Capítulo 35

Sábado, 12 de marzo de 2005

7:00 p.m.


Stacy cerró su móvil. Pogo, muerto. Asesinado.

Respiró hondo y volvió a entrar en la mansión de los Noble, dirigiéndose al salón del frente, donde la esperaban Leo y Kay. A pesar de que la policía había registrado exhaustivamente la casa y los jardines, Stacy había hecho su propio registro. Y, al igual que la policía, no había encontrado nada.

Cuando entró en el salón, Leo se levantó bruscamente.

– ¿Y bien?

– No he visto nada fuera de lo normal -dijo ella-. No hay indicio alguno de que forzaran la entrada. Hay un par de ventanas abiertas, pero supongo que es normal en esta época del año. Y ningún postigo parecía forzado.

Kay permanecía sentada en el enorme y mullido sofá del salón, con las piernas dobladas bajo el cuerpo y una copa de vino blanco en la mano.

Miró a Stacy.

– ¿Has mirado en todos los armarios y los trasteros?

– Sí.

– ¿En el desván y debajo de las camas?

Stacy sintió lástima por ella.

– Sí -dijo con suavidad-. Te doy mi palabra de que no hay nadie escondido en esta casa.

Leo soltó un bufido. Casi un gruñido. Stacy se volvió y lo vio pasearse por la habitación. Sentía su rabia. No estaba acostumbrado a no controlar su destino.

– No os han amenazada -dijo ella-. Ésa es la buena noticia.

Él se detuvo. La miró a los ojos.

– ¿En serio? Gracias, pero en mi opinión un absurdo mensaje escrito con sangre en el suelo de mi despacho resulta bastante amenazador.

Stacy se puso colorada. Recordó la cabeza del gato colgada sobre su bañera.

– No me cabe duda de ello -dijo con suavidad-. Sin embargo, no han amenazado vuestras vidas abiertamente. Y eso es bueno.

Kay dejó escapar un gemido.

– ¿Cómo sabes que no somos los naipes?

– Lo sé. Si hubiera querido mataros, no os habría mandado un mensaje. Es una jugada.

A decir verdad, no se le escapaba que esa hipótesis servía lo mismo para ella.

Kay dejó el vino sobre la mesa tan bruscamente que se derramó por el borde.

– Odio todo esto.

– Vamos a pensar en el juego. Hemos jugado esta tarde. Intentemos imaginar qué está tramando ese tipo. Adelantarnos a él.

Leo asintió con la cabeza.

– Es el juego del Conejo Blanco. Él está al mando.

– Él crea la historia -agregó Stacy-. Ha creado ésta.

– Hay un grupo de héroes. Tienen la misión de salvar el País de las Maravillas. Y, en último término, el resto del mundo.

– El ratón está muerto. Estaba bajo el dominio del Conejo, lo cual significa que lo mató un héroe.

– Los naipes también están en peligro.

– O ya han muerto -Stacy miró a Kay. Esta había apoyado la cabeza entre las manos-. Yo estoy dentro del juego. Puedo ser el Gato de Cheshire o…

– Uno de los héroes -Leo chasqueó los dedos-. ¡Claro! No puedes ser el gato porque está…

– Bajo el dominio del Conejo Blanco.

– Igual que nosotros -dijo Kay de repente, levantando la cabeza-. Gracias a Dios.

– Antes de que eches las campanas al vuelo, cariño, recuerda que los héroes están siempre en peligro, amenazados por el Conejo o sus secuaces. Y a veces… -hizo una pausa-… también por otros héroes.

Kay profirió otro gemido; Stacy sacudió la cabeza.

– Alguien está jugando de verdad a ese juego. Un grupo. Como ése del que formaba parte Cassie. Parece improbable que Rosie Allen fuera uno de los jugadores, lo cual significa que ese cabrón elige a personas al azar para representar a los personajes.

– O puede que todo esto sea obra de un psicópata solitario -Leo hizo una pausa-. Si se trata de un grupo, podrían estar jugando en la red.

