Capítulo 12

Jueves, 3 de marzo de 2005

3:50 p.m.


– Ésa es -dijo Spencer, señalando la mansión de Esplanade Avenue donde vivía Leonardo Noble-. Para.

Tony detuvo el coche mientras silbaba por lo bajo.

– Parece que se gana dinero con los juegos y el entretenimiento.

Spencer masculló una respuesta sin apartar los ojos de la casa de Noble. Había hecho algunas pesquisas y descubierto que Leonardo Noble, el creador de Conejo Blanco, vivía, en efecto, en Nueva Orleans. También había descubierto que no tenía antecedentes penales, ni sanción alguna a sus espaldas. Ni siquiera una multa de aparcamiento.

Eso no significaba que no fuera culpable. Sólo que, si lo era, era también lo bastante listo como para escurrir el bulto.

Se acercaron a la verja de hierro forjado y entraron. No ladró ningún perro. No saltaron las alarmas. Miró la casa; no había rejas en ninguna ventana.

Saltaba a la vista que Noble se sentía seguro. Lo cual era arriesgado en un barrio marginal como aquél, sobre todo haciendo tal alarde de riqueza.

Llamaron al timbre y una mujer con vestido negro y delantal blanco abrió la puerta. Se presentaron y pidieron ver a Leonardo Noble. Un momento después, un hombre de cuarenta y tantos años, complexión atlética y cabello crespo y ondulado salió a recibirlos con cierto apresuramiento.

Tendió una mano.

– Leonardo Noble. ¿En qué puedo ayudarlos?

Spencer le estrechó la mano.

– El detective Malone. Mi compañero, el detective Sciame. Del Departamento de Policía de Nueva Orleans.

Él los miró con expectación, levantando las cejas inquisitivamente.

– Estamos investigando el asesinato de una estudiante.

– No sé qué más puedo decirles.

– Aún no nos ha dicho nada, señor Noble.

El otro se echó a reír.

– Lo siento, ya he hablado con una compañera suya. La detective Killian. Stacy Killian.

Spencer tardó un momento en comprender sus palabras y una fracción de segundo más en enfurecerse.

– Lamento decirle esto, señor Noble, pero ha sido víctima de un engaño. No hay ninguna Stacy Killian en la policía de Nueva Orleans.

Leonard Noble los miró con perplejidad.

– Pero si hablé con ella ayer…

– ¿Le enseñó su…?

– Leo -dijo una mujer detrás de ellos-, ¿qué ocurre?

Spencer se dio la vuelta. Una bella mujer morena se acercó y se detuvo junto a Leonardo Noble.

– Kay, los detectives Malone y Sciame. Mi socia, Kay Noble.

Ella les estrechó la mano, sonriendo cordialmente.

– Y también su ex mujer, detectives.

Spencer le devolvió la sonrisa.

– Eso explica el nombre.

– Sí, supongo.

El inventor se aclaró la garganta.

– Dicen que la mujer que estuvo aquí ayer no era policía.

Ella frunció el ceño.

– No entiendo.

– ¿Les enseñó su identificación, señora?

– A mí no, a la asistenta. Iré a buscarla. Discúlpenme un momento.

Spencer sintió una punzada de lástima por la asistenta. Kay Noble no parecía de las que toleraban errores.

Un momento después ella regresó con la asistenta, que parecía disgustada.

– Diles a estos señores lo que me has contado, Valerie.

La asistenta, una mujer de unos sesenta años, con el pelo gris recogido en un favorecedor moño francés, juntó las manos delante de sí.

– Esa señora me enseñó una insignia… o eso me pareció. Pidió hablar con el señor Noble.

– ¿No vio bien su documentación?

– No, yo… -miró a su jefa-. Tenía pinta de policía, y hablaba como si… -su voz se apagó. Se aclaró la garganta-. Lo siento mucho. No volverá a pasar, se lo prometo.

Antes de que Kay Noble pudiera decir nada, Spencer se apresuró a intervenir.

– Permítanme asegurarles que no creo que esto les perjudique. Esa mujer es una amiga de la fallecida y fue policía. Aunque no de la policía de Nueva Orleans.

– No me extraña que los haya engañado -añadió Tony-. Se sabe al dedillo el numerito del policía.

La asistenta pareció aliviada; Kay Noble, furiosa. Leonardo los sorprendió a todos echándose a reír.

– Esto no tiene gracia, Leo -le espetó Kay.

– Claro que sí, cariño -dijo él-. Es muy divertido.

El color inundó la cara de su ex mujer.

– Pero podría haber sido cualquiera. ¿Y si Alicia…?

– No ha pasado nada. Como ha dicho el inspector, esto no nos perjudica en nada -le dio a su ex mujer un rápido abrazo y luego se volvió hacia Spencer-. Bueno, detectives, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Media hora después, Spencer y Tony le dieron las gracias a Leonardo Noble y regresaron a su coche. El inventor había contestado a todas sus preguntas. No conocía a Cassie Finch. Nunca había estado en la Universidad de Nueva Orleans, ni en el Café Noir. Tampoco conocía a los jugadores locales de Conejo Blanco, ni mantenía contacto alguno con ellos. Les explicó que su amigo y él inventaron el juego, que nunca lo publicaron y que su amigo había fallecido.

Los dos detectives no hablaron hasta que estuvieron dentro del coche, con los cinturones de seguridad puestos y el motor en marcha.

– ¿Qué opinas? -preguntó Spencer.

– Killian uno, Niño Bonito cero.

– Bésame el culo, gordinflón.

Tony se echó a reír.

– Paso. Francamente, no me van esas cosas.

– Estaba hablando de Noble. ¿Tú qué opinas?

– Es un poco raro. Y eso de trabajar con su ex mujer… Yo no podría trabajar con la mía.

– Pero si Betty y tú lleváis casados una eternidad.

– Sí, pero, si no estuviéramos casados, me sacaría de mis casillas.

– ¿Crees que está limpio?

– Me parece que sí, pero cuesta saberlo sin el elemento sorpresa.

– Killian -masculló Spencer-. Se está poniendo en mi camino.

– ¿Y qué vas a hacer al respecto, jefe?

Spencer entornó los ojos.

– El Café Noir está en esta misma calle. Vamos a ver si esa entrometida anda por allí.

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