Capítulo 31

Viernes, 11 de marzo de 2005

10:30 a.m.


– Buenos días, señora Maitlin -dijo Stacy cuando la asistenta le abrió la puerta de la mansión de los Noble-. ¿Qué tal está hoy?

La señora Maitlin frunció levemente el ceño.

– El señor Leo no se ha levantado aún. Pero la señora Noble está en la cocina.

Lo cual no contestaba a su pregunta, pero revelaba los sentimientos diferentes que abrigaba la asistenta hacia sus jefes. Stacy le dio las gracias y se dirigió a la cocina. La de los Noble era una cocina grande y anticuada, de casa de campo, con el suelo de ladrillo y las vigas del techo a la vista. Kay estaba sentada a una mesa que parecía una enorme tabla de carnicero. La luz del sol caía sobre ella, realzando las mechas negras de su pelo oscuro.

Levantó la vista al entrar Stacy y sonrió.

– Buenos días, Stacy. Creía que los viernes por la mañana tenías clase.

Aquella mujer tenía una cabeza como una trampa de acero.

– Me he quedado dormida -mintió Stacy a medias, y se acercó a la cafetera, una máquina nueva y sofisticada que molía los granos y destilaba una sola dosis de café excelente, desde un simple chorrito a una taza de medio litro llena hasta los topes.

Stacy codiciaba aquella cafetera. Pero suponía que tendría que vender el alma para permitirse comprar una.

– ¿Te has quedado dormida? -repitió Kay en tono de desaprobación-. Ya tienes algo en común con Leo.

– ¿Por qué será que tengo la sensación de que me estáis criticando?

Las dos se giraron. Leo estaba en la puerta, con los ojos legañosos y el pelo de punta. Estaba claro que acababa de salir de la cama y que se había puesto apresuradamente una camiseta y unos pantalones arrugados.

El regreso del científico loco, pensó Stacy, y se volvió hacia la cafetera para ocultar su sonrisa. Apretó los botones adecuados. La máquina se puso en marcha con un ronroneo, filtró y sirvió un café doble perfecto.

Su aroma llenó el aire.

– Leo -dijo Stacy-, hay algo de lo que quería…

– Café -gruñó él, acercándose a ella.

Kay soltó un bufido exasperado.

– Por el amor de Dios, eres como el perro de Pavlov.

No era el único. Stacy le dio la taza y se preparó otra. Cuando volvió a la mesa, Leo se había dejado caer en una silla y estaba bebiéndose el café. Ya había conseguido crear cierto desorden a su alrededor: sobre la mesa había granos de azúcar, leche vertida y una cuchara usada. Como un pequeño tornado, Leo entraba en una habitación y lo dejaba todo patas arriba.

Stacy se sentó.

– Leo, hay algo de lo que tenemos que…

El levantó una mano.

– Todavía no -dijo-. Un trago más.

– Deberías dormir por las noches -dijo Kay-. Así no tendríamos que pasar por esto cada mañana.

– Por las noches es cuando más lúcido estoy.

– Eso no es más que una excusa para hacer lo que quieres -Kay miró su reloj y fijó luego la mirada en Stacy-. Estaría arruinado de no ser por mí. El resto del mundo no funciona conforme a su horario.

– Muy cierto -Leo se inclinó y le dio un beso en la mejilla a su ex mujer-. Te lo debo todo a ti.

La expresión de Kay se ablandó. Le puso una mano sobre la mejilla y lo miró con afecto.

– Me vuelves loca, ¿lo sabías?

– Sí -Leo sonrió-. Por eso me pediste el divorcio.

Como a propósito, ambos se volvieron hacia ella. Stacy parpadeó, ligeramente avergonzada, como si acabara de presenciar un instante de intimidad destinado sólo a ellos.

Intentó concentrarse.

– En cuanto a lo de ayer -comenzó-, estoy metida en el juego -les contó rápidamente lo del gato, cómo lo había encontrado y la nota que le habían dejado.

Bienvenida al juego.

– Dios mío -Leo se levantó y se acercó a la encimera, visiblemente afectado. Allí se detuvo como si no supiera qué hacer.

– No entiendo -murmuró Kay-. ¿Por qué pasa todo esto?

– Dímelo tú.

Ella pareció sobresaltarse.

