Capítulo 39

Miércoles, 16 de marzo de 2005

Medianoche


Stacy permanecía de pie junto a la ventana de su cuarto. La luna iluminaba el patio y el jardín lateral. La tormenta de dos noches antes había dejado todo verde y frondoso.

No podía dormir. Se había pasado una hora dando vueltas en la cama y por fin se había dado por vencida. No por culpa de la cama. Ni de la almohada.

Sino por una sensación de desasosiego. De hallarse en el lugar equivocado. Allí, en aquella casa. En aquella ciudad, en la Universidad de Nueva Orleans.

En su propia piel.

Frunció el ceño. ¿Cómo había llegado a aquel extremo? Se había trasladado a Nueva Orleans para empezar de cero. Para cambiar su vida a mejor.

Y, ahora, allí estaba. Enredada en una investigación por asesinato. Blanco del retorcido juego de un asesino. Había sido agredida. Habían entrado en su casa, le habían dejado la cabeza ensangrentada de un gato como regalo. Una amiga había sido asesinada; ella misma había encontrado su cuerpo. Estaba a punto de suspender el curso.

Y su jefe intentaba ligar con ella.

Fue entonces cuando pensó en Spencer. No había tenido noticias suyas desde que había llamado para contarle lo de Pogo. Al principio, había dado por sentado que estaba muy ocupado con la investigación. Ahora se preguntaba si habría decidido dejarla fuera.

Ella habría hecho lo mismo. Cuando era poli.

¿Qué la retenía allí? Echaba de menos a Jane. Y a la pequeña Apple Annie, que crecía y cambiaba cada día. No cabía duda de que su vida era mucho más complicada allí que en Dallas. Podía dejar el curso, hacer las maletas y volver a casa.

¿Volver con el rabo entre las piernas? ¿Dejar la muerte de Cassie sin resolver y a Leo y a su familia indefensos?

Esto último la ponía enferma. Ella no era la defensora de la familia Noble. Ese no era su trabajo. Era el trabajo de la policía de Nueva Orleans y del detective Malone.

Maldición. Entonces ¿por qué se sentía responsable de ellos? ¿Y de encontrar al asesino de Cassie? ¿Por qué siempre tenía la sensación de que debía cuidar de todo el mundo?

Porque aquel día, en el lago, no había cuidado de Jane.

El recuerdo de aquel día la asaltó de pronto, tan claro como si los hechos hubieran sucedido el día anterior y no hacía ya veinte años. Los gritos de Jane. Sus propios gritos. El agua gélida a la que se había lanzado. La sangre. Más tarde, el modo en que sus padres la miraban. Con reproche. Decepcionados.

Ella tenía diecisiete años. Jane, quince. Debería haber velado por ella. Debería haber sido más responsable. Lo ocurrido había sido culpa suya.

No, maldita sea. Sacudió la cabeza como si quisiera remachar aquella idea para convencerse a sí misma. No era culpa suya. Aquel día, en el lago, ella era una niña. Jane no la culpaba; ¿por qué tenía que culparse ella?

Un movimiento en el jardín, allá abajo, atrajo su mirada. Un hombre, pensó. Dirigiéndose hacia la casa de invitados.

Echó mano de su pistola, que guardaba en el cajón de la mesilla de noche. Al agarrar la empuñadura, vio salir a Kay de la casa de invitados. La luz iluminó el jardín. Ella corrió hacia el hombre. Él la tomó en sus brazos.

Stacy comprendió de inmediato que no era Leo. Pero ¿quién podía ser?, se preguntó mientras se esforzaba por distinguir su identidad. Al ver que no podía, levantó sigilosamente la ventana. El aire nocturno arrastraba las voces de la pareja. La risa aterciopelada de Kay. Los dulces susurros de su acompañante.

No era Leo. Era Clark.

Kay Noble tenía una aventura con el tutor de Alicia.

Stacy los siguió con la mirada mientras caminaban lentamente hacia la casa de invitados. Luego desaparecieron en su interior. Por un instante aparecieron silueteados en la ventana, fundidos en un abrazo.

Un momento después, la ventana se oscureció.

Stacy volvió a dejar la Glock con todo cuidado en el cajón y lo cerró mientras los pensamientos se atropellaban en su cabeza. Aquel emparejamiento no la sorprendía del todo. Clark era un tipo inteligente y mundano. Un estudioso.

Aunque anémico, pensó, comparado con Leo.

O con Malone, que Dios se apiadara de ella.

Pero quizá ése fuera el quid de la cuestión, siempre y cuando lo que Leo le había dicho sobre su relación con Kay fuera cierto.

