Capítulo 34

Sábado, 12 de marzo de 2005

6:00 p.m.


Cuando llegaron al paseo Moonwalk, en el Barrio Francés, el lugar de los hechos estaba ya acordonado por completo. La cinta policial y los coches patrulla habían atraído al gentío como la miel a las moscas.

Spencer aparcó el Camaro junto a las vías del tren. Abrió la guantera, sacó el frasco de Vicks Vaporub que guardaba allí y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

Miró a Tony.

– ¿Listo?

– Vamos.

Salieron del Camaro. El Moonwalk, un paseo construido sobre el dique del Barrio Francés, se hallaba situado entre Jackson Square y el río Misisipi, el Café du Monde y el centro comercial Jax Brewery.

Spencer paseó la mirada por la zona. Qué desconsiderado por parte de Pogo ir a aparecer allí. En términos de visibilidad, pocos lugares superaban a aquél. En términos de atención no deseada, aquel lugar era aún peor. Todo cuanto afectara al turismo, la principal actividad económica de la ciudad, despertaba el interés. Del gobernador. Del alcalde. De los medios de comunicación.

El alcalde pondría a caldo al jefe de policía, quien a su vez pondría a parir a su tía Patti. Quien, por su parte, les apretaría las tuercas a ellos.

Menuda mierda.

A Tony y a él se les iba a caer el pelo.

Se acercaron a uno de los policías uniformados que montaban guardia en el perímetro acordonado y firmaron el impreso.

– Infórmenos.

– Lo encontró un turista. El pobre hombre se puso malo -señaló hacia los coches patrulla. Spencer vio que uno de ellos tenía la puerta de atrás abierta y que en el asiento había un hombre sentado de lado, con la cabeza entre las manos-. Mi compañero le está haciendo de niñera.

– Chico -masculló Tony-, creo que ya no estamos en Kansas.

El agente se rió tontamente.

– El olor llega hasta el Café du Monde, pero creyeron que era alguien que había tirado ahí la basura.

Spencer se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el frasco de Vicks. Tras ponerse una pizca, le dio el frasco a Tony, que también se puso un pegote bajo la nariz.

Subieron las escaleras hasta el mirador. Tony iba jadeando cuando llegaron arriba. Se detuvo para recuperar el aliento.

– Soy demasiado viejo y demasiado gordo para esta mierda.

– Me tienes preocupado, Gordinflón. Apúntate a un gimnasio.

– Me temo que eso me mataría -cruzaron las vías y subieron los peldaños hasta el dique-. Ya casi he alcanzado el nivel de tele adicto. No quiero estropearlo ahora.

– No querrás palmarla antes de que te den la pensión y el reloj bañado en oro, ¿no? Piénsate lo del gimnasio y…

Fue entonces cuando el hedor del cadáver los golpeó como un mazazo. Spencer miró a su compañero y vio que se le estaban humedeciendo los ojos.

Bajaron las escaleras y se abrieron paso hasta el borde del agua. Spencer divisó a Terry Landry, un detective de la Unidad de Investigación Criminal del Distrito 8. Había sido compañero de su hermano Quentin antes de que éste decidiera abandonar el cuerpo.

Al verlos, Landry salió a su encuentro.

– Terror -dijo Spencer, saludándolo con el mote que le habían puesto cuando era un novato.

Landry, un tipo vehemente y juerguista, se había quedado con el apelativo.

– Ya no me llaman “Terror”, chaval. He sentado la cabeza. Me he reformado.

– Sí, ya -Tony sacudió la cabeza.

– Es cierto. Ahora sólo me voy de juerga con mi grupo de Alcohólicos Anónimos los jueves por la noche.

– ¿Esa es la víctima? -preguntó Spencer, señalando un fardo informe que había sobre las rocas de la orilla del río.

– Sí. Llevaba la cartera en el bolsillo.

Spencer levantó la cara hacia el cielo purpúreo.

– Habrá que poner unos focos por aquí.

– Vienen de camino.

– ¿Le has buscado el pulso? -preguntó Tony con sorna.

– Sí, claro -contestó Terry-. Y le he hecho el boca a boca. Ahora te toca a ti.

Eran bromas de Homicidios. Comprobar el pulso, un procedimiento rutinario, resultaba innecesario en un caso como aquél. Spencer y Tony bajaron hacia lo que quedaba de Walter Pogolapoulos. Le habían seccionado la garganta. La herida formaba una sonrisa abierta y obscena. El proceso de descomposición, acelerado por el agua cálida, estaba muy avanzado.

