Era la habitación de una estudiante soltera. Una amplia biblioteca, libros apilados en montones de a diez, unas estanterías rebosantes, una mesa de trabajo en ángulo que se comía la mitad del salón y un equipo informático de última generación: una gran unidad central, impresora, escáner, grabadora y una torre de CD. El apartamento de dos habitaciones de Éva Louts quedaba a dos pasos de la Bastilla, en la calle de la Roquette: una callejuela adoquinada, estrecha, que parecía oculta en lo más profundo de una ciudad medieval.
Provistos de una orden judicial, los policías habían llamado a un cerrajero para entrar. Desde hacía unas horas, los teléfonos móviles sonaban y las informaciones circulaban entre los investigadores. Ahora que se había confirmado el crimen, trabajaban en el caso los cuatro hombres del grupo de Bellanger y numerosos colegas que temporalmente se habían sumado como refuerzos. Mientras Sharko y Levallois estaban allí, otros interrogaban al director de la tesis de Louts, a sus padres y a sus amigos, o analizaban sus cuentas bancarias. La célebre apisonadora del 36 se había puesto en marcha.
Con guantes en las manos, Jacques Levallois se sentó ante el ordenador de la víctima, mientras Sharko examinaba las habitaciones. Observaba meticulosamente el tipo de decoración. A lo largo de sus investigaciones había descubierto que los objetos siempre susurran la razón de su presencia a quien les presta oído.
En la habitación, numerosas fotos enmarcadas mostraban a Louts equipada con arneses y elásticos junto a puentes, saltando en paracaídas o con un traje de esgrima a diversas edades. Tenía un cuerpo esbelto y atlético, que parecía brincar sobre la pista. Medía un metro setenta y tenía un físico de pantera: ojos verdes como un bosque, pestañas largas y arqueadas, una silueta alargada y bien proporcionada. En silencio, también con guantes, el comisario registró minuciosamente el resto de la habitación. En un rincón, un aparato para remar, una bicicleta estática y unas pesas. Frente a la cama, un amplio fresco coloreado que representaba el árbol genealógico del homínido, del australopiteco africano al hombre de Cro-Magnon. Daba la impresión de que Louts trabajaba en los misterios de la vida incluso mientras dormía.
Sharko prosiguió su registro y miró en los armarios y los cajones. Se disponía a salir de la habitación cuando sintió como un chispazo en su mente. Volvió hacia el cuadro de dos esgrimistas en pleno combate. Frunció el ceño y puso el índice sobre los floretes de Louts y de su adversario.
– Esto sí que es curioso.
Desconcertado por su descubrimiento, descolgó el cuadro de la pared, se lo puso bajo el brazo y prosiguió su visita. Baño, pasillo y una cocina amueblada con buen gusto. Papá y mamá, ambos profesionales liberales según los primeros datos arrojados por la investigación, debían de ayudarla financieramente. En los armarios y en el frigorífico, diversos productos dietéticos, proteínas en polvo, bebidas energéticas y fruta. Una disciplina nutricional férrea. La joven parecía cuidarlo todo, el cuerpo y la mente.
Sharko volvió al salón, junto a la mesa de trabajo, y rápidamente recorrió el espacio con la mirada. No había televisor, como había dicho Jaspar. Examinó los libros de la biblioteca y los que estaban apilados, que por lo tanto Éva había hojeado recientemente. Biología, ensayos sobre la Evolución, genética, paleoantropología: un mundo extraño del que casi no conocía nada. Había también centenares de revistas científicas, a las que probablemente Louts estaba suscrita. El calendario académico del año 2010, que empezaba dentro de poco tiempo en las universidades y escuelas superiores, ya estaba colgado de la pared, impreso en papel reciclado. Horarios cargados, asignaturas indigestas: paleogenética, microbiología, taxonomía, biofísica.
Por su parte, el teniente Levallois se abstraía de cuanto lo rodeaba. Concentrado en su tarea, navegaba por la arborescencia del ordenador. Sharko lo observó e hizo restallar sus guantes de plástico.
– ¿Y bien?
– Su teclado es para zurdos, lo que me dificulta las cosas, pero no me ha impedido hacer una búsqueda por fechas en todo el ordenador. El documento más reciente es de hace un año.
