Capítulo 59

Domingo, 20 de marzo de 2005

7:30 a.m.


Stacy se despertó. Había tenido sueños extraños. Sueños poblados por personajes de Alicia en el País de las Maravillas. Sueños que habían turbado su descanso y la habían dejado fatigada y nerviosa.

Spencer no había llamado. Lo cual significaba que no había encontrado a Alicia.

Ella les había dado una oportunidad.

Ese día, se uniría a la búsqueda.

Llena de resolución, se levantó y se fue derecha al cuarto de baño. Tras poner a hervir el café se duchó y se vistió.

El café había acabado de hacerse. Llenó un termo, añadió sacarina y crema, agarró una barrita de cereales y salió. Pensaba registrar la mansión y la casa de invitados. Pasarse por el Café Noir. Por el City Park. Por las tiendas de juegos. Por cualquier lugar en el que pudiera haberse escondido Alicia. Al acercarse al coche, vio que le habían dejado un folleto bajo el limpiaparabrisas.

No, no era publicidad, se dijo al recogerlo.

Era una bolsa de plástico con cremallera, de las que se usaban para guardar comida. Con una tarjeta dentro.

Sacó cuidadosamente la bolsa de debajo del limpiaparabrisas, la abrió y extrajo la tarjeta.

Se le aflojaron las rodillas; empezaron a temblarle las manos. Un dibujo. Como los que había recibido Leo. Éste era de Alicia.

Colgada del cuello. Con la cara hinchada y amoratada por la muerte.

Tragó saliva con esfuerzo y se obligó a abrir la tarjeta.

La partida sigue en marcha. El tiempo pasa.

Se quedó mirando el mensaje con la boca seca. Danson le había dicho la verdad. Él no era el Conejo Blanco.

“Piensa, Killian. Respira hondo. Tranquilízate. Ensambla las piezas”.

Si el Conejo Blanco se ceñía a la narración, la tarjeta significaba que Alicia seguía viva. Que el Conejo Blanco la tenía a tiro o, peor aún, en sus garras.

El tiempo pasa. Él iba a darle la oportunidad de salvar la vida de Alicia. La partida estaba en marcha y le tocaba mover a ella. Sonó su teléfono móvil y se sobresaltó. Agarró el teléfono y contestó.

– Aquí Killian.

– Hola, Killian.

Un hombre. Una voz deliberadamente distorsionada.

El Conejo Blanco.

– ¿Dónde está? -preguntó Stacy-. ¿Dónde está Alicia?

– Eso, yo lo sé y tú tienes que averiguarlo.

– Muy listo. Déjame hablar con ella.

El se echó a reír y Stacy agarró con más fuerza el teléfono. Fuera quien fuese, se estaba divirtiendo inmensamente. Aquel bastardo estaba enfermo.

– Si quieres ver a Alicia viva, haz lo que te digo. Nada de polis. ¿Entendido?

– Sí.

– Toma Carrollton Avenue en la parte alta de la ciudad, hasta River Road. Hay un bar en la esquina entre River Road y Carrollton Avenue. El Cooter Brown. Entra. El barman tiene un sobre para Florence Nightingale.

– Vayamos al grano, ¿vale? ¿Qué es lo que quieres?

– Ganar la partida, por supuesto. Ser el último que quede en pie.

– ¿Crees que eres lo bastante bueno?

– Sé que lo soy. Tienes treinta y cinco minutos. Uno más y se acabó, nena.

Tardaría al menos veinticinco minutos en llegar de Esplanade a Carrollton Avenue, en la parte del río. Quizá más, si había tráfico.

Lo cual le dejaba muy poco tiempo de sobra. Entró corriendo en su apartamento, sacó su Glock y dejó el mensaje del Conejo Blanco encima del mostrador de la cocina, donde Spencer pudiera verlo. Sólo por si acaso.

Cuando volvió a salir, recogió el termo que había dejado sobre el capó del coche, abrió la puerta y entró. Encendió el motor, miró por el retrovisor y se incorporó a la circulación.

El reloj del salpicadero marcaba las 8:55.

El tráfico que se dirigía a la parte alta de la ciudad se estancaba y fluía alternativamente. Entró en la zona de aparcamiento del Cooter Brown veintiocho minutos después. A un lado del edificio, un mural anunciaba que el bar servía cuatrocientas cincuenta clases distintas de cerveza embotellada. Stacy puso el freno automático y entró a toda prisa.

El interior estaba en penumbra y olía a tabaco. Un par de motoristas permanecían de pie junto a la mesa de billar, con los tacos en la mano. Dejaron de jugar y la siguieron con la mirada mientras cruzaba el bar.

El barman tenía pinta de duro. Era grande y musculoso, con la cabeza pelada y la barba tupida.

– ¿Tiene algo para Florence Nightingale? -preguntó Stacy-. ¿Un sobre?

Él no contestó, se limitó a acercarse a la caja, la abrió y extrajo un sobre. Se lo entregó.

Stacy lo observó un momento y levantó luego la mirada hacía é.

– ¿Qué puede decirme sobre la persona que me dejó esto?

– Nada.

– ¿Y si le dijera que soy policía?

