Capítulo 18

Martes, 8 de marzo de 2005

1:00 p.m.


Tras pasar dos días en la mansión de los Noble, Stacy se había hecho una idea cabal de por qué Leo había empleado la palabra “troupe” para referirse a sus moradores: aquella casa era como un circo de tres pistas. La gente entraba y salía constantemente. Entrenadores personales, manicuras, repartidores, abogados, socios comerciales…

Le había advertido a Leo que la tratara como a cualquier empleado, y había descubierto que eso significaba que se las arreglara ella sola para presentarse al personal. Leo le había asignado un despacho contiguo al suyo, y ella había pasado mucho tiempo vagando por la casa, fingiéndose atareada. Cuando se cruzaba con alguien, se presentaba ella misma.

Las reacciones de los demás moradores de la casa habían variado entre la frialdad y la cordialidad, pasando por la simple curiosidad. En aquellos tres días había conocido a todo el mundo, menos a Alicia, lo cual no dejaba de intrigarla.

Sobre todo porque conocía ya a Clark Dunbar, el tutor de la muchacha. Dunbar era más bien taciturno, como lo eran por general los intelectuales, pero parecía estar siempre observando y escuchando. Como un gato al que se ve pero no se oye.

La señora Maitlin procuraba evitarla. Cuando sus caminos se cruzaban, la asistenta parecía sobresaltarse. Miraba a todos lados, menos a Stacy. A pesar de que ésta se había disculpado por engañarla y le había dicho que Leo le había pedido que interpretara aquel papel, sospechaba que la señora Maitlin sabía que no estaba allí únicamente para ofrecer asesoramiento técnico. Sólo esperaba que se guardara sus sospechas para sí misma.

Troy, el chofer y factorum de Leo, era el más amable de todos, pero también el más bullicioso. A Stacy la inquietaban sus preguntas. ¿Respondían a simple curiosidad o acaso el chofer ocultaba motivos más oscuros?

Barry resultó ser el más callado. Se ocupaba del jardín y la piscina, y tenía por tanto muchas ocasiones de trabar conversación con la gente que entraba y salía de la casa, a pesar de lo cual nunca lo hacía. Era, por el contrario, muy reservado, aunque parecía estar al corriente de todo cuanto sucedía.

Stacy miró su reloj y recogió sus cosas. Había asistido a su clase de las ocho de la mañana, pero tenía que volver a la facultad para la clase de literatura medieval de las dos y media.

– Hola.

Stacy se dio la vuelta. En la puerta que daba al despacho de Leo había una chica adolescente. Era bajita y delgada, tenía el cutis y los rasgos exóticos de su madre y el pelo fosco y ondulado de su padre.

Alicia. Por fin.

– Hola -dijo, sonriendo-. Soy Stacy.

La chica parecía aburrida.

– Ya lo sé. Eres la poli.

– Ex poli -puntualizó Stacy-. Estoy ayudando a tu padre con unos rollos técnicos.

Alicia arqueó una ceja y entró tranquilamente en el despacho.

– Rollos -repitió-. Menudo tecnicismo.

Aquella no era una chica de dieciséis años normal. Stacy haría bien recordándolo.

– Soy su asesora técnica -repuso-. Sobre todo lo relacionado con los cuerpos de policía.

– ¿Y con el crimen?

– Sí, por supuesto.

– Una experta en crímenes. Qué interesante.

Stacy ignoró su sarcasmo.

– Eso piensan algunos.

– Mi padre se ha puesto muy pesado para que bajara a presentarme. Sabes quién soy, ¿no?

– Alicia Noble. En honor de la Alicia más famosa de todas.

– La Alicia del Conejo Blanco.

– Una forma curiosa de expresarlo. Yo habría dicho el personaje de Lewis Carroll.

– Pero tú no eres yo.

La chica se acercó a las estanterías que flanqueaban las paredes. Recogió una fotografía enmarcada de sus padres y ella. Se quedó mirándola un momento y luego miró a Stacy.

– Soy más lista que ellos dos juntos -dijo-. ¿Te ha dicho eso mi padre?

– Sí. Está muy orgulloso de ti.

– Sólo un cuatro por ciento de la gente tiene un coeficiente intelectual de 140 o superior. El mío es de 170. Sólo una de cada siete mil personas tiene un coeficiente tan alto.

Su padre no era el único que estaba orgulloso.

– Eres una jovencita brillante.

– Sí, lo soy -Alicia frunció el ceño-. He pensado que debíamos hablar. Establecer las normas de partida.

Intrigada, Stacy dejó su mochila y pensó en su clase, consciente de que el tiempo pasaba.

