Capítulo 24

Jueves, 10 de marzo de 2005

11:45 a.m.


En su primera visita al Barrio Francés, Stacy había comprendido que encontrar aparcamiento en la calle era prácticamente imposible. Había recorrido lentamente la red de callejuelas de un solo sentido sólo para darse por vencida al cabo de media hora y dejar el coche en un aparcamiento de pago de precios exorbitantes.

Esa mañana ni siquiera se molestó en buscar un sitio libre. Se metió en el primer aparcamiento que encontró, sacó un tique y le dio las llaves al empleado.

Nueva Orleans no dejaba de asombrarla. Allí se sentía como una extranjera en un país extraño. Dallas era una ciudad relativamente joven: sus moradores se ufanaban cuando podían remontar sus raíces hasta 1922. Nueva Orleans era, por el contrario, una ciudad histórica. Una ciudad que alardeaba de sus ricas tradiciones sociales, cimentadas en el linaje de cada cual, en una bella aunque deteriorada arquitectura y en unas cucarachas con un siglo a cuestas. O eso le habían dicho a Stacy.

Era Nueva Orleans una ciudad que se regodeaba en sus propios excesos. Comilonas. Risotadas. Borracheras. Todo perfectamente asumible en una ciudad cuyo lema -¡Que sigan rodando los buenos tiempos!- era algo más que un eslogan del Departamento de Turismo.

Era un modo de vida.

Y en ninguna parte era tan patente esa actitud como en el Barrio Francés. Bares y clubes de destape, restaurantes, tiendas de antigüedades y souvenirs, discotecas, hoteles y casas de vecinos coexistían en las setenta y ocho manzanas que componían el asentamiento original de Nueva Orleans.

El Barrio albergaba además un sinfín de tiendas de carteles y galerías de arte. Arte de poca monta, muy alejado de aquél en el que las piezas llevaban etiquetas con precios de miles de dólares. Arte fácil y comercial, destinado al consumo masivo.

Por eso estaba allí Stacy.

Tenía intención de rastrear el posible origen de las postales de Leo. Una de ellas, saltaba a la vista, se fabricaba en serie y seguramente se vendía en un centenar de tiendas sólo en el Barrio Francés. Las otras dos, sospechaba Stacy, eran únicas.

Se quedó parada en la acera, en la esquina entre las calles Decatur y St. Meter. A su lado discurría un flujo de gente de todas clases, desde hombres trajeados hasta un travestido con medias de rejilla y minifalda de cuero rojo.

Stacy suponía que las tarjetas pertenecían a una edición limitada pintada por un artista local y vendida en un reducido número de tiendas. Leo le había dado la tarjeta en la que aparecía el Conejo Blanco guiando a Alicia por la madriguera. Spencer se había llevado la otra en calidad de prueba material. Si ella hubiera estado al frente del caso, se habría llevado las dos.

Pero, por suerte, no lo estaba.

Recorrió la manzana hasta llegar a la esquina que formaban Royal Street y una tienda de carteles llamada “Dibuja esto”. Entró.

El dependiente, un chico con el pelo corto, rizado y crespo, estaba en el mostrador, hablando por el móvil. Al verla, puso fin a la llamada y se acercó.

– ¿Puedo ayudarla en algo?

Ella sonrió.

– Hola. Un amigo ha recibido esta tarjeta y estoy intentando encontrar una igual.

El chico miró la tarjeta y sacudió la cabeza.

– No la tenemos.

– ¿Tienen alguna parecida?

– No.

Ella se la enseñó otra vez.

– ¿Alguna idea de dónde puedo buscar?

Otro cliente entró en la tienda. El chico desvió la mirada y luego volvió a fijarla en ella.

– No, lo siento.

Las siguientes seis tiendas resultaron una copia casi exacta de la primera. Stacy llegó hasta el final de Royal Street y volvió hacia Canal Street. En la siguiente esquina había una tienda de carteles llamada Reflejos. Stacy entró y enseguida vio que el género de la tienda era más variado que el de las últimas que había visitado y tendía más hacia lo raro y lo exótico.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó un hombre desde la puerta de la trastienda.

Stacy vio que había estado almorzando.

– Eso espero -Stacy le lanzó una sonrisa confiada mientras cruzaba la tienda-. Quería saber si tenía este tipo de postales -le enseñó la tarjeta.

– Lo siento.

Ella no pudo disimular su decepción.

– Eso me temía.

– ¿Me permite? -el dependiente tendió la mano. Ella le dio la tarjeta. El observó la ilustración, juntando las cejas en un leve ceño-. Una ilustración muy interesante. ¿Dónde la ha conseguido?

