Capítulo 25

Jueves, 10 de marzo de 2005

2:00 p.m.


Consiguieron una orden de registro menos de una hora después. Spencer se la entregó al casero, que a su vez abrió la puerta del apartamento del dibujante.

– Gracias -le dijo Spencer-. Quédese por aquí, ¿de acuerdo?

– Claro -el hombre cambió el peso del cuerpo de un pie al otro-. ¿En qué lío se ha metido Walter?

– ¿Walter?

– Walter Pogolapoulos. Todo el mundo lo llama Pogo.

Era raro. Pero parecía lógico.

– Bueno, ¿qué ha hecho?

– Lo siento, no podemos hablar sobre una investigación en marcha.

– Claro. Lo entiendo -asintió vigorosamente con la cabeza-. Estaré aquí al lado si necesitan algo.

Entraron en el apartamento. Tony sonrió a Spencer.

– Conque una investigación en marcha, ¿eh? Creía que el tío iba a mearse en los pantalones.

– Todo el mundo tiene que tener un hobby.

– Buen trabajo, por cierto -dijo Tony.

– ¿No te has enterado? Se me escapó.

– Ya volverá.

Más le valía. Ya le habrían atrapado, si él hubiera estado arriba, esperándole, cuando llegara a casa, y no delante del edificio, jugueteando con Stacy y discutiendo como un novato en vez de cumplir con su trabajo.

– ¿La que he visto abajo era Killian?

– No quiero ni oír ese nombre.

Tony se inclinó hacia él.

– Killian -susurró tres veces, y se echó a reír.

Spencer fingió zarandearlo y volvió luego a la tarea que tenían entre manos. El de Pogo era un típico apartamento de la parte vieja de Nueva Orleans. Techos de cinco metros, ventanas con cristales originales, molduras de ciprés de las que ya no se usaban en la construcción, ni siquiera en las casas de los ricos.

Paredes y techos de escayola resquebrajados. Pintura descascarillada y seguramente cargada de plomo. Sanitarios y muebles de cocina de los años cincuenta, sin duda de la última reforma que había sufrido el edificio. El olor mohoso de las paredes húmedas; el sonido de las cucarachas correteando por dentro de las paredes.

El cuarto de estar olía a trementina. Y estaba, cómo no, lleno de cuadros. Había dibujos y lienzos en diversos estadios de acabado colgados o clavados a las paredes, sobre las mesas y apoyados en los rincones. El apartamento parecía repleto de materiales de dibujo. Pinceles y pinturas. Lápices, carboncillos y pasteles. Y también otros utensilios cuyos nombres desconocía Spencer.

Qué interesante, pensó mientras recorría de nuevo la habitación con la mirada. No había fotos de familia ni curiosidades, ningún indicio de vida fuera de sí mismo y de su arte.

Un solitario.

– Aquí, Niño Bonito -dijo Tony.

Spencer se acercó a su compañero, que se había detenido junto a una mesa de dibujo que había en un rincón. Extendidas sobre ella había media docena de macabras ilustraciones de Alicia en el País de las Maravillas en diversos estadios de ejecución. La más acabada mostraba a los naipes, el Cinco y el Siete de Espadas, partidos por la mitad. En otra aparecía la Liebre de Marzo tumbada sobre una mesa. De su cabeza manaba la sangre, formando un charco sobre la mesa.

Spencer miró a Tony.

– Dios bendito.

– Parece que hemos dado en el clavo, amigo mío.

Spencer agarró un pañuelo de papel y lo utilizó para pasar los dibujos sin contaminarlos. La Reina de Corazones, empalada en una estaca. El Gato de Cheshire con la cabeza ensangrentada flotando por encima del cuerpo. Y, finalmente, Alicia colgada del cuello, con la cara hinchada y amoratada. Al final había unos bocetos de las tarjetas que había recibido Leo.

– Si no es nuestro hombre -dijo Tony-, desde luego sabe quién es.

Y él debería haberlo atrapado. Lo había echado todo a perder.

– Quiero saberlo todo sobre Walter Pogolapoulos lo antes posible -Spencer le hizo señas a uno de los agentes uniformados-. Llame a los técnicos -dijo-. Quiero que registren minuciosamente el apartamento. Quiero acceso a sus cuentas bancarias y a la lista de sus llamadas telefónicas. Del móvil también. Quiero saber con quién ha hablado últimamente. Interroguen a los vecinos. Tenemos que averiguar quiénes son sus amigos y qué lugares frecuenta.

– ¿Quieres que radie un aviso de búsqueda? -preguntó Tony.

– Desde luego que sí. El señor Pogo no va a escapárseme otra vez entre los dedos.

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