– Dispara.

– No me importa para qué estés trabajando con mi padre. Pero apártate de mi camino.

– ¿He hecho algo para ofenderte?

– En absoluto. Mi padre tiene siempre un montón de gorrones a su alrededor, y no me interesa conocerlos.

– ¿Gorrones?

Alicia achicó los ojos ligeramente.

– Papá es rico. Y carismático. La gente acude a él como moscas. Algunos vienen deslumbrados por su fama. Otros son sinceros. El resto no son más que sanguijuelas.

Stacy cruzó los brazos, llena de curiosidad.

– ¿Y yo? Acepté el trabajo que me ofreció, ¿me convierte eso en una sanguijuela?

– No es nada personal -la chica levantó un hombro-. Mi padre conoce a alguien nuevo, se entusiasma y luego se acabó. He aprendido a no encariñarme con nadie.

Qué interesante. Por lo visto algunas relaciones habían acabado mal dentro de la troupe de los Noble. ¿Les guardaría alguien rencor por ello?

– Da la impresión de que has pasado otras veces por esto.

– Así es. Lo siento.

– No es necesario que te disculpes. Haré lo que pueda por no cruzarme en tu camino.

En la boca de la chica apareció, por primera vez, algo parecido a una sonrisa que suavizó sus rasgos.

– Te lo agradezco.

Se fue del despacho y al salir pasó junto a su tutor. Clark Dunbar. Cuarenta y tantos años. Larguirucho y de cara chupada. Aficionado a la lectura. Guapo, aunque muy formal.

Él la miró marcharse y luego se volvió hacia Stacy.

– ¿De qué iba todo eso?

Stacy sonrió.

– Estaba marcando las normas de partida. Poniéndome en mi sitio.

– Eso me temía. Los adolescentes pueden sacarlo a uno de quicio.

– Sobre todo si son tan brillantes.

Él se apoyó en el cerco de la puerta; su desgarbada figura parecía llenar por completo el vano. Stacy notó que sus ojos eran sorprendentemente azules y se preguntó si llevaba lentillas de colores.

– Hasta el don más maravilloso puede ser a veces una carga.

Stacy nunca había considerado la cuestión de ese modo, pero Dunbar tenía razón.

– ¿Tienes experiencia con chicos superdotados?

– Me gustan los problemas.

– Entonces eres Clark, el súper tutor.

Él se echó a reír.

– Siempre me he preguntado en qué estaban pensando mis padres cuando me pusieron el nombre de ese pobre diablo, tieso y relamido, que nunca se llevaba a la chica.

– ¿Cuál es tu segundo nombre? ¿Alguna ayuda por ese lado?

El titubeó.

– Ninguna, me temo. Es Randolf.

Stacy se echó a reír y le hizo señas para que entrara. Se sentó al borde de su mesa. El tomó aliento en un sillón, frente a ella.

– ¿Siempre has sido profesor privado?

– Siempre he sido educador -puntualizó él-. Pero esto está mejor pagado, y se trabaja menos. Y los estudiantes son mejores.

– Eso me sorprende. ¿Dónde has dado clase?

– En varias universidades.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Y prefieres esto?

– Suena raro, pero es un privilegio trabajar con un intelecto como el de Alicia. Es emocionante.

– Pero, si enseñabas en la universidad, seguramente muchos de tus alumnos…

– No como Alicia. Su mente… -hizo una pausa como si buscara la descripción adecuada-… me deja pasmado.

Stacy no sabía qué decir. Suponía que una persona tan corriente como ella no podía llegar a comprender un intelecto semejante.

Dunbar se inclinó un poco hacia delante con expresión malévola.

– La verdad es que soy un poco hippy. Me gusta la libertad que me ofrece dar clases privadas. Nosotros mismos fijamos las clases y los horarios. Nada es rutinario.

– A veces la rutina está bien.

Él asintió con la cabeza y se recostó en el sillón.

– Ahora estás hablando de tu propia experiencia. Una ex detective de homicidios convertida en asesora técnica. Apuesto a que ahí hay una buena historia.

– Sólo una chica dura que se ha vuelto blanda.

– ¿Te cansaste de sangre y vísceras?

– Algo parecido -miró su reloj y se incorporó-. Odio dejarte así, pero…

– Tienes clase -dijo él-. Y yo también -sonrió con cierta melancolía-. Puede que alguna vez podamos hablar sobre los escritores románticos.

Al separarse, Stacy tuvo la clara sensación de que Clark Dunbar quería algo más de ella que hablar de literatura.

Pero ¿qué era?

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