Capítulo 40

Miércoles, 16 de marzo de 2005

10:00 a.m.


Stacy esperó a que hubieran pasado las horas de mayor ajetreo en el Café Noir para hacerle una visita a Billie. No lograba desprenderse de la idea de que había algún vínculo entre la muerte de Cassie y Conejo Blanco. Y Billie nunca olvidaba la cara de un cliente. Si Danson había estado en la cafetería, Billie se acordaría.

Entró en el local con el viejo anuario de Leo bajo el brazo. Olía a café recién hecho y a galletas horneadas. Se le hizo la boca agua. Ya había desayunado, pero resultaría condenadamente difícil negarse a aceptar una galleta. Sobre todo de las de chocolate caliente y recién salida del horno.

Billie sin duda le ofrecería una. Aquella mujer era una maestra cuando se trataba de venderse.

Había hablado sólo un momento con su amiga desde su visita a la cafetería con Alicia. La había llamado para asegurarle que estaba bien y para contarle lo de Pogo. Billie le había parecido distraída y la conversación había terminado pronto.

Billie y Paula estaban junto al mostrador de los dulces, ordenando los pasteles de modo que los que se vendían mejor a media mañana estuvieran a la vista. Al verla, su amiga sonrió.

– Sabía que vendrías hoy.

– ¿Y eso por qué?

– Soy vidente.

Stacy hizo amago de reír, pero se detuvo de pronto. Algo en el semblante de su amiga sugería que hablaba en serio.

– ¿Otro de tus muchos talentos?

– Desde luego.

Stacy se acercó a la barra y pidió un capuchino, procurando no mirar las galletas.

– ¿Tienes un minuto para charlar?

– Claro. ¿Quieres una galleta para acompañar la charla? ¿De chocolate?

– No, gracias. No me apetece.

– Sí que te apetece.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Porque soy vidente.

Stacy hizo una mueca.

– Te odio.

Billie se echó a reír.

– Elige una mesa, enseguida voy.

Billie llevó el café y la galleta, todavía caliente y esponjada por el calor del horno. Stacy no pudo resistirse y partió un trozo.

– Te odio de verdad, ¿lo sabías?

Su amiga se echó a reír y se puso a comer la galleta.

– Ponte a la cola, amiga mía.

Tras tragarse el trozo de galleta con un sorbo de capuchino, Stacy abrió el anuario y lo empujó hacia su amiga. Señaló la foto de Danson.

– ¿Has visto alguna vez a este hombre?

Billie observó la fotografía un momento antes de negar con la cabeza.

– Lo siento.

– ¿Estás segura de que nunca ha venido por aquí? Ahora tendría veinticinco años más.

Billie entornó los ojos.

– Tengo mucha memoria para las caras y de esta no me acuerdo.

Stacy frunció el ceño.

– Confiaba en que fuera cliente tuyo.

– Lo siento. ¿Quién es?

– El antiguo socio de Leo.

– ¿Y?

– Murió. Supuestamente.

Una lenta sonrisa curvó la boca de Billie.

– Esto empieza a ponerse interesante -partió otro trozo de galleta-. Explícate.

Stacy se inclinó hacia ella.

– La mayoría de la gente atribuye el título de Conejo Blanco Supremo a Leo…

– El inventor del juego.

– Sí. Pero no lo inventó él solo. Tenía un socio.

– Este tío.

– Sí. Se despeñó por un acantilado en Carmel-by-the-Sea, California, hace tres años. Leo y Kay se enteraron a través de un abogado. Su muerte liberó los derechos de algunos de los trabajos que habían hecho juntos.

– Qué interesante. Continúa.

Pero, en lugar de continuar, Stacy formuló una pregunta.

– La persona que se esconde detrás de esas cartas y de los asesinatos, ¿por qué lo hace?

– ¿Porque está como una cabra?

– Aparte de eso.

– ¿Por rabia? ¿Por venganza?

– Exacto. Por lo visto había mucho rencor entre los Noble y Danson, el socio.

– Ya entiendo. Ese Danson finge su propia muerte para poder sepultar en mierda a los Noble.

– Bingo -su intuición, la intuición que había convertido su expediente en uno de los mejores de la policía de Dallas, le decía que había dado en el clavo-. Puede que el abogado que visitó a los Noble fuera un estafador, alguien a quien Danson pagó para que mintiera. Aunque los papeles sean legales, ceder los derechos de esos proyectos no sería nada comparado con el placer de destruir la vida de Leo.

