Capítulo 60

Domingo, 20 de marzo de 2005

6:20 p.m.


El Conejo Blanco llamó justo cuando la tarde empezaba a declinar. Y justo cuando ella empezaba a creer que la había engañado.

– ¿Estás cómoda? -preguntó él con evidente sorna.

– Mucho -contestó ella-. Llevo aquí sentada tanto tiempo que se me ha dormido el culo.

– Podría haber sido peor -murmuró él-. Podría haberte hecho esperar en un sitio sin cuarto de baño. Ni comida, ni bebida.

Stacy notó que un escalofrío le subía por la espalda. ¿Había estado él observándola todo el tiempo? ¿Sabía que había ido al aseo y que había comido? ¿Que había hablado con Spencer? Paseó la mirada por el restaurante, fijándose en los demás clientes. Buscando a alguno que estuviera hablando por un móvil.

¿O lo que le había dicho el Conejo Blanco sólo era una suposición? ¿Adivinaba acaso de antemano cómo la afectaban sus palabras?

Una cosa era segura: estaba jugando con ella como si fuera una peonza.

– Ahórrate el teatro. ¿Qué quieres que haga ahora?

– Sigue carretera adelante por espacio de doce kilómetros. Gira hacia el río. Desde allí, gira hacia la izquierda en el primer camino sin señalizar que te encuentres. Deja el coche. Sigue el sendero de robles. Sabrás qué hacer. Tienes veinte minutos.

Colgó y Stacy volvió a guardar su teléfono, agarró la cuenta y se levantó. Tras dejar a la camarera una generosa propina por haber permitido que ocupara la mesa tanto tiempo, se dirigió apresuradamente a la puerta.

– ¿Va todo bien, cielo? -preguntó la mujer de la caja mientras pagaba la cuenta.

– Muy bien, gracias -miró la etiqueta con el nombre de la mujer. Señorita Lainie-. ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Claro, cielo. Dispara.

– Siguiendo por esta carretera, hacia el río, ¿qué hay?

La mujer frunció el ceño.

– Nada. Sólo lo que queda de Belle Chere.

Stacy le dio un billete de veinte dólares.

– Belle Chere, ¿qué es eso?

– No eres de por aquí, ¿no? -la campanilla de encima de la puerta sonó. La señorita Lainie levantó la vista y miró con cara de pocos amigos al joven alto que acababa de entrar-. Steve Jonson, ¡llegas tarde! Quince minutos. Vuelve a hacerlo y llamo a tu madre.

– Sí, señora.

Él le guiñó un ojo a Stacy y ella sofocó una sonrisa. Estaba claro que la forzada dureza de la señorita Lainie no hacía ninguna mella en el chico.

– Y súbete los pantalones.

Él pasó tranquilamente por delante de ellas, subiéndose los pantalones.

– Lo siento -dijo Stacy-, pero tengo que irme.

La mujer volvió a fijar su atención en ella.

– Belle Chere era una plantación de antes de la guerra. Dicen que en sus buenos tiempos era una de las mejores de Luisiana.

Eso era. Allí era donde el Conejo Blanco tenía a Alicia.

La mujer soltó un bufido de fastidio.

– Han dejado que se venga abajo. Mi marido y yo siempre hemos pensado que el estado debía hacer algo para…

– Lo siento -dijo Stacy, interrumpiéndola-, pero de veras tengo que irme.

Salió del café y corrió a su coche. Sin duda la señorita Lainie la consideraría una maleducada por cortarla de aquella manera y salir corriendo, sobre todo después de haber pasado allí varias horas de brazos cruzados, pero no podía hacer nada al respecto.

Quince minutos y contando.

Arrancó el coche, dio marcha atrás y salió a toda velocidad del aparcamiento, levantando una nube de gravilla. Abrió su teléfono y llamó a Malone. Un mensaje automático anunció que el teléfono marcado no se hallaba disponible y transfirió la llamada al buzón de voz.

– El Conejo Blanco tiene a Alicia. Dijo que la mataría si no iba sola. No te preocupes, no estoy sola. Llevo conmigo al señor Glock. Plantación de Belle Chere. Doce kilómetros más allá del Walton's River Road Café, en Vacherie.

Cerró el teléfono, consciente de que Spencer se pondría furioso con ella.

No podía reprochárselo. Si ella hubiera estado en su pellejo, también se habría puesto furiosa.

Siguió las indicaciones del Conejo Blanco y al cabo de un rato llegó a la plantación. Una cadena impedía el paso al sendero de entrada, una vereda despejada, flanqueada por una hilera doble de altos robles cuyas ramas formaban un magnífico dosel arqueado. A ambos lados del camino se levantaban sendos letreros en los que se leía: No pasar. Propiedad privada.

Stacy aparcó el coche lo mejor que pudo y salió. Echó a andar por el sendero de los robles.

Al ver por primera vez Belle Chere se quedó sin aliento. El edificio estaba en ruinas. Era un armazón decrépito y fantasmal. Gran parte del tejado parecía haberse hundido. Dos de las columnas se habían derrumbado, y sus ornamentados capiteles corintios yacían abandonados como soldados del ejército del tiempo caídos en combate.