Las ideas se agolpaban en la cabeza de Stacy mientras sopesaba las distintas alternativas y ensamblaba las piezas, intentando extraer de ellas una impresión de conjunto.

– Puede que el grupo tome parte activa en los asesinatos. O…

– Que participen sin saberlo.

Se quedaron callados. Tenían que estrechar el campo. Stacy debía decirles lo de Pogo.

Se volvió y miró a los ojos a su jefe.

– Ese dibujante, el que hizo las postales, está muerto.

– ¿Muerto? -repitió él, pasmado-. Pero el detective Malone y tú acabáis de…

– Ha sido asesinado, Leo. Le degollaron y arrojaron su cuerpo al Misisipi.

Kay se quedó sin respiración.

– Dios mío.

– ¿Mamá?

Se giraron.

Alicia estaba en la puerta, pálida y con los ojos muy abiertos.

– Tengo miedo -musitó.

Kay le lanzó a Leo una mirada furiosa mientras ambos corrían junto a la muchacha. Ella la abrazó y procuró reconfortarla, acariciándole el pelo y susurrándole palabras de consuelo.

Palabras que sonaban sinceras: promesas acerca de que todo saldría bien, de que no venía nada que temer. Cosas que Stacy sabía que Kay no sentía en realidad. Aquella mujer era capaz de dejar a un lado sus propios temores para aliviar los de su hija. Stacy la había considerado hasta ese momento fría y perfeccioncita. Nunca volvería a verla de la misma manera.

Leo, por su parte, permanecía envarado y taciturno a su lado, con el aspecto de un pez fuera del agua.

Kay lo miró con reproche una vez más.

– Voy a llevarla arriba.

Él asintió con la cabeza, visiblemente abatido. Luego dio media vuelta y regresó al sofá. Se dejó caer pesadamente en él.

– Kay me culpa a mí.

Stacy estaba de acuerdo, pero no creía que decírselo sirviera de nada.

– Pero yo no he causado todo esto. No es culpa mía.

– Lo sé -dijo ella suavemente, sintiendo lástima por él-. Está asustada. No piensa con claridad.

– Odio no poder hacer nada. Alicia es… es lo más importante del mundo para mí. Verla tan angustiada y no poder… -acabó la frase con un bufido de impotencia-. Ese dibujante era la mejor pista que teníamos.

Su única pista verdadera.

– Sí.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Esperar. Tomar precauciones. Y confiar en que la policía haga su trabajo.

– Que se vaya a paseo la policía. ¿Qué vamos a hacer nosotros?

– Sabemos que ese dibujante no era el asesino. Sólo era un colaborador pagado.

– El Conejo Blanco lo hizo.

– Podría ser. Pero tampoco lo sabemos con seguridad.

Leo se echó a reír de repente. Su risa sonó forzada.

– Claro que fue el Conejo Blanco. Tú crees tan poco como yo en las coincidencias. Cuando Malone y tú os acercasteis demasiado, mató al dibujante para proteger su identidad.

Stacy no respondió. Esa era también su opinión, basada no en los hechos, sino en el sentido común… y en una fuerte intuición visceral.

– Es alguien cercano -dijo-. Alguien de tu círculo. De eso sigo convencida.

– Pues vente a vivir aquí.

– ¿Perdona?

– Quiero que estés aquí. Con nosotros.

– Leo, no creo que…

– Kay está angustiada. Y ya has visto a Alicia. Se sentirían más seguras si vivieras aquí.

– Contrata a una compañía de seguridad privada. Cómprate un perro. Y pon una alambrada eléctrica. O el sistema de cámaras de vigilancia que sugirió Kay. Yo no soy experta en seguridad.

– Estaría más tranquilo contigo que con guardias de seguridad a sueldo.

– ¿Por qué? Y no me digas que porque fui poli, porque no me lo creo.

– Porque tú no te limitarás a protegernos. También te estarás protegiendo a ti misma.

– No me preocupa lo que…

– Estás metida en el juego, Stacy. Será mejor que empieces a preocuparte por tu seguridad. Además, el desenlace de este asunto te interesa. Y, si estás aquí, es más probable que tomes parte en él.

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