El se echó a reír y se alejó. Stacy miró su reloj. Treinta y dos minutos. Desgarró el sobre.

Dentro había un número de teléfono. Nada más.

Sacó su móvil y marcó el número. Él contestó de inmediato.

– Te gusta vivir peligrosamente, ¿eh, Killian? Estás en la cuerda floja.

– Quiero hablar con Alicia.

– No me sorprende -Stacy notó una nota de humor en su voz-. La paciencia es una virtud, pero tú nunca la has tenido, ¿verdad? Tu hermana Jane, en cambio, es muy paciente, ¿no? Y, por cierto, me encanta el nombre que Ian y ella escogieron para su niña. Annie. Tan dulce. Tan sencillo…

Stacy se quedó fría.

– Si le haces daño a alguien a quien quiera, te juro que…

– ¿Qué? Yo manejo todas las cartas. Tú sólo puedes seguir mis instrucciones.

Stacy se mordió la lengua y él se echó a reír.

– Toma River Road hacia Vacherie. Párate en el Walton's River Road Café y espera allí hasta que te llame. Una hora, Killian.

– ¡Espera! ¡No sé dónde voy! Puede que una hora no sea…

Él colgó antes de que acabara.

Stacy salió apresuradamente, jurando en voz baja, y entornó los párpados cuando el sol le dio en los ojos.

Unos instantes, después estaba en camino. River Road se llamaba así porque seguía el cauce del río Misisipi. Era una carretera sinuosa que transcurría alternativamente por parajes naturales y zonas industriales. Si no le fallaba la memoria, llegaba hasta Baton Rouge y subía luego hasta St. Francisville, Natchez y más allá.

Se preguntaba hasta dónde pensaba llevarla el Conejo Blanco.

Divisó el Walton's River Road Café delante de sí: una linda casita criolla abrazada por una curva de la carretera. Un magnífico roble adornaba la parte delantera de la finca, tan grande que daba sombra a casi toda la construcción y a la mitad del aparcamiento.

Sonó su teléfono móvil. Stacy se sobresaltó y estuvo a punto de invadir el carril contrario. Agarró el teléfono y lo abrió.

– Aquí Killian.

– Hola. Pareces un poco tensa.

– ¿Puedo llamarte luego?

El denso silencio de Spencer lo decía todo.

– Estoy en el cuarto de baño -dijo ella-. Hablamos dentro de cinco minutos.

Colgó y entró en el umbrío aparcamiento. Había sido sólo una mentirijilla, se dijo, porque al cabo de un minuto estaría usando los servicios del restaurante. Y, desde allí, por si acaso la estaban observando, llamaría a Spencer.

– Por favor, dime que me llamabas porque tienes a Alicia -dijo cuando él contestó.

– Lo siento.

– ¿Alguna pista?

– No. Pero todos los policías de la ciudad tienen una foto suya. Estamos peinando el barrio de Tony. De momento, nadie parece haber visto nada.

– ¿Registrasteis la mansión?

– Anoche y hoy otra vez. No ha habido suerte. Hemos dejado vigilancia, por si acaso.

Maldición. Ella no confiaba en que las cosas fueran de otro modo. Pero aun así todavía albergaba alguna esperanza.

– ¿Qué haces? -preguntó él.

– Esperar.

– Me alegra oír eso.

Detrás del mostrador, un pinche dejó caer una bandeja llena de platos sucios. Stacy se sobresaltó.

– ¿Qué demonios ha sido eso?

– Se me han caído unos platos. Intento mantenerme ocupada, así que me he puesto a limpiar la casa.

– ¿A limpiar?

Ella soltó una risa forzada.

– No creías que pudiera hacerlo, ¿eh? Tengo muchos talentos.

– Sí, desde luego -Stacy oyó que Tony decía algo, aunque no entendió qué-. Tengo que dejarte. Te mantendré informada.

– Llámame al móvil. Lo tendré encendido.

Él se quedó callado un momento.

– ¿Vas a ir a alguna parte?

– Puede que tenga que salir a correr un rato. Ya sabes cómo es esto.

– Sé cómo eres tú. Así que quédate ahí.

Colgó y ella salió del aseo de señoras. Nadie le prestó atención. Eligió una mesa junto a una vidriera que daba al aparcamiento. Teniendo su coche a la vista se sentía menos vulnerable.

La camarera, una chica todavía adolescente, se detuvo junto a su mesa. Stacy se dio cuenta de pronto de que estaba hambrienta.

– ¿Qué es lo mejor de la carta?

La chica se encogió de hombros.

– Todo está bastante bueno. A la gente le gusta nuestra sopa. Es casera.

– ¿De qué es hoy?

– De pollo con fideos.

Comida reconfortante. Una suerte, dadas las circunstancias. Stacy pidió una taza de sopa y un sándwich de queso gratinado.

Hecho esto, se recostó en su asiento. Miró su reloj, pensando en el Conejo Blanco y en cuándo llamaría. Pensando en Alicia con preocupación.

Y reconociendo al mismo tiempo que aquel tipo la tenía donde la quería.

Sola e incapaz de hacer nada hasta que él estuviera listo.

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