Sin embargo, era un hermoso lugar. Un soberbio espectro que refulgía a la luz del crepúsculo.

Más allá de los restos de la casona se levantaba una construcción pequeña y destartalada. No parecía uno de los edificios originales. ¿La casa del guarda?, se preguntó Stacy. Por su aspecto parecía también abandonada.

Se dirigió a la mansión y subió por los escalones podridos de la galería frontal. Las puertas habían desaparecido hacía largo tiempo, ya fuera por efecto de la podredumbre o por obra de los saqueadores, de modo que pudo entrar en el edificio asiendo con firmeza la Glock con las dos manos. El interior estaba casi a oscuras, y de pronto deseó haber llevado una linterna.

El interior olía a moho y a humedad. A decadencia.

– ¡Alicia! -gritó-. ¡Soy Stacy!

Le respondió el silencio. Un silencio en el que resonaba como un grito la ausencia de vida humana. Todas las criaturas que moraban allí zumbaban, vibraban o se arrastraban con sigilo, devorando las paredes, los suelos y cuanto se ponía en su camino.

Alicia no estaba allí.

La casa del guarda.

Retrocedió con mucho cuidado. Cuando acabó de bajar los escalones, avanzó hacia la parte de atrás de la finca. En dirección a la casucha.

Del interior de la construcción no llegaba luz alguna. Tocó la puerta y ésta se abrió con un crujido. Se deslizó dentro con el arma en alto. Vio un pequeño cuarto de estar, vacío de no ser por unas latas de cerveza, un par de botellas de leche y un rastro de colillas de cigarrillos. Arrugó la nariz. Olía a orines. Más allá había dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda.

Se acercó primero a la de la izquierda. La puerta no tenía pomo. Vio que estaba entreabierta. Asiendo la pistola con ambas manos, la empujó suavemente con el pie.

A la leve luz que entraba por la ventana, vio a Kay y a Alicia acurrucadas en un rincón. Tenían las manos y los pies atados y las bocas tapadas con cinta aislante. Kay tenía un lado de la cabeza embadurnado con lo que parecía sangre seca. Le pareció que Alicia estaba ilesa.

Kay la miró con terror. No por su propia suerte, sino por la de Stacy.

Una trampa. Los juegos de rol eran famosos por ellas.

Él estaba detrás. O en el armario, justo enfrente de las dos mujeres.

Stacy no entró en la habitación. Le hizo la pregunta a Kay gesticulando sin emitir sonido. La mujer dirigió los ojos hacia el armario.

Era lógico. El Conejo Blanco esperaba que corriera hacia ellas para liberarlas. Lo cual la pondría directamente en su línea de fuego.

Alicia se irguió de pronto, como si se diera cuenta de que estaba pasando algo.

Aquello alertó al Conejo Blanco.

La puerta del armario se abrió súbitamente. Stacy se giró, apuntó y disparó. Una vez, luego otra y otra, hasta vaciar el cargador.

Él cayó sin haber disparado un solo tiro.

Stacy vio que era Troy. De pronto se apoderó de ella una oleada de alivio. Aquello había acabado. El Conejo Blanco había muerto. Alicia y Kay estaban a salvo.

Pero había quizá también en su mirada una expresión de incredulidad porque Troy, aquel guaperas, aquel ligón de playa, fuera el Conejo Blanco. Era la última persona a la que Stacy habría atribuido inteligencia o ambición suficientes para orquestar aquella trama.

La habían engañado antes. Un hombre igual de guapo. Igual de cruel.

Stacy se apartó de Troy y se acercó a toda prisa a las mujeres. Desató primero a Kay y luego a Alicia, pero se quedó paralizada al oír el chasquido inconfundible del percutor de un revólver.

– Date la vuelta lentamente.

Troy. Aún estaba vivo. Había ido preparado.

Stacy hizo lo que le ordenaba, maldiciéndose por haber vaciado el cargador. Lo miró a los ojos.

– ¿Ya has resucitado?

– ¿Creías que no esperaba que vinieras armada? ¿que no sabía que eras una tiradora experta? -se dio un golpe en el pecho-. Un chaleco Kevlar, disponible en gran número de armerías.

Ella forzó una sonrisa altiva.

– Pero escuece de cojones, ¿eh?

– Merece la pena, porque ahora tu cargador está vacío. Otro movimiento predecible, por cierto -levantó su arma y le apuntó directamente a la cabeza-. Bueno, ¿qué vas a hacer ahora, heroína?

Ella se quedó mirando el cañón de la pistola, consciente de que había llegado su fin. Se le habían agotado las ideas y las alternativas.

– Se acabó el juego, Killian.

Él se echó a reír. Stacy oyó el grito de Alicia, el rugido de la sangre en su cabeza. El estallido del disparo ahogó ambos sonidos. Pero aquel instante de dolor desgarrador no llegó. En cambio, la cabeza de Troy pareció explotar repentinamente. Se tambaleó hacia atrás y se desplomó.

Stacy se dio la vuelta. Malone estaba en la puerta, con la pistola apuntando hacia el cuerpo inerme de Troy.

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