– ¿Cómo dices?

– Tengo la impresión de que los dos tenéis una idea más aproximada que yo de por qué está pasando todo esto. Yo, a fin de cuentas, soy una recién llegada.

Leo extendió las manos.

– Alguien está obsesionado con el juego.

– O contigo -replicó Stacy-. Por el juego.

– Pero ¿por qué? -preguntó él-. No tiene sentido.

– La naturaleza misma de la obsesión desafía la lógica.

La señora Maitlin apareció en la puerta de la cocina.

– Disculpe, señor Noble, esos dos detectives del otro día están aquí. Dicen que tienen que hablar con usted.

– Dígales que pasen, Valerie.

Leo miró a Stacy inquisitivamente. Ella creyó ver miedo en sus ojos. Sacudió la cabeza.

– Que yo sepa, no ha muerto nadie más.

La señora Maitlin hizo pasar a los detectives. Tras una ronda de saludos, Spencer comenzó a hablar.

– Hemos identificado al dibujante que hizo las tarjetas que recibió. Es un tipo de aquí. Se llama Walter Pogolapoulos. Pogo, abreviando. ¿Lo conoce?

Se miraron el uno al otro y luego movieron la cabeza negativamente.

– ¿Habían oído alguna vez ese nombre?

De nuevo dijeron que no.

Tony les enseñó una fotografía.

– ¿Lo han visto alguna vez? ¿Merodeando por el vecindario? ¿En el centro comercial, en el parque? ¿Algo así?

– No -dijo Leo con cierta frustración-. ¿Kay?

Ella miró fijamente la fotografía y luego cruzó los brazos corno si se abrazara.

– No.

– ¿Está segura?

– Sí. ¿Es el que… el que mató a esa mujer?

– No lo sabemos -contestó Tony, y volvió a guardarse la fotografía en el bolsillo-. Podría ser. O puede que simplemente le pagaran para que hiciera esos dibujos.

– Todavía no le hemos interrogado -añadió Spencer-. Pero lo haremos.

Leo pareció confuso.

– Si lo han identificado, ¿por qué no lo han interrogado…?

– Olió nuestra presencia y desapareció.

– Pero no se preocupe -añadió Tony-. Lo atraparemos.

Los Noble no parecían convencidos. Stacy no podía reprochárselo.

– ¿Han recibido alguna otra tarjeta? -preguntó Spencer.

– No -Leo frunció el ceño-. ¿Espera que recibamos alguna más?

Spencer se quedó callado un momento.

Stacy sabía que estaba decidiendo qué debía contarle y qué no.

Él comenzó a decir:

– Encontramos los bocetos de las tarjetas que recibió así como de otras en diversas fases de acabado.

– ¿Otras? -repitió Leo.

Stacy intervino, a pesar de que sabía que ello quizá le granjeara la ira de Spencer.

– En una de las tarjetas aparecía el Gato de Cheshire con la cabeza ensangrentada flotando encima del cuerpo.

– Cielo santo -Kay juntó las manos.

– Si el asesinato de Rosie Allen marca la pauta, lo más probable es que yo sea el Gato de Cheshire.

Spencer la miró con irritación y prosiguió.

– Además del Gato de Cheshire, encontramos tarjetas en las que aparecían las muertes del Cinco y el Siete de Espadas, la Liebre de Marzo, la Reina de Corazones y Alicia.

– Alicia -repitió Kay débilmente-. ¿No creerán que es nuestra…?

– Claro que no es nuestra Alicia -exclamó Leo con voz ronca-. ¡Qué ocurrencia, Kay!

Spencer y Tony se miraron.

– ¿Tan descabellado le parece, señor Noble?

Todos ellos sabían que no lo era. Leo frunció el ceño.

– Digamos simplemente que me niego a aceptar esa posibilidad. No tengo ni idea de qué va todo esto.

Kay se volvió hacia su marido. Saltaba a la vista que estaba angustiada.

– ¿Cómo es posible que te dejes cegar de ese modo por el optimismo? Podría ser nuestra Alicia. Que nosotros sepamos, hasta yo podría ser la Reina de Corazones.