– Le mandaron varias a un amigo. Me gusta mucho Alicia en el País de las Maravillas y había pensado comprar una caja, si no eran muy caras.

Él frotó una esquina de la tarjeta entre el índice y el pulgar.

– Nadie vende esto por cajas, me temo.

– ¿Cómo dice?

– Esto es un original, no una copia impresa -levantó la tarjeta hacia la luz y entornó los ojos-. Lápiz y tinta -pasó el pulgar a lo largo del borde desigual-. Buen papel. Cien por cien textil. Y libre de ácidos. El artista conoce su oficio.

– ¿Reconoce al autor?

– Podría ser.

– ¿Podría ser?

– Nunca había visto esta ilustración, pero el trazo me recuerda a un ilustrador local. Pogo.

– ¿Pogo? -repitió ella-. ¿Habla en serio?

El se encogió de hombros.

– Yo no le puse el nombre. Dibuja cosas así. Inquietantes. En lápiz y tinta. Ha hecho un par de exposiciones y ha tenido buenas críticas. Pero nunca ha acabado de despegar.

– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

– No, lo siento -le devolvió la tarjeta-. Pero puede que en la Galería 124 lo sepan. Si no recuerdo mal, fue allí donde hizo su última exposición. En la esquina entre Royal y Conti.

Stacy sonrió y empezó a retroceder hacia la entrada de la tienda.

– Muchas gracias por su ayuda y su tiempo. Se lo agradezco mucho.

– Esas postales no le saldrán baratas -dijo él levantando la voz tras ella-. Podría enseñarle algo parecido…

– Gracias -repitió ella por encima del hombro-. Pero me encantan éstas.

Salió a la acera y se encaminó hacia Conti Street. La Galería 124 estaba exactamente donde le había dicho el dependiente. Miró si venían coches y luego cruzó a toda prisa. Cuando entró en la galería tintineó la campanilla de la puerta. El chorro helado del aire acondicionado sopló sobre ella. Un instante después, se dio cuenta de que no era tan lista como creía.

Malone se le había adelantado.

El detective estaba de pie al fondo de la galería, obviamente esperando a hablar con la encargada, una mujer ataviada con una falda peligrosamente corta y una blusa de zingara de colores chillones. Llevaba el pelo muy corto y de punta, tan oxigenado que parecía casi blanco.

La palabra que evocaba su imagen era “pija”. Con P mayúscula. Stacy había visto a muchas como ella en las inauguraciones de Jane a lo largo de los años.

Malone miró hacia ella. Sus ojos se encontraron. Y él sonrió.

O, más bien, hizo una mueca sarcástica.

Bastardo engreído.

Stacy se acercó a él.

– Vaya, vaya, nunca dejo de asombrarme -dijo-. El detective Spencer Malone en una galería de arte. No parece tu estilo.

– ¿De veras? Pues soy un gran aficionado al arte. De hecho tengo un par de piezas bastante buenas.

– ¿En terciopelo negro?

Él se echó a reír.

– He oído hablar de cierto artista que creo va a interesarme. Un tío llamado Pogo.

Ella miró hacia la chica del pelo de punta y luego volvió a mirarlo a él.

– ¿Cómo es que has llegado antes que yo?

– Porque soy mejor investigador.

– Y un cuerno. Has hecho trampa.

Antes de que él pudiera responder, la rubia acabó de hablar con su cliente y se acercó a ellos con una fresca sonrisa fijada en la cara.

– Buenas tarde. ¿En qué puedo ayudarlos?

Spencer le enseñó su insignia.

– Detective Malone, del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Tengo que hacerle unas preguntas.

El semblante de la chica registró sorpresa y luego inquietud.

Stacy intervino antes de que pudiera responder.

– Tengo un poco de prisa. Podría volver más tarde…

– ¿Cómo? ¿Es que no vienen juntos? Pensaba que…

– No tiene importancia -Stacy se volvió hacia Spencer y sonrió con expresión de disculpa-. ¿Te importa? Estoy en mi hora de la comida.

Él arqueó una ceja oscura, divertido.

– Por favor. Tómate tu tiempo.

– Gracias, detective. Es usted un encanto -se giró hacia la dependienta-. Tengo entendido que representa a un artista llamado Pogo.

– ¿Pogo? Sí, pero de eso hace más de un año.

– No me diga. Qué desilusión. Me había encaprichado con una de sus obras.

La chica pareció animarse, sin duda imaginando que tal vez pudiera hacer una venta de todas formas.

– ¿Una ilustración?

– Un dibujo. En lápiz y tinta. Con imaginería basada en Alicia en el País de las Maravillas. Muy oscuro. Muy poderoso. Vi una y me enamoré perdidamente.