– Y respecto a la lateralidad, ¿has encontrado alguna cosa?
– Nada, en absoluto. Es evidente que alguien ha pasado por aquí y lo ha borrado todo, incluso la tesis.
– ¿Se podrán recuperar los datos?
– Como es habitual, eso dependerá de cómo el sistema haya llevado a cabo la eliminación. Es posible que sólo puedan obtenerse fragmentos, o nada de nada.
Sharko miró hacia el recibidor.
– A la víctima no se le encontraron las llaves del apartamento, ni tampoco estaban entre sus cosas en el despacho, y la puerta del piso estaba cerrada con llave. Tras eliminar a Louts, el asesino vino aquí, tranquilamente, para hacer limpieza, y volvió a cerrar al salir. No puede decirse que se trate del tipo de asesino que es presa del pánico.
Levallois señaló el cuadro que Sharko llevaba bajo el brazo.
– ¿Por qué cargas con eso? ¿Te gusta la esgrima?
Sharko se dirigió a él.
– Mira esto. ¿No ves nada?
– ¿Aparte de dos chicas enmascaradas que se enfrentan y parecen dos mosquitos gigantes? No, nada.
– Pues salta a la vista. Ambas contrincantes son zurdas. Teniendo en cuenta que la probabilidad es de un zurdo por cada diez personas, hay que reconocer que es curioso.
Jacques Levallois cogió el cuadro, sorprendido.
– Es verdad. Y precisamente es el tema de su tesis.
– Una tesis que ha desaparecido.
Sharko lo dejó que meditara y abrió los cajones. Dentro de ellos había material de oficina, pilas de papel y más revistas científicas. Uno de los titulares le llamó la atención: «Violencia». Se trataba de la célebre revista americana Science. El número estaba fechado en 2009. Sharko recorrió rápidamente el sumario. Se hablaba de nazis, de matanzas en institutos, del comportamiento agresivo de ciertos animales y de asesinos en serie. El editorial, en inglés, era muy breve: ¿dónde radicaban las causas de la violencia? ¿En la sociedad? ¿En el contexto histórico? ¿En la educación? ¿O en ciertas porciones de los cromosomas llamadas «genes»?
Sharko cerró la revista con un suspiro. Tal vez él tenía una respuesta, con todos los horrores descubiertos a lo largo de su investigación del año anterior. Terminó su registro y señaló con el mentón hacia el ordenador.
– ¿Has mirado sus favoritos de Internet?
Levallois dejó el cuadro y asintió con la cabeza.
– Ni favoritos, ni historial, ni cookies. No he visto nada interesante en sus correos electrónicos. Habrá que recurrir a su proveedor para tratar de descubrir sus conexiones.
Sharko observó restos de cola por todas partes sobre la gran superficie de trabajo que representaba un mapamundi. Probablemente, unos post-it que habían sido arrancados. Tal vez los había robado el asesino.
Su mirada se detuvo en la torre de CD, y la señaló.
– Me sorprendería mucho que Louts no hubiera hecho copias de seguridad de su disco duro.
– Ya he echado un vistazo. Si había discos grabados, ya no están ahí.
– Haremos que venga un equipo completo, para un registro en profundidad y para llevarse el material informático.
Se oyó un teléfono. Levallois descolgó su móvil. Unos minutos de conversación. Tras colgar, se dirigió a Sharko.
– Dos noticias. La primera no tiene nada que ver con esto, sino con el cadáver del bosque de Vincennes, Frédéric Hurault. El boss me pide que te transmita el mensaje: tu antiguo jefe de grupo quiere verte en su despacho de inmediato.
– ¿Verme? Bueno… ¿Y la otra noticia?
– Robillard ha comenzado por consultar los archivos de la policía. Al parecer, hace menos de un mes, Éva Louts pidió un certificado de penales -que, dicho sea de paso, está limpio- para obtener autorizaciones para visitar varias instituciones penitenciarias.
– ¿Instituciones penitenciarias?
– Una decena, por lo menos. Parece que nuestra víctima quería conocer a varios presos franceses. De ahí que me pregunte: ¿qué iría a buscar en el infierno carcelario una estudiante que observa a los monos?