Capítulo 44

Viernes, 18 de marzo de 2005

Carmel-by-the-Sea, California

6:30 a.m.

– Yo no quiero irme a casa -dijo Billie al deslizarse en el asiento del pasajero del jaguar-. Me encanta esa habitación. Me encanta que me sirvan. Me encanta la costa.

– Deja de quejarte. Tienes un negocio que atender. Por no mencionar a tu marido.

Billie hizo una mueca.

– Rocky no habrá escarmentado aún. Necesito un par de días más para que se dé cuenta de lo que me quiere de verdad.

Por lo que Stacy había oído contar sobre Rocky St. Martin, querer de verdad a Billie requería más energías de las que le quedaban al pobre hombre. Incluso en un buen día.

– Afróntalo -dijo Stacy-, el viaje ha sido un fracaso. Y no sólo eso. Mientras estaba aquí, dejándome acunar por el lujo, los naipes aparecieron muertos.

– ¿Quién se queja ahora?

Stacy la miró con el ceño fruncido.

– Quédate si quieres. Yo me voy a casa.

Billie exhaló un dramático suspiro, se puso las gafas de sol y recostó la cabeza en el respaldo.

– Connor se va a llevar un disgusto.

Stacy le lanzó una mirada de soslayo mientras arrancaba.

– ¿Y tú?

– Yo quiero a mi marido.

Lo dijo como si lo sintiera, y Stacy notó que se quedaba boquiabierta de estupor.

– ¿Qué pasa?

– Nada, es que… yo…

– ¿Creías que me había casado con él por su dinero? ¿Porque es mucho mayor que yo? ¿Y por qué iba a hacer eso? Yo también tengo dinero.

– Lo siento -murmuró Stacy al tiempo que se alejaba de la acera-. No quería ofenderte.

– No me has ofendido. Pero, si voy a ser monógama, que lo soy, por lo menos reconoce mis méritos.

– Los reconozco.

– Gracias -suspiró de nuevo-. Maldita sea, voy a echar de menos la costa.

Stacy sacudió la cabeza, abrió su móvil y marcó el número de Malone.

Él contestó de inmediato.

– Aquí Malone.

– Voy de camino al aeropuerto.

– ¿Tanto me echabas de menos?

– ¿Qué quisiste decir con que Leo estaba con el agua hasta la cintura?

– Dije hasta la rodilla. Parece culpable de cojones.

– ¿Leo, culpable? Eso no puede ser.

– Si necesitas convencerte de eso…

– ¿Por qué dices eso?

– Por nada -su voz adquirió cierto filo-. Tengo que colgar.

– ¡Espera! ¿Qué pruebas hay?

– Digámoslo así, muñeca: cuando aterrices en Luisiana, puede que estés en paro.

Spencer colgó y Stacy frunció el ceño.

– Eso no puede ser.

– ¿El qué? -preguntó Billie.

– Malone dice que tienen pruebas de que Leo es culpable.

– ¿De qué? ¿De tener un pelo espantoso?

– A mí me gusta su pelo.

– No puede ser -Billie la miró con pasmo-. Pero si parece que ha metido el dedo en un enchufe…

– No es cierto. Lo tiene revuelto y desaliñado. Como un surfero.

– O como un loco furioso… -Billie se interrumpió al darse cuenta de lo inapropiada que resultaba la comparación dadas las circunstancias-. A pesar de su pelo, a mí me parece bastante inofensivo.

– A mí también.

Stacy se quedó callada. Miró el reloj del salpicadero del jaguar y masculló una maldición. Tenía que hablar con el jefe Battard. Enseguida.

– ¿No sabrás el número de la casa de Battard?

– Claro que sí. Lo tengo en el móvil.

– ¿Podrías llamarlo? Tengo que hacerle una última pregunta. Creo que es importante.

Billie hizo lo que le pedía. Un momento después, Stacy saludó al jefe de policía, que parecía soñoliento.

– Le pido disculpas por llamar tan temprano, pero tengo una última pregunta. No encontré la respuesta en el expediente.

– Dispare -dijo él, bostezando.

– ¿Cómo se llamaba el dentista de Danson? ¿Se acuerda?

– Claro -dijo él-. El doctor Mark Carlson. Un tipo estupendo.

Ella miró el reloj del salpicadero. Tenían tiempo antes de que saliera su vuelo; incluso a pesar del trayecto por carretera y de tener que devolver el coche de alquiler. Suficiente, al menos, para hacer una rápida llamada al dentista.

– ¿Cree que podría hablar con él antes de marcharme?

– Sería condenadamente difícil, señorita Killian. El doctor Carlson está muerto. Fue asesinado en el transcurso de un robo.

– ¿Cuándo?

– El año pasado -hizo una pausa-. Fue el único asesinato que hubo en Carmel en 2004. Nunca lo resolvimos.

Un momento después, Stacy puso fin a la llamada.

– Te tengo, cabrón -dijo, y se apartó de la carretera para dar media vuelta.

– ¿Que?

– ¿Recuerdas que me dijiste que siempre habías querido ser espía?

Billie se volvió hacia ella con las cejas levantadas.

– Puedes apostar a que sí.

– ¿Qué te parecería pasar unos días más en el paraíso?

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