¿Siempre y cuando? Pero ¿por qué pensaba eso?

¿Y por qué le parecía tan mal que Kay y Clark estuvieran teniendo una aventura?

Kay y Leo estaban divorciados. Pero Clark trabajaba para ellos. Era el tutor de su hija.

Y era evidente que Leo seguía enamorado de ella.

Stacy cerró la ventana y se apartó de ella. ¿Se habría negado Kay a mudarse a la casa principal precisamente por aquella aventura? ¿Habría estado con Clark mientras Alicia vivía todavía allí? Sin duda no.

La muchacha era brillante e intuitiva. Debía al menos sospechar que entre ellos había algo.

Stacy frunció el ceño al pensar en Alicia. La chica pasaba mucho tiempo delante del ordenador, de día y de noche. Con frecuencia la despertaba el sonido del ordenador de Alicia recibiendo un mensaje instantáneo.

Por lo visto, había heredado los hábitos de sueño de su padre.

Antes de que Stacy hubiera acabado de analizar aquella idea, sonó un golpe en la habitación de al lado. Seguido por un sollozo.

Con el corazón en la garganta, Stacy sacó de nuevo la Glock, corrió al pasillo y se acercó a la puerta de Alicia. Intentó abrirla, pero la encontró cerrada y comenzó a aporrearla.

– Alicia -llamó-, ¿estás bien?

La muchacha no contestó. Stacy pegó la oreja a la puerta. Silencio.

– Te he oído llorar. ¿Te encuentras bien?

– ¡Vete! Estoy bien.

Su voz sonaba extraña. Temblorosa y aguda. A Stacy se le quedó la boca seca.

– Abre la puerta, Alicia. Tengo que ver con mis propios ojos que estás bien. Si no abres, voy a…

La puerta se abrió. Alicia apareció ante ella, con los ojos colorados y la cara enrojecida por el llanto. Por lo demás, estaba ilesa.

Stacy miró a su alrededor. La habitación parecía vacía. En el suelo yacía una figurita hecha pedazos.

Alicia había estado llorando. El golpe había sido el resultado de un arrebato de ira. Un típico drama adolescente.

Stacy se sintió estúpida.

– Oí el golpe y me pareció que llorabas y…

– ¿Eso es…? -Alicia se interrumpió y sus ojos se agradaron-. Dios mío, tienes una pistola.

– No es lo que parece.

La chica se echó hacia atrás bruscamente.

– Apártate de mí, psicópata.

– No soy una psicópata, Alicia. Y hay una explicación razonable para…

Ella le cerró la puerta en las narices. Stacy oyó el chasquido del cerrojo.

Se quedó mirando la puerta cerrada un momento con una sonrisa confusa.

“¿Te diviertes, Killian?”.

Contó hasta diez y volvió a llamar a la puerta. No confiaba en obtener respuesta y no esperó.

– Alicia, tengo permiso de armas. Sé disparar, tengo mucha experiencia, y tu padre sabe que tengo un arma -hizo una pausa para dejar que la muchacha digiriera sus palabras; luego se inclinó un poco más hacia la puerta-. No pretendía interferir, sólo quería asegurarme de que estabas bien. Si necesitas algo, a cualquier hora, estoy aquí al lado -le dio un momento para que asumiera también aquello y luego añadió-: Buenas noches, Alicia.

Regresó a su habitación y aguzó el oído, pero la chica había dejado de llorar, o bien había logrado ocultar el ruido de su llanto. Seguramente tenía la sensación de que ya ni siquiera podía llorar en su propio cuarto.

Stacy miró su teléfono móvil, que se estaba cargando en su soporte. La imagen de Jane ocupó su cabeza. Deseaba hablar con ella. Contarle todo lo ocurrido y pedirle consejo.

Se acercó al ordenador portátil, lo abrió y lo encendió. El aparato zumbó un momento antes de que el monitor cobrara vida. Stacy se introdujo en su programa de correo electrónico y buscó el mensaje que Jane le había mandado ese mismo día.

Fotografías de Apple Annie. Con un traje vaquero que Stacy le había enviado, con manzanas bordadas en la blusa y los bolsillos.

Contempló las imágenes con la garganta constreñida por las lágrimas, preguntándose qué demonios estaba haciendo.

Vete a casa, Stacy. Vuelve con los que te quieren.

Con las personas a las que quieres.

Deseaba hacerlo, tanto que podía paladear ya el regreso. Así pues, ¿qué la detenía? Marcharse no era huir. No era darse vencida.

Hacían falta algo más que un par de amenazas y varios muertos para precipitarla al abismo.