– Suena a una de las obras de Pogo. Cuando trabajaba, claro.

– ¿Cuando trabajaba?

– Pogo es su peor enemigo. Tiene mucho talento, pero no es muy de fiar.

– ¿Conoce usted esa serie sobre Alicia?

– No. Debe de ser nueva -hizo una pausa como si sopesara sus opciones-. Podría llamarlo. Decirle que se pase por aquí y traiga su carpeta.

– Entonces ¿vive aquí?

– Sí, muy cerca, en el Barrio. Si consigo hablar con él, seguro que estará aquí en diez minutos.

Stacy miró su reloj como si no supiera qué hacer.

– Vive muy cerca -añadió la otra rápidamente-. En unos barracones, cerca de Dauphine.

– No sé. Quería algo que fuera una buena inversión, pero si es de poco fiar… -mientras la mujer abría la boca, sin duda dispuesta a asegurarle que su afirmación anterior no era del todo exacta, Stacy sacudió la cabeza-. Voy a pensármelo. ¿Tiene una tarjeta?

Ella se la dio. Stacy le dio las gracias y al pasar tranquilamente junto a Spencer lo saludó agitando los dedos.

– Gracias, detective.

Salió de la galería, cruzó el portal y esperó.

Exactamente dos minutos y medio después, Spencer salió de la tienda y se acercó a ella con parsimonia.

– Muy astuta, Killian. Una actuación brillante.

– Gracias. ¿Se ha enfadado cuando le has preguntado por Pogo?

– Parecía más bien hecha un lío. Le he sacado su dirección, pero me gustaría ver cómo te las apañas. Así que te acompaño.

Ella se echó a reír.

– Me has sorprendido, detective. Y yo no me sorprendo fácilmente.

– Me lo tomaré como un cumplido. En marcha, Killian.

– Unos barracones en Dauphine. ¿Conoces la zona?

Él asintió con la cabeza y echaron a andar juntos. Una manzana más allá, ella lo miró de reojo.

– ¿Cómo has dado con la Galería 124 tan rápidamente?

– Mi hermana Shauna estudió bellas artes. Le enseñé la tarjeta y no la reconoció, pero me mandó a Hill Tokar, el jefe del Consejo de las Artes de Nueva Orleans. Él fue quien me habló de la Galería 124.

– Y el resto es historia.

– ¿Es admiración a regañadientes lo que noto en tu voz?

– Desde luego que no -ella sonrió-. ¿Shauna es tu única hermana?

– No. Sólo una entre seis.

Ella se paró y lo miró.

– ¿Tienes seis hermanos?

Spencer se echó a reír al ver su cara de pasmo.

– Procedo de una buena familia católica irlandesa.

– El Señor dijo “creced y multiplicaos”.

– Y el papa también. Y mi madre se toma muy en serio las recomendaciones del papa -siguieron andando tranquilamente-. ¿Y tú? -preguntó él.

– Sólo somos Jane y yo. ¿Cómo es formar parte de una familia tan grande?

– Una locura. A veces es molesto. Y siempre ensordecedor -hizo una pausa-. Pero es fantástico.

Al percibir el efecto de su voz, Stacy sintió ganas de ver a su hermana y abrazar a su sobrinita.

Llegaron al cruce de calles. Aquella zona era una desastrosa mezcla de viviendas y comercios al por menor. Los edificios del siglo XVIII se apiñaban en diversos grados de deterioro. Todo ello formaba parte del encanto del Barrio.

– Está bien -Stacy le lanzó una mirada divertida-. Te apuesto un café a que consigo la dirección del señor Pogo en diez minutos.

– Eso no es nada, Killian. Que sean cinco y trato hecho.

Ella aceptó la apuesta y a continuación recorrió la calle con la mirada. Un colmado con un mostrador en el que se servían comidas. Un bar desvencijado. Una tienda de souvenirs.

Señaló el colmado.

– Espera aquí. No quiero que se asusten.

– Muy graciosa -Spencer sonrió y miró su reloj de pulsera-. El tiempo corre.

Stacy se dirigió al colmado y se detuvo nada más cruzar la puerta. Parecía un negocio familiar. Detrás del mostrador de comidas había un hombre de unos sesenta años; en la caja registradora, una mujer más o menos de la misma edad. ¿A quién acercarse? Consciente de que pasaban los segundos, Stacy se decidió por la mujer.

Se acercó a ella.

– Hola -insufló en su voz lo que confiaba fuera la combinación justa de sinceridad y simpatía-. Espero que pueda ayudarme.

La mujer le devolvió la sonrisa.

– Lo intentaré -tenía la voz rasposa de una fumadora empedernida.

– Estoy buscando a un pintor que vive por aquí. Pogo.

