¿Ojo de reinona? -Spencer dijo que no-. Agarran a un tío normal, como yo, y lo transforman en uno de esos que salen en el GQ. Es digno de verse.

– ¿Un tío como tú?

Tony arqueó las cejas, indignado.

– ¿Es que no crees que a mí pudieran arreglarme?

– Creo que te echarían un vistazo y se pegarían un tiro.

Antes de que su compañero pudiera contestar, aparecieron los técnicos.

– Hola -dijo Tony-. Eh, chicos, ¿vosotros habéis visto alguna vez Ojo de reinona?

– Claro -contestó Frank, el fotógrafo-. ¿No lo ve todo el mundo?

– Aquí Junior dice que a mí me echarían un vistazo y se pegarían un tiro. ¿Vosotros qué creéis?

– Que sí -contestó otro con una sonrisa-. Si yo fuera tu mujer, me suicidaría.

– Se nos está agotando la luz del día, chicos -les interrumpió Spencer-. ¿Os importa?

Todos volvieron su atención hacia la escena del crimen, algunos rezongando. No había ni una revista ni una sola figurita fuera de su sitio. A Spencer siempre le extrañaba que pudiera reinar semejante calma a sólo unos pasos de la más horrenda violencia.

Unos instantes después descubrió que, en efecto, el cuadro era horrendo. Las víctimas habían sido atadas juntas y conducidas al cuarto de baño. Estaba claro que les habían ordenado, o convencido, para que se metieran en la bañera y se arrodillaran. Allí los habían matado.

Pero eso no era lo más extraordinario. Era la sangre.

Por todas partes. Las paredes, los apliques del baño. El suelo. Como si lo hubieran pintado todo con una brocha. O con un rodillo.

– Madre de Dios -masculló Tony.

– Lo mismo digo -Spencer se acercó a la bañera, oyendo el ruido que hacían las suelas de goma de sus zapatos al pisar el suelo embadurnado de sangre.

Era consciente de que podía destruir alguna prueba y se maldecía por ello, pero sabía que no le quedaba más remedio.

Las víctimas estaban una frente a otra, mirándose, con los brazos atados a la espalda. Parecían tener treinta y tantos años. Estaban en buena forma. Uno sólo llevaba puestos los calzoncillos. El otro, un pantalón de pijama de los de cinta.

A los dos les habían disparado por la espalda.

Spencer frunció el ceño. Daba la impresión de que ninguno de ellos se había resistido. ¿Por qué?

– ¿Qué estás pensando, Niño Bonito?

Spencer miró a su compañero.

– Me estaba preguntando por qué no se defendieron.

– Seguramente porque defenderse no les habría salvado la vida.

Spencer asintió con la cabeza.

– El tío tenía una pistola. Los obligó a meterse aquí. Seguramente pensaban que iba a robarles.

– ¿Por qué no les pegó un tiro sin más? ¿A qué viene toda esta exhibición?

– Quería sangre -Spencer señaló la bañera. El asesino había puesto el tapón para retener la sangre. Todavía quedaba un poco al fondo de la bañera-. Puede que forme parte de un ritual.

– Detectives…

Se volvieron. Frank estaba en la puerta del cuarto de baño.

– ¿Me he perdido algo?

Había una bolsa de plástico pegada por dentro de la puerta. Spencer miró a Tony.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo?

– ¿Que esto te suena?

– Ajá -Spencer se puso unos guantes y se acercó a la puerta-. ¿Tienes la cámara? -cuando el fotógrafo asintió, Spencer retiró con cuidado la bolsa.

Con la sensación de haber vivido ya aquel instante, sacó la nota. Decía simplemente:

Las rosas ya son rojas.

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