Capítulo 57

Domingo, 20 de marzo de 2005

2:00 a.m.


Stacy se despertó sobresaltada. Se dio cuenta de que tenía mucho calor. De que estaba sudando. Paseó la mirada por la habitación a oscuras y la fijó en el dial iluminado del despertador.

Mientras cobraba conciencia de la hora que era, crujió la tarima.

No estaba sola.

Se dio la vuelta y echó mano de la pistola.

Pero no estaba allí.

– Hola, Stacy -Clark salió de entre las sombras con su Glock en la mano. Apuntándola-. ¿Sorprendida de verme?

Stacy se sentó apresuradamente, con el corazón atronándole en el pecho.

– Podría decirse así. Creía que alguien tan listo como tú se habría ido ya.

– ¿De veras? ¿Y dónde iba a ir? -exhaló un suspiro exasperado-. Todo iba muy bien hasta que tú metiste las narices en mis asuntos. ¡En mis asuntos!

Ella luchó por mantener la cabeza fría y el miedo a raya. Por respirar pausadamente y dominar los latidos de su corazón. Evaluó su posición. Nadie la oiría gritar. No tenía armas.

Sólo su ingenio.

No podía perderlo.

Él se acercó a la cama y se quedó allí de pie, apuntándole directamente entre los ojos.

Entre los ojos. Allí era donde, según le había dicho Spencer, había disparado a Leo.

– ¿Por qué lo has hecho? -preguntó-. ¿Por qué has arruinado así tu vida?

– ¿Qué vida? -le espetó él, casi escupiendo las palabras-. Estaba de deudas hasta el cuello. Los polis daban vueltas como buitres esperando a apoderarse de mis restos. Y mientras tanto Leo vivía como un rey. Era yo quien se merecía vivir así. ¡El me robó mis ideas! ¡Se negó a darme mi parte!

– Y Kay, ¿ella también te robó?

Él se echó a reír.

– No imaginas la satisfacción que me producía saber que me estaba follando a su mujer delante de sus narices.

Stacy se quedó mirándolo un momento, buscando algún parecido con el joven de la fotografía del anuario de Leo. No encontró ninguno.

– Ex mujer -puntualizó-. Creo que eso debería haber empañado un poco tu satisfacción.

Clark enrojeció. Iba a hacer su movimiento.

Stacy se giró hacia la derecha y echó mano del despertador, dispuesta a estrellárselo contra la cara. Pero no fue lo bastante rápida. Clark la agarró de la mano y apartó el reloj. Lo tiró a un lado; el reloj golpeó la pared y se hizo pedazos.

Un instante después, Clark estaba sobre ella, encañonándole la sien. Acercó la mano libre a su garganta.

– Podría matarte ahora mismo. Es muy fácil. Tengo la mano en tu cuello y la pistola en tu cabeza. Cuántas opciones.

– ¿Qué te detiene? -preguntó Stacy, a pesar de que ya lo sabía.

Clark quería alardear. Quería revivir sus hazañas a través de las reacciones de Stacy ante su relato.

Él no la decepcionó.

– Fue divertido. Verlos retorcerse. Envenenar la mente de Alicia. Alejarla poco a poco de sus padres. La trataban como un bebé. Yo se lo decía constantemente. Le recordaba que era más lista que ellos dos juntos. Que sólo pensaban en sí mismos, en sus necesidades.

Mientras hablaba, Stacy observaba su cara, la luz de sus ojos. Aquel hombre era un maníaco.

Así se lo dijo.

Él se echó a reír.

– Aquel día, cuando Kay y yo os sorprendimos a Leo y a ti -dijo-, nos partimos de risa después. Leo todavía la quería. A su manera retorcida. Pero pensaba en ella como si fuera de su propiedad. Le habría dado un ataque si se hubiera enterado de lo nuestro. Ella me lo dijo. Me lo contó todo.

– ¿Cuándo fue eso exactamente? ¿Antes de matarla? ¿O mientras la matabas?

– Te crees muy lista, pero no sabes una mierda -sonrió-. Tal vez deba enseñarte lo que puede hacer un hombre de verdad. Kay me dijo que yo era mucho mejor que Leo en la cama. Que él nunca la satisfizo como yo -su cuerpo la aplastó contra el suave colchón. Atrapándola. Asfixiándola-. Podría hacer lo mismo por ti.

Stacy luchó por respirar y procuró refrenar el impulso de defenderse. Si forcejeaba, sólo conseguiría obligarlo a actuar. Contó en silencio cada aspiración hasta llegar a diez y luego intentó otra táctica.

– Estabas enfadado -dijo en tono neutro-. Furioso con Leo. Y con Kay. Decidiste usar el mismo juego que Leo te robó para vengarte de él. Para matarlo y salirte con la tuya.

El se echó a reír desdeñosamente.

– Zorra estúpida, yo no soy el Conejo Blanco.

Dadas las circunstancias, su afirmación pilló a Stacy por sorpresa. Clark lo notó y la miró con lascivia.

– El Conejo Blanco es tu querido Leo. Fue él quien montó todo ese asunto del Conejo Blanco para matar a Kay y escurrir el bulto. Porque ella se lleva la mitad de todo. La mitad que debería haber sido mía. El muy cabrón quería más, así que decidió librarse de ella. Kay me dijo que le tenía miedo -continuó-. Me dijo que temía que fuera él quien estaba detrás de esas notas. Que quizá le hiciera daño. Por el dinero.

– Ésa sería una explicación muy limpia, Clark. Si no fuera por una pequeña pega. Leo está muerto. Tú mismo lo mataste esta tarde.

Por un instante, el semblante de Clark se aflojó, lleno de sorpresa. De estupor. Le tembló la mano. Stacy notó que la pistola temblaba contra su sien.

Iba a apretar el gatillo.

Stacy pensó en su hermana Jane y en su hija; pensó en todas las cosas que no había hecho.

No quería morir.

– Vas a pasar mucho tiempo en prisión -dijo, y percibió la desesperación en su propia voz-. Matarme no cambiará eso. Saben quién eres. No tienes escapatoria. Si crees que…

– Si crees que voy a ir a la cárcel, estás loca, zorra.

Antes de que Stacy pudiera reaccionar, volvió la pistola hacia sí mismo y apretó el gatillo.

El grito de Stacy se confundió con el estruendo del disparo. Los sesos de Clark Dunbar salpicaron el delicado papel de flores entre un chorro de sangre.

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