– Puede que incluso arrebatándosela -dijo Billie suavemente.

– Seguramente arrebatándosela -puntualizó Stacy, y tomó su café confiando en que su calor disipara el frío que se había apoderado de ella de repente-. Y a Kay también. Y puede que a Alicia. Saliéndose con la suya, además. A fin de cuentas, ya está muerto.

– Un plan muy ingenioso…

– No tanto. Ya que yo voy tras él.

– ¿Llevas encima el móvil?

Stacy lo llevaba en una funda sujeta al cinturón, una costumbre adquirida en el trabajo de la que no lograba deshacerse.

– Claro, ¿por qué?

– Dámelo.

Stacy se lo dio, aunque no sin preguntarle para qué lo quería. Billie levantó un dedo y le indicó que esperara. Abrió el teléfono y marcó un número.

– Connor, soy Billie -se echó a reír; su risa sonó aterciopelada y sensual-. Sí, esa Billie. ¿Qué tal te va?

Stacy escuchaba con incredulidad mientras su amiga charlaba y coqueteaba con el hombre del otro lado de la línea.

Billie era una devoradora de hombres profesional. ¿Cómo se adquiría aquella habilidad? ¿Alguien ofrecía un curso avanzado en aquella disciplina?

– Tengo una amiga que necesita información. Se llama Stacy. Te la paso. Gracias, amor, eres un cielo -otra risa, seguida por un murmullo-. Lo haré, te lo prometo -le pasó el teléfono-. El jefe Connor Battard.

– ¿El jefe?

– De policía, boba. De Carmel-by-the-Sea.

Stacy agarró el teléfono, doblemente asombrada. ¿Acaso Billie conocía a todo el mundo?

– Jefe Battard, soy Stacy Killian. Gracias por aceptar hablar conmigo.

– Haría cualquier cosa por Billie. ¿En qué puedo ayudarla?

– Estoy investigando una muerte que ocurrió hace tres años. Dick Danson.

– La muerte de Danson, sí, claro que me acuerdo. Se despeñó con el coche por Hurricane Point. Hará unos tres años y medio.

– Tengo entendido que su muerte se consideró un accidente.

– Un suicidio.

– Un suicidio -repitió ella, pasmada-. ¿Está seguro?

– Absolutamente. Llevaba una bombona llena de gas propano en el maletero de su Porsche Carrera de 1995 y otra en el asiento de atrás. Quería hacer bien las cosas, y lo logró.

– Un buen petardazo, supongo.

– Sí. Ese Porsche lleva el maletero en la parte delantera, y entre el maletero y el depósito de gasolina no hay más que un cortafuegos. El coche se estrechó de morro. El forense identificó a Danson por la dentadura.

– ¿Usted no vio el cuerpo?

– Vi lo que quedó de él.

– ¿Recuerda algo extraño acerca del accidente?

– Aparte de las bombonas de propano y de la orden de arresto, nada.

– ¿Una orden de arresto? ¿Por qué razón?

– El caso está cerrado, así que me encantaría enseñarle el expediente. En caso de que a Billie y a usted les apetezca hacer un viaje, claro.

En otras palabras, dame lo que quiero, que yo te daré lo que quieres.

La cooperación mutua hacía girar el mundo.

Tras darle las gracias, Stacy le devolvió el teléfono a Billie. El jefe y ella hablaron un momento más y luego Billie colgó.

– ¿Cómo es que conoces a Battard? -preguntó Stacy mientras se guardaba el teléfono.

– Viví allí un par de años. Connor es un encanto -suspiró-. Estaba enamorado de mí.

Stacy levantó una ceja. ¿Acaso no lo estaban todos? Y, a juzgar por su respuesta a la llamada, no podía hablarse en pasado de los sentimientos del jefe de policía hacia Billie.

– ¿Sabe que estás casada?

Billie levantó un hombro.

– Seguro que lo sospecha. Casi siempre lo estoy.

– ¿Te apetecería volver a verlo?

Los ojos de Billie brillaron.

– ¿Me estás proponiendo una escapada?

– Me gustaría ver ese expediente. Battard se ha ofrecido a enseñármelo -Stacy sonrió-. Aunque ha dejado bien claro que no sería bienvenida sin ti.

– Rocky está tan pesado últimamente que un viaje es justo lo que me hace falta para darle un buen escarmiento.

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