La expresión de la mujer se alteró de un modo que sugería que aquel sujeto y ella no se tenían aprecio.

Stacy le mostró la tarjeta.

– Le compré esta postal el año pasado y quisiera comprarle algunas más. Le he llamado por teléfono, pero la línea estaba fuera de servicio.

– Seguramente se la habrán cortado.

– ¿Qué pasa, Edith? -preguntó el hombre.

Stacy lo miró por encima del hombro.

– Esta señora busca a Pogo. Quiere comprarle unos dibujos.

– ¿Va a pagarle en metálico?-preguntó él.

– Claro -respondió Stacy-. Si le encuentro, por supuesto.

El hombre miró a su mujer inclinando la cabeza. Ella garabateó la dirección al dorso de un tique de la caja.

– Es en el portal de al lado -dijo-. Cuarto piso.

Stacy le dio las gracias y regresó con Spencer. Él miró su reloj.

– Cuatro minutos y medio. ¿Tienes la dirección?

Ella le enseñó el trozo de papel.

Spencer lo comparó con el que le había dado la chica de la galería de arte y asintió con la cabeza.

– Yo habría elegido el bar. “De poco fiar” y “borracho” son dos conceptos que suelen ir de la mano.

– Sí, pero todo el mundo tiene que comer. Además, los camareros son más desconfiados. Va con el oficio.

– El café lo pago yo. Espera aquí. Voy a ver a ese tipo.

– ¿Cómo dices? Yo creo que no.

– Esto es un asunto policial, Stacy. Ha sido divertido, pero…

– Pero nada. No vas a entrar ahí sin mí.

– Sí, voy a hacerlo.

Echó a andar hacia el edificio de viviendas. Stacy fue tras él y lo detuvo agarrándolo del brazo.

– Eso son chorradas y tú lo sabes.

Él inclinó la cabeza.

– Puede ser. Pero mi jefa me arrancaría la piel a tiras si interrogara a un sospechoso en presencia de un civil.

– Le vas a asustar. Yo puedo seguir con la farsa, hacerme pasar por una compradora de arte. Conmigo hablará.

– En cuanto vea la tarjeta se dará cuenta de que es una trampa. No pienso ponerte en peligro.

– Estás dando por sentado que es culpable de algo. Puede que le encargaran los dibujos y que no sepa para qué eran.

– Olvídalo, Killian, ¿No tienes clase o algo así?

– Eres el ser más irritante y cabezota con el que he tenido la desgracia de…

Sus palabras se apagaron al darse cuenta de que se había formado un pequeño revuelo ante el colmado.

Vio al hombre de dentro. Estaba junto a un individuo con barba y pelo largo y señalaba hacia ella.

No, pensó. No hacia ella. A ella. Pogo.

Aquel hombre miró a Spencer. Stacy percibió el instante preciso en que se daba cuenta de que eran de la policía.

– Rápido, Spencer…

Demasiado tarde. El dibujante echó a correr en dirección contraria. Spencer lanzó una maldición y salió tras él, seguido de Stacy.

Estaba claro que Pogo conocía bien el barrio. Corría por calles laterales y atajaba por callejones. Además, era veloz. Un tipo bajito, delgado y fibroso. En cuestión de minutos Stacy los perdió de vista a ambos.

Se detuvo, jadeando, y pensó que no estaba en forma. Se dobló por la cintura y apoyó las manos en las rodillas. Maldición. Tenía que ponerse a hacer ejercicio.

Cuando recuperó el aliento, regresó al colmado. Vio que, en algún momento durante la persecución, Spencer había pedido refuerzos. Frente al edificio del dibujante había dos coches de la policía aparcados en doble fila. Uno de los agentes estaba interrogando al tendero y su mujer. A los demás no se los veía por ninguna parte.

Sin duda estaban peinando la zona en busca de Pogo. Interrogando a los vecinos del artista.

Stacy se ocultó tras un expositor de postales, frente a una tienda de souvenirs. No quería que el tendero la viera y le mandara al policía. A Spencer no le haría ninguna gracia que su participación en aquel incidente apareciera en un atestado policial.

Tony detuvo su coche, aparcó en un vado y salió. A Stacy se le ocurrió llamarlo, pero enseguida descartó la idea. Dejaría que Malone llevara la voz cantante.

Spencer regresó. Iba sudando. Y parecía enfadado.

Pogo se había escapado.

Maldición.

Él se acercó a Tony. Cruzaron unas palabras y luego Spencer se giró y escudriñó la zona. Buscándola a ella, supuso Stacy. Salió de detrás del expositor. Spencer la vio. Ella le indicó por señas que la llamara, dio media vuelta y se alejó de allí.

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