La habitación quedó en silencio. Stacy observó a los demás. Malone y su compañero ya estaban adelantándose a los acontecimientos, a la siguiente bala en su agenda. Leo y Kay, por su parte, intentaban dilucidar hasta qué punto corrían peligro.

– Esto no me gusta -dijo Kay, rompiendo el silencio-. Tal vez debería llevarme a Alicia a alguna parte. Podríamos decirle que son unas vacaciones, una excursión de madre e hi…

– Yo no pienso ir a ninguna parte.

Todos se giraron.

Alicia estaba en la puerta, derecha como un palo, con los puños cerrados.

– Lo digo en serio. No voy a ir a ninguna parte.

Leo dio un paso hacia ella con la mano extendida.

– Alicia, cariño, ahora no es momento de discutir eso. Vete a tu cuarto y…

– ¡Sí que es momento! No soy una niña, papá. ¿Cuándo vas a entenderlo?

– ¡Vete a tu cuarto!

Ella se mantuvo en sus trece.

– No.

Leo se quedó boquiabierto, como si ni siquiera pudiera concebir tal desafío en labios de su hija.

– Sé que está pasando algo -la muchacha se volvió hacia Stacy-. Tú no eres una asesora técnica. Te interesa Conejo Blanco, el juego de papá. Y vosotros… -señaló a Malone y Sciame-, vosotros sois policías. Estuvisteis aquí la otra noche y ahora otra vez. ¿Por qué?

Kay y Leo se miraron. Kay asintió con la cabeza y Leo se volvió hacia su hija.

– La policía ha pedido nuestra colaboración para seguirle la pista a un asesino que dice ser el Conejo Blanco.

– Por eso estuvieron aquí la otra noche -dijo Alicia-. Porque había habido un asesinato.

– Sí.

Alicia paseó la mirada por entre los demás como si intentara decidir si le estaban diciendo la verdad.

– Pero ¿por qué alejarme a mí?

Kay dio un paso hacia ella.

– Porque tu padre podría… está…

– ¿En peligro? -las palabras parecieron atascarse en la garganta de Alicia. De pronto parecía más joven. Y tan vulnerable como una niña.

Leo se acercó a ella y la abrazó.

– No estamos seguros, tesoro. Pero no queremos arriesgarnos.

Ella pareció digerir la respuesta de su padre.

– ¿Estoy yo en peligro?

– En este momento -intervino Spencer-, no tenemos razones fundadas para creerlo.

La chica se quedó callada. Cuando volvió a hablar, aquella vulnerabilidad había desaparecido.

– Si no estoy en peligro, ¿por qué queréis alejarme de aquí? Me parece que sería papá quien debería marcharse.

– No queremos exponerte a ningún peligro -dijo Kay-. Si tu padre es el objetivo de algún loco…

– No pienso dejar a papá.

Leo suspiró. Kay parecía exasperada. Stacy sintió lástima por ellos. Se volvió hacia Spencer.

– ¿Creéis que esto es seguro para Alicia?

Él frunció el ceño y luego asintió con la cabeza.

– De momento, sí. Pero eso podría cambiar.

Stacy miró a la muchacha.

– Si así fuera, ¿estarías dispuesta a irte?

– Tal vez -contestó ella-. Podríamos hablarlo.

Parecía mucho más mayor de lo que era. Poseía la capacidad de raciocinio de una persona adulta. Pero no lo era. Era una cría. Y no vivía en el mundo real. Debido a su intelecto. Y a su riqueza.

Alicia cuadró los hombros y miró fijamente a Spencer.

– Quiero ayudar. ¿Qué puedo hacer?

Leo le dio un beso en la coronilla.

– Tesoro, estoy seguro de que los detectives agradecen tu ofrecimiento, pero eres…

Stacy le interrumpió. La muchacha sabía lo suficiente como para estar asustada. Ayudarlos quizá aliviara sus temores.

– El detective Malone y yo tenemos una idea -dijo-. Quizá puedas ayudarnos, Alicia.

La chica se volvió ansiosamente hacia ella.

Stacy ignoró la expresión de pasmo de los Noble.

– Hemos llegado a la conclusión de que debemos meternos en la cabeza de ese individuo. Dice ser el Conejo Blanco, así que…

– Queréis jugar una partida -dijo Alicia-. Claro. ¿Qué mejor manera de anticiparnos a sus movimientos?

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