Se quedó helada.

Precipitarla al abismo.

El socio de Leo se había precipitado al abismo.

Por un acantilado. Hacia su muerte.

Pensó en lo que le había dicho a Leo aquel primer día. Que había dos Conejos Blancos Supremos. Leo y su antiguo socio.

Contuvo el aliento. ¿Estaría vivo Danson?

Le echó un vistazo a su reloj. Eran las 12:35.

El hecho de que Leo fuera un noctámbulo estaba resultando muy útil; tenía que hacerle unas cuantas preguntas acerca de su antiguo socio.

Se puso la bata, salió al pasillo y bajó las escaleras. Como cabía esperar, salía luz por debajo de la puerta del despacho de Leo. Llamó.

– Leo -dijo-, soy Stacy.

Él abrió la puerta y esbozó aquella sonrisa bobalicona y ladeada que le era propia.

– Alguien más anda por ahí a medianoche -dijo-. Qué agradable sorpresa.

– ¿Puedo pasar?

Al oír su tono formal, la sonrisa de Leo se desvaneció.

– Claro.

Ella entró; Leo dejó la puerta abierta. Concienzudamente abierta, pensó ella.

– Te debo una disculpa -dijo-. Por lo de esta tarde.

– Ya te has disculpado. Es agua pasada.

– ¿Sí? No estoy tan seguro.

– Leo…

– Me siento atraído por ti. Y creo que tú también por mí. ¿Cuál es el problema?

Stacy apartó la mirada. Después lo miró fijamente a los ojos.

– Aunque estuviera interesada, tú sigues enamorado de tu ex mujer.

El no lo negó, no intentó explicarse ni inventar excusas. Su silencio fue la respuesta que necesitaba Stacy. O, mejor dicho, la confirmación de que lo que ya sabía.

– No he venido por eso, Leo. Quiero que me hables de tu antiguo socio.

– ¿De Dick? ¿Por qué?

– No estoy segura. Estoy trabajando en algo y necesito información. ¿Murió hace tres años?

– Sí. Cayó por un acantilado, en Carmel, California.

– ¿Cómo te enteraste del accidente?

– Un abogado se puso en contacto con nosotros. La muerte de Dick liberaba los derechos de algunos trabajos que habíamos hecho juntos, incluido el Conejo Blanco.

– ¿Te contó el abogado algo más sobre su muerte?

– No. Pero tampoco preguntamos.

Ella digirió aquella información.

– Me dijiste que os separasteis por motivos personales. Que no era como creías que era.

– Sí, pero…

– Escúchame, por favor. ¿Esos sentimientos tenían algo que ver con Kay?

Su expresión pasó de sorprendida a maravillada.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por una mirada que os lanzasteis Kay y tú el primer día. Pero eso no importa. Dime qué ocurrió.

Leo dejó escapar un suspiro resignado.

– ¿Empiezo por el principio?

– Suele ser lo mejor.

– Dick y yo nos conocimos en Berkeley. Como ya sabes, nos hicimos buenos amigos. Los dos éramos inteligentes y creativos, a los dos nos gustaban los juegos de rol.

No había allí ninguna falsa modestia.

– ¿Cómo encaja Kay en todo eso?

– A eso voy. Yo conocí a Kay a través de Dick. Habían salido juntos.

Un móvil clásico. Un triángulo amoroso…, lo cual equivalía a celos y venganza.

Lo cual, a su vez, equivalía a toda clase de atropellos, incluido el asesinato.

– Sé lo que estás pensando, pero no fue así. Ellos rompieron antes de que yo apareciera en escena. Y siguieron siendo amigos.

– Hasta que tú empezaste a salir con Kay.

Él pareció de nuevo sorprendido.

– Sí, pero no desde el principio. Al principio, éramos como los Tres Mosqueteros. Estábamos como locos por el éxito de Conejo Blanco. Luego Dick comenzó a cambiar. Su trabajo se hizo más oscuro. Sádico y cruel.

– ¿Y eso?

Leo se quedó callado un momento, como si ordenara sus pensamientos.

– En los juegos, no le bastaba con matar al enemigo. Tenía que torturarlo primero. Y descuartizarlo después.

– Qué bonito.

– Insistía en que ése era el camino que iban a seguir los juegos, que teníamos que mantenernos en primera fila -se detuvo de nuevo y Stacy notó lo desagradable que le resultaba todo aquello-. Discutíamos constantemente. Nos fuimos distanciando, no sólo a nivel creativo, también en lo personal. Luego él… -masculló una maldición y su labio se replegó en una expresión de asco-. Violó a Kay.