– A veces odio este trabajo.

Tony miró hacia atrás, en dirección al Café du Monde.

– ¿Os apetecen unos bollitos?

– Estás enfermo, cabrón, ¿lo sabías? -Spencer se puso los guantes y se acercó al cadáver. Se agachó a su lado, lo recorrió con la mirada detenidamente y observó la zona que lo rodeaba. Había cada vez menos luz y tuvo que forzar la mirada.

El cuerpo parecía machacado, pero eso no le sorprendió. Ocurría a menudo cuando un cadáver era arrojado al agua. Arrastrado por la corriente, iba rozando el suelo, arañándose con las ramas de los árboles y las piedras afiladas y acababa por lo general hecho una piltrafa. Spencer los había visto hasta seccionados por las hélices de las embarcaciones y mordidos por los peces.

El patólogo sabría diferenciar entre las heridas anteriores y posteriores a la muerte. Un cuerpo en aquel estado escapaba a su capacidad de análisis.

Por lo que podía ver, daba la impresión de que el asesino no había hecho ningún esfuerzo por lastrar el cadáver. O bien ignoraba que los gases generados por el proceso de putrefacción hacían emerger el cuerpo en cuestión de días (a tales cadáveres se los llamaba “flotadores”), o bien no le había importado.

Aun así, Pogo había salido a la superficie un poco antes de tiempo. No llevaba muerto ni sumergido el tiempo suficiente para haber desarrollado la adipocira, una sustancia grasienta y amarilla, de olor rancio, que se veía a menudo en los “flotadores”. Spencer miró a su compañero.

– Deben de haberlo arrojado al agua río arriba. La corriente es muy fuerte, lo habrá arrastrado hasta aquí. ¿Tú qué crees? ¿Hacia Baton Rouge? ¿O por la zona de Vacherie?

– Es posible. Puede que el patólogo nos aclare algo.

Como a propósito, el patólogo hizo acto de aparición.

– ¿Dónde demonios están el furgón y los focos? ¿Qué quieres que haga con eso a oscuras?

Parecía muy enfadado. Spencer se acercó a él y se presentó.

– Parece que su noche de sábado ha dado un giro a peor.

– Tenía entradas para el teatro -el forense frunció el ceño-. ¿Cuántos Malone hay, por cierto?

– Más que una banda, pero menos que una muchedumbre.

Una sonrisa asomó a la boca del forense; miró a Tony.

– Creía que te habías jubilado.

– No caerá esa breva, amigo mío. ¿Conoces a Terry Landry?

– Todo el mundo conoce a Terror -el patólogo inclinó la cabeza mirando al detective y luego frunció el ceño-. ¿Dónde está ese furgón?

Algunos furgones del departamento de criminalística iban equipados con potentes focos para el examen nocturno de escenarios de crímenes.

– Voy a ver -dijo Terry.

El patólogo se acercó al cuerpo; Tony lo siguió. Spencer abrió su móvil y llamó a Stacy.

– Hola, Killian.

– Malone.

Le pareció complacida. Sonrió.

– Para tu información, Pogo ha muerto.

Oyó que ella inhalaba bruscamente.

– ¿Cómo?

– Aún no lo sabemos a ciencia cierta. Apareció en la orilla del río. Le han rebanado el pescuezo.

– ¿Cuándo?

– Da la impresión de que fue hace un par de días. Es difícil decirlo, porque el asesino arrojó el cuerpo al río. Y ya sabes lo que le pasa a un cadáver sumergido en agua cálida.

El silencio de Stacy lo decía todo: la habían pifiado. Su mejor sospechoso estaba muerto. No tenían nada.

El asesinato de Pogo no era una coincidencia.

El Conejo Blanco lo había silenciado para que no pudiera hablar.

La zona se inundó de luz. El furgón había llegado.

– Tengo que dejarte, Stacy. Sólo he pensado que querrías saberlo.

Cerró el teléfono y se acercó a Tony tranquilamente.

Su compañero le sonrió.

– ¿Qué? -preguntó Spencer.

– La puntillosa señorita Killian, supongo.

– ¿Y qué?

– Vas a estar muy guapo con una buena barriga, Niño Bonito.

– Vete a tomar por culo, Sciame.

La risa de Tony retumbó en el agua como un extraño complemento al cadáver en descomposición de Walter Pogolapoulos.

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