Stacy no pareció sorprendida. Tenía desde el principio la sensación de que, fuera lo que fuese lo sucedido entre ellos, no había sido una simple diferencia de opiniones. La inquina resultaba casi palpable.

– Kay quedó destrozada. Dick y ella habían estado muy unidos. Kay creía que eran amigos. Confiaba en él -profirió un sonido que era en parte de ira, en parte de dolor-. Esa noche, la engañó diciéndole que quería hablarle de mí. Que quería que le aconsejara sobre cómo arreglar las cosas entre nosotros.

– Lo siento.

– Yo también -Leo se pasó una mano por la cara; la vivacidad que le hacía parecer tan joven había desaparecido-. No hablamos de ello.

– ¿Nunca?

– Nunca.

– ¿Fue juzgado él?

– Kay no lo denunció -Leo levantó una mano como si se anticipara a su respuesta-. Dijo que no podía soportar que el asunto se hiciera público. Que su vida íntima fuera sometida a escrutinio. Habló con un abogado. Él le dijo básicamente que su anterior relación, aunque no hubiera sido sexual, echaba por tierra el caso. Que Dick mentiría, y que la que defensa la crucificaría.

Stacy deseó poder llevarle la contraria. Pero no podía. Con excesiva frecuencia, las mujeres temían dar la cara por esas mismas razones.

Y los violadores no sólo quedaban impunes, sino también libres para agredir a otras mujeres.

– Pensamos que, si lo dejábamos atrás, todo iría bien. Que Kay podría olvidar y seguir adelante.

Un error muy habitual. Esconderse del dolor no ayudaba a sanar la herida; sencillamente daba ocasión para que se enconara.

Pero tal vez la experiencia de Kay hubiera sido distinta.

– ¿Y fue así?

El parecía abatido.

– No.

– ¿Tienes una foto de él?

– Seguramente. Podría buscar por ahí…

– ¿Podría ser ahora mismo?

– ¿Ahora? -repitió él, desconcertado.

– Sí. Tal vez sea importante.

Leo dijo que sí y se puso manos a la obra. Empezó por rebuscar en los cajones de la mesa y en sus archivadores. Cuando había revisado la mitad de los archivos, se detuvo de pronto.

– Espera, ya sé dónde hay una foto de Dick -se acercó a la librería y sacó un anuario.

Lo hojeó, encontró lo que estaba buscando y le acercó el libro. Estaba abierto por la sección de clubes y asociaciones. Había allí una foto de un Leo muy joven y de otro muchacho al que ella no reconoció. Ambos sonreían, sosteniendo un diploma que parecía llevar el sello de una universidad. El pie de foto rezaba:


Leo Noble y Dick Danson, co presidentes del primer Club Universitario de Juegos de Rol.


Dos jóvenes desgarbados, con toda la vida por delante. Nada en la sonrisa o los ojos de Dick Danson auguraba que fuera capaz de un acto de violencia como el que Leo le había descrito. Pelo castaño, largo y greñudo. Gafas de metal y perilla desaliñada.

Stacy observó con detenimiento la fotografía. Se sentía frustrada y decepcionada. Había confiado en reconocerlo. En recordar haberlo visto alguna vez.

Pero no era así. A decir verdad, había sido una suposición muy aventurada. Pero no estaba dispuesta a descartarla por completo.

– ¿Puedo quedarme con esto unos días?

– Supongo que sí. Si me dices por qué.

Ella cambió de tema.

– ¿Tienes los documentos legales que te concedían los derechos sobre los juegos?

– Claro.

– ¿Puedo verlos?

– Están en una caja fuerte. En un banco del centro. Te aseguro que son auténticos.

Ella volvió a mirar la foto.

– Tengo que hacerte una pregunta. ¿Podría estar todavía vivo Dick Danson?

– Me tomas el pelo, ¿no?

– Hablo en serio.

– Es altamente improbable, ¿no crees? -al ver que ella se limitaba a mirarlo fijamente, se echó a reír-. De acuerdo, es posible, claro. Quiero decir que yo no vi su cadáver.

– Puede que nadie lo viera. Algunos forenses son muy descuidados, sobre todo los de los pueblos pequeños. Como Carmel-by-the-Sea.

– Pero ¿por qué iba a hacerse el muerto? ¿Por qué cederme los derechos de los proyectos que hicimos juntos? No le veo la lógica.

Esta vez fue ella la que se echó a reír, aunque con cierta acritud.

– Es absolutamente lógico, Leo. ¿Qué mejor manera de buscar venganza